Cuando en nuestras almas brilla el sol
24/8/2020
Si uno de nuestros grandes músicos va a ofrecer un concierto o se dispone a sacar un nuevo disco al mercado, la presencia de una reseña acerca de tales eventos por parte del crítico, se convierte en una obligación. Pero también constituye una obligación moral, recrear aquellos rasgos de su elogiada proyección profesional en estos tiempos de cuarentena, donde no pocos son los músicos que permanecen recogidos. En la siguiente crónica incluimos diferentes pasajes tomados de artículos que durante años he dedicado al maestro Frank Fernández. Sirvan estas palabras como modesto homenaje a uno de los artistas cubanos imprescindibles en todos los tiempos.
Para Enrique José Varona, eminente intelectual cubano, en “los verdaderos artistas, su pasión propia llega a ser la pasión de cuantos lo rodean, su aspiración, la de un pueblo entero”. Y justamente es lo que sentimos cuando Frank Fernández toca el piano. Es como si la naturaleza misma nos reclamara el mayor silencio al ser testigos de un cataclismo emocional de infinitas proporciones culturales. No importa cuántas veces hayamos compartido los distintos acontecimientos en que se convierten cada una de sus presentaciones públicas. Siempre todo se nos aparece como interpretado por primera vez.
Disponernos a reconocer el ámbito ilimitado de un profesional del rango de Frank, conlleva una profunda repercusión en la condición humana de quien tenga el privilegio de disfrutar de su entrega. Como sucede en los cuentos de magia, mientras dure la música desprendida del piano, quedaremos hechizados por el espíritu poético de un universo sonoro que nos transformará interiormente. Tiene la virtud de hacernos sentir liberados de cargas deprimentes que debilitan el enriquecimiento vital de un corazón abrumado. Es el desencadenamiento del potencial creativo adquirido por Frank Fernández, a quien le ha sido concedido el don de deleitarnos con el esplendor de sus inequívocos méritos como músico.
En una ocasión, nuestro Alejo Carpentier se preguntaba si hubiéramos podido prescindir de la significación de grandes artistas. Entonces, específicamente yo me pregunto si, en caso de no haber tenido entre nosotros a Frank Fernández, nos hubiéramos perdido algo de relevante connotación. Aunque en este caso, la pregunta en sí misma conlleva la respuesta de que no hubiera sido igual sin su presencia de todos modos.
Representa un noble ejercicio hurgar en el fondo de la sensibilidad de este conmovedor músico cubano que ha nacido para su arte y en función de entregarnos su arte. Para el historiador Ramiro Guerra, “una patria es en su esencia un ser histórico, una entidad moral con un pasado y un porvenir. Requiere poseer un patrimonio espiritual de gloria y de heroísmo, de epopeya y de leyenda. No hay pueblo fuerte ni nacionalidad robusta que no lo posea” y en tal sentido, la música que el maestro nos entrega, representa una emotiva propuesta artística para quienes estamos convocados a calar la magnitud de este patrimonio trascendental con que contamos los cubanos.
Los músicos que como Frank ascienden hasta las elevadas cimas del arte, están marcados por un temperamento que los conduce por el camino de reconocerse en el acento que los singulariza. Y este no puede ser otro que el resultado de una apasionada convicción, donde el virtuosismo de la técnica pianística pervive en función de conmover las fibras del alma. Bien en la inspirada interpretación de una obra suya o en la más absoluta aprehensión de una composición ajena, el sonido Frank Fernández coloca nuestras sensaciones en el centro de la humanización de la cultura.
Precisamente en tiempos donde la cultura aparece amenazada por el desenfrenado consumismo de la banalidad, la presencia de sólidos fundamentos estéticos revalidados en la interpretación de la música ejecutada por el maestro, constituye de hecho una imprescindible manifestación de supervivencia cultural. Solo así se explica aquel desespero por entrar al teatro Amadeo Roldán de un público que, sin tener posibilidades reales de alcanzar asiento, prefiere sentarse en cualquier escalón o incluso permanecer de pie. Que esto ocurra para disfrutar de una música que por su complejidad se suponía solo la entenderían en toda su amplitud aquellos conocedores de la materia, lejos de asombrarnos, nos colma de especial satisfacción. Y si las propuestas para uno de sus tantos conciertos ofrecidos en el inolvidable coliseo, se distinguían por un programa que sobresale por el alto nivel de convocatoria, como la Gran Obertura Solemne 1812 Op. 49, de Tchaikovsky y el Concierto No. 1 en si bemol Op. 23 para piano y orquesta, del mismo compositor ruso, comprendemos la conmoción ante semejante expectativa.
Bajo la expresiva dirección del maestro Enrique Pérez Mesa, la Orquesta Sinfónica Nacional abordó con tal intensidad y perfección el aliento épico de la Gran Obertura… como si fuera el cierre de un programa, cuando en realidad solo era el comienzo, un impresionante comienzo. Sin embargo, la apoteosis de esta maravillosa jornada fue la interpretación del Concierto No. 1 de Tchaikovski, una de las obras más populares para piano y orquesta en la historia de la música de concierto. Pieza que rezuma complejidad técnica e inspirada interpretación, a la medida de un talento como el de Frank Fernández, quien se distingue justamente por sus condiciones para aportar un personal lirismo y enfrentar las mayores dificultades sin perder el sueño en este fluido diálogo con la orquesta.
La ovación de una multitud consciente del privilegio del momento asume otra dimensión cuando el relevante pianista alcanza las esencias profundas de nuestra identidad con obras como “La bella cubana”, de José White y “La comparsa”, de Ernesto Lecuona, con renovadores arreglos del propio Frank, y nos despide con la sugerente melodía de su “Tema de Amor”. Como corresponde a un artista de la dimensión profesional y humana del maestro Frank Fernández, este nos remite a las esencias de un emotivo pensamiento martiano: “Donde quiera que el hombre se afirma, el sol brilla”.