Mis hijos me preguntan cómo eran los apagones cuando yo era niña.

Cuando yo era niña vivíamos en el Distrito José Martí en Santiago de Cuba. No recuerdo cuando se iba la corriente, recuerdo cuando venía y todo el barrio gritaba de emoción. Para mí estar sin electricidad era algo normal, que se encendiera todo de pronto, era otro tipo de felicidad, porque en apagón también era feliz. Como mis padres no podían trabajar en la noche sin luz, ni ver televisión, nos poníamos a jugar y a cantar. Jugábamos a Escriba y Lea, con personajes y hechos importantes. La mayor parte de mi cultura general no la he adquirido leyendo, la adquirí en las noches de apagón.

En mi familia nadie canta bien, pero me sé todas las canciones famosas de la Década Prodigiosa, como si hubiera vivido en esa época. Nino Bravo, Rafael y Charles Aznavour fueron mis amiguitos de apagón. Me sabía con 5 ó 6 años muchas canciones que eran “para adultos”, pero que formaban parte de la banda sonora de nuestros apagones. “Amor es la copa divinaaaa, amor es el pan de la vidaaaa…”. “El que te espeeeeraaaaa, el que te sueeeñaaaa, aquel que reza cada noche por tu amooooooor…” “Cuidado, mucho cuidado, que estás tomando por un rumbo equivocado…. Cuidado, con tus mentiras, que yo las puedo adivinar cuando me miraaaas…”.

“No recuerdo cuando se iba la corriente, recuerdo cuando venía y todo el barrio gritaba de emoción”.

En esos edificios había buena ventilación, pero a las 6 de la tarde teníamos que cerrar todo por los mosquitos. Quedábamos atrapados entre las paredes de microbrigada para protegernos, aunque siempre lograban entrar unos cientos. No eran mosquitos como los que tenemos aquí en la casa. Aquellos se me metían en la nariz y en la boca. Las sábanas tenían estampados con pequeñas manchas de sangre porque si nos movíamos durante la noche, aplastábamos a unos cuantos mosquitos y ahí mismo quedaba la sangre decorando nuestras sábanas y fundas. Cuando mi mamá tendía la ropa de cama yo ensartaba las manchitas con la vista para crear figuras de animales.

Yo no me acuerdo mucho del calor, pero sí recuerdo a mi mamá en cueros por toda la casa. Ella se bañaba en el patio del apartamento, uno de esos con huequitos de ladrillos. Como todo estaba apagado ella cogía el agua directo del tanque y se la echaba arriba. No teníamos agua en las tuberías, ni siquiera con corriente, lo del jarrito era lo común. Mi mamá se acostaba mojada en la cama porque según ella hacía tremendo calor. Ni siquiera el episodio del mirahuecos la hizo ponerse ropa en apagón. Resulta que nuestra puerta de la casa estaba remendada, porque una vez se nos perdió la llave y mi papá le tuvo que meter una patada para abrirla. Como no podíamos comprar otra puerta, él tuvo que empatar las maderas rotas y quedaron unas rendijas por donde entraba el sol en las mañanas y por donde se asomaba el mirahuecos en las noches de apagón a rascabuchar a mi madre calurosa.

Nos alumbrábamos con candiles hechos por mi abuela con pomos, luzbrillante, una mecha de trapo y un tubo de pasta Perla. ¡Aquello era una locura! Donde se pusiera aquella cosa dejaba un círculo negro en el techo. Teníamos un techo dálmata, lo cual a mí me parecía muy gracioso. Me encantaba pasar la mano por la candela sin quemarme y mi papá se quemaba los pelitos del brazo porque a mí me gustaba ese olor extraño. Al otro día me iba para la escuela con peste a luzbrillante en la cabeza y los huecos de la nariz tiznados de negro. Pero como todos los niños en mi aula se veían y olían igual, no era nada extraño.

“La mayor parte de mi cultura general no la he adquirido leyendo, la adquirí en las noches de apagón”. 

Para cocinar, con corriente o sin corriente, era con carbón. Mi papá subía la Loma de Boniato en bicicleta para buscar un saco de carbón. Con eso cocinábamos y cuando se acababa el carbón mi mamá ponía el reverbero con luzbrillante. Comíamos sopa de cabeza de pescado, puré de boniato, arroz y frijol, arepas de harina sin huevo y sin aceite, con azúcar por arriba. Ella me hacía helado de papas, huevos fritos con agua y plátanos en tentación. No recuerdo haber pasado hambre en aquellos años. Supongo que porque mis padres eran los que pasaban hambre para dejarme a mí lo poco que teníamos.

No recuerdo a mi mamá o a mi papá quejándose, o discutiendo entre ellos. Recuerdo un día que veníamos en apagón por la noche de algún lugar y había unas personas en el último piso de un edificio que estaban cantando y tomando ron. Uno de ellos gritó en medio de la oscuridad: “¡Fietaaa, eto e mejol que trabajalllllll!”. Desde ese día la frase se quedó en nuestra familia como un chiste interno para los días de fiesta en crisis.

Algunos de los mejores recuerdos de mi infancia son en apagón. Nosotros tres acostados, mi papá echándonos fresco con un cartón. Yo les tiraba a cada uno una patica por arriba y así sentía que no se podían ir a ningún lado. Mi papá cantaba “Los aretes que le faltan a la luna” y el humo del candil hacía otro círculo perfecto en nuestro techo.

Nota: La foto es en nuestro apartamento en el Distrito José Martí, en Santiago de Cuba. Atrás la puerta remendada y llevo puestos los únicos zapatos que tenía en aquel momento a los que mi mamá les puso un parche de arcoiris en la punta para tapar el hueco.