Aprovechando que arden sobre nosotros los inconcebibles astros
A Roberto Fernández Retamar
Como si fuesen un débil dibujo a plumilla
las últimas nubes, débiles como un ave
a escasos segundos de la muerte,
se dejan alcanzar por un cielo
que atravesaron de lado a lado
las devastadoras aguas.
Sucedió el mismo día que tuve la certeza
de que algo terrible sucedería
del otro lado de ese mismo cielo
pulverizado por una estrella.
Alucinado por espectáculo tan particular
me propuse recorrer el camino del resplandor
de ese lluvioso día que supo silenciar con aplomo
los sonidos propios de una hora
en la que nadie se siente a salvo.
Persiste la luz en descender como un peso muerto
para incentivar el denso celaje
por el que se fugó la sombra luminosa del sol
cuando aún no alcanzaba su definitiva altura.
Con pereza camino por entre los andamios
que sostienen la ciudad, majestuosas edificaciones
por las cuales se dispersa el humo de las escasas fábricas
sobrevivientes del cruel tiempo de las carestías.
Por entre los desperdicios que se desbordan
para tentar a los que precisan hurgar
esperanzados de encontrar algo útil.
Esquivando los escombros de los ruinosos edificios
azotados por la persistente lluvia, el persistente calor
que ampolla las paredes, o por encima de los puentes
arqueados sobre la ciudad,
dejando pasar la turba de aire cálido y salvaje
que le abre paso a la noche y a los animales comunes.
Todo eso sucedió mucho antes de haber leído
tu definición sobre los astros,
la caída de los astros sobre el Vedado,
a la sombra de las flores silvestres
que antes fueron la sombra de un ave
y ahora ocupa un insignificante sitio en el portal
donde una vez me acomodé, sobre la noche
en la que quisiste escuchar algo cercano a la grandeza
y Juan cantó para ti lo que yo había escuchado muchos años atrás.
Era entonces un muchacho, es decir, un incrédulo
y no le presté ninguna atención a lo que ahora me emociona.
Estuve sentado muy cerca de ti, creído que no había nada más hermoso
que la mano vital de Adelaida, sobre tu desparramada mano
en los escuetos bazos de un sillón que movías con parsimonia.
Mirándote de cerca como si fuese parte de esos que llamabas los míos.
Entre la belleza diseminada
por los escasos parajes que la naturaleza ha protegido
y en el que las aves pulen los tensos cables de la electricidad
para no dañar sus plumajes
en ese tiempo en que reposan
tal y como si no tuviesen el don de acceder al infinito
he vuelto a leer el poema
que escribiste como manera de contarle a tus amigos todo
lo que sabías sobre la muerte,
con astucia y ligereza, con cierta burla.
Abro una y otra compuerta del recuerdo
por las que es muy fácil acceder
a una llanura donde pastan robustos caballos de raza.
Sus patas de plomo hunden con saña las piedras
logrando sacar a flote la yerba húmeda
que harán crepitar en sus bocas
para luego acomodarse sobre su sombra
con la quietud que poseen los animales sagrados.
Con pereza me dispongo a seguir el trazo
que ha marcado el horizonte,
entre la sombra de los edificios y la de los árboles
que crecen a ambos lados de la penumbra
haciendo difícil el paso por esa otra isla que es el Vedado,
tan diferente a la acuosa luz de los pueblos del interior
que sobreviven las ráfagas de un aire que mueve con audacia la noche
para situarla sobre la maleza en la que ha crecido un árbol
venerado por su probada eternidad.
Persisto en encontrar el sitio ideal donde iniciar la búsqueda,
donde situar el fragmento del espejo
que me sirva de observatorio veraz,
donde pueda aquilatar tus palabras sin ser devorado.