Aprovechando que arden sobre nosotros los inconcebibles astros

Arístides Vega Chapú / Foto: Cortesía de Laidi Fernández de Juan
3/6/2020

A Roberto Fernández Retamar

Como si fuesen un débil dibujo a plumilla

las últimas nubes, débiles como un ave

a escasos segundos de la muerte,

se dejan alcanzar por un cielo

que atravesaron de lado a lado

las devastadoras aguas.

Sucedió el mismo día que tuve la certeza

de que algo terrible sucedería

del otro lado de ese mismo cielo

pulverizado por una estrella.

Alucinado por espectáculo tan particular

me propuse recorrer el camino del resplandor

de ese lluvioso día que supo silenciar con aplomo

los sonidos propios de una hora

en la que nadie se siente a salvo.

Persiste la luz en descender como un peso muerto

para incentivar el denso celaje

por el que se fugó la sombra luminosa del sol

cuando aún no alcanzaba su definitiva altura.

Con pereza camino por entre los andamios

que sostienen la ciudad, majestuosas edificaciones

por las cuales se dispersa el humo de las escasas fábricas

sobrevivientes del cruel tiempo de las carestías.

Por entre los desperdicios que se desbordan

para tentar a los que precisan hurgar

esperanzados de encontrar algo útil.

Esquivando los escombros de los ruinosos edificios

azotados por la persistente lluvia, el persistente calor

que ampolla las paredes, o por encima de los puentes

arqueados sobre la ciudad,

dejando pasar la turba de aire cálido y salvaje

que le abre paso a la noche y a los animales comunes.

Todo eso sucedió mucho antes de haber leído

tu definición sobre los astros,

la caída de los astros sobre el Vedado,

a la sombra de las flores silvestres

que antes fueron la sombra de un ave

y ahora ocupa un insignificante sitio en el portal

donde una vez me acomodé, sobre la noche

en la que quisiste escuchar algo cercano a la grandeza

y Juan cantó para ti lo que yo había escuchado muchos años atrás.

Era entonces un muchacho, es decir, un incrédulo

y no le presté ninguna atención a lo que ahora me emociona.

Estuve sentado muy cerca de ti, creído que no había nada más hermoso

que la mano vital de Adelaida, sobre tu desparramada mano

en los escuetos bazos de un sillón que movías con parsimonia.

Mirándote de cerca como si fuese parte de esos que llamabas los míos.

Entre la belleza diseminada

por los escasos parajes que la naturaleza ha protegido

y en el que las aves pulen los tensos cables de la electricidad

para no dañar sus plumajes

en ese tiempo en que reposan

tal y como si no tuviesen el don de acceder al infinito

he vuelto a leer el poema

que escribiste como manera de contarle a tus amigos todo

lo que sabías sobre la muerte,

con astucia y ligereza, con cierta burla.

Abro una y otra compuerta del recuerdo

por las que es muy fácil acceder

a una llanura donde pastan robustos caballos de raza.

Sus patas de plomo hunden con saña las piedras

logrando sacar a flote la yerba húmeda

que harán crepitar en sus bocas

para luego acomodarse sobre su sombra

con la quietud que poseen los animales sagrados.

Con pereza me dispongo a seguir el trazo

que ha marcado el horizonte,

entre la sombra de los edificios y la de los árboles

que crecen a ambos lados de la penumbra

haciendo difícil el paso por esa otra isla que es el Vedado,

tan diferente a la acuosa luz de los pueblos del interior

que sobreviven las ráfagas de un aire que mueve con audacia la noche

para situarla sobre la maleza en la que ha crecido un árbol

venerado por su probada eternidad.

Persisto en encontrar el sitio ideal donde iniciar la búsqueda,

donde situar el fragmento del espejo

que me sirva de observatorio veraz,

donde pueda aquilatar tus palabras sin ser devorado.