Apostillas necesarias a un bolero incomprendido
Nuevamente la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) y su comité de experto vuelven a pronunciarse, y otorgan la categoría de Patrimonio Inmaterial de la Humanidad a un género musical cubano. En este caso se trata del bolero, solo que la propuesta no fue cien por ciento obra de las autoridades cubanas; la iniciativa partió de las autoridades culturales mexicanas; las nuestras la aceptaron y acompañaron el proceso de confección y argumentaciones necesarias para la conformación del expediente correspondiente.
Desde el mismo instante que se hizo pública la noticia de la presentación de “un expediente binacional” para solicitar la inclusión del bolero en la categoría de Patrimonio Inmaterial de la Humanidad diversas voces se alzaron para expresar su total desacuerdo y cuestionar “el atrevimiento de México” que, a todas luces, anunciaba un posible escamoteo de la paternidad del género musical que, sin temor a equivocarme, más ha influido en la cultura continental.
Muchas de esas voces —algunas autorizadas y respetables— adolecían, lo mismo que quien estas líneas escribe, de todo el bagaje de información necesaria acerca de este proceso que, si bien fue iniciativa de los mexicanos, fue conciliado y trabajado en conjunto con las autoridades culturales cubanas.
Supongamos que en el momento de anunciarse la presentación del expediente en cuestión no se haya dado toda la información posible y necesaria que evitara que suspicacias, malas interpretaciones y reacciones —muchas de ellas fruto de emociones prístinas— se volcaran en las redes sociales y en conversaciones de pasillo.
El bolero ya es Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, lo mismo que la rumba y que el punto guajiro. Ahora se impone rescatar espacios sociales en las comunidades y abrir el horizonte creativo a todos aquellos que se interesen en él de una forma u otra. Es menester abrir el abanico de criterios culturales para lograr una mayor presencia del bolero en el tejido cultural cotidiano.
“El bolero ya es Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, lo mismo que la rumba y que el punto guajiro. Ahora se impone rescatar espacios sociales en las comunidades y abrir el horizonte creativo a todos aquellos que se interesen en él de una forma u otra”.
Sin embargo, se impone acotar algunos elementos históricos de peso que pueden apoyar o avalar la voluntad mexicana de presentar esta propuesta.
Nadie ha dudado de la paternidad de Pepe Sánchez, ni de que fue la decimonónica ciudad de Santiago de Cuba el lugar de nacimiento del bolero. Solo que pocas veces se hace referencia a que el género únicamente era cultivado por trovadores santiagueros y espirituanos hasta la segunda década del pasado siglo. Que su expansión hacia el Occidente cubano estuvo marcada por ser una de las músicas que acompañó a los soldados del Ejército Libertador que integraron las columnas que hicieron la invasión de Oriente a Occidente, muchos de los cuales fueron poniendo de modo anónimo su granito de arena en la definición de sus pautas posteriores. La otra fue el son al estilo oriental, el de la loma.
Se ignora, en casi todo análisis que, una vez terminada la guerra, la crisis provocada por la reconcentración y la ocupación norteamericana de la isla, hubo un proceso migratorio de cientos de cubanos que formaron parte del Ejército Libertador a la región mexicana de Yucatán y que, como todos los emigrantes, llevaron su música, sus costumbres culinarias y sus giros lingüísticos. Será allí donde ocurrirá el primer gran asentamiento de compatriotas fuera de la ciudad norteamericana de Tampa.
“Se ignora, en casi todo análisis que, una vez terminada la guerra, la crisis provocada por la reconcentración y la ocupación norteamericana de la isla, hubo un proceso migratorio de cientos de cubanos que formaron parte del Ejército Libertador a la región mexicana de Yucatán y que, como todos los emigrantes, llevaron su música, sus costumbres culinarias y sus giros lingüísticos”.
Esta primera referencia a los vínculos musicales entre Cuba y las ciudades mexicanas de Yucatán, entre ellas Veracruz, fueron recogidas por el investigador Helio Orovio en su libro El bolero por el Caribe, publicado en 1996 por la Editorial Extramuros en una tirada de menos de quinientos ejemplares.
En ese mismo texto investigativo Orovio demuestra que ese proceso migratorio, aunque en menor escala, se presentó desde las costas de Santiago a Santo Domingo (República Dominicana) y dio origen a esa forma musical conocida como bachata y que se vincula con el merengue, tanto el dominicano como el haitiano, llamado por los “criollos” meringue. Estas dos formas musicales tienen una relación origen/consumo de carácter rural, pues esa emigración se centró fundamentalmente en zonas agrícolas.
Es decir, en menos de veinte años el bolero de Pepe Sánchez cruzó en dos direcciones el mar Caribe y esa tarea correspondió a muchos de sus alumnos, compañeros de serenatas y bohemia y a sus seguidores, muchos desconocidos.
“Helio Orovio demuestra que ese mismo proceso migratorio, aunque en menor escala, se presentó desde las costas de Santiago a Santo Domingo (República Dominicana) y dio origen a esa forma musical conocida como bachata y que se vincula con el merengue”.
En el caso de su expansión en Cuba, no fue algo sencillo. Una vez que sale de Santiago, el bolero hace una primera escala en el centro del país y se imbrica con el nacimiento de la llamada trova espirituana, la que lo enriquece en lo formal y en lo literario. Pero su irrupción en La Habana no es todo lo feliz e idílica que se ha querido contar.
Los primeros cultores del bolero en la capital fueron los trovadores, muchos de ellos procedentes del interior del país, fundamentalmente santiagueros, que emigraron en busca de mejores condiciones económicas y de vida.
Curiosamente, en las dos primeras décadas del siglo XX esa forma de canción no se llamaba expresamente bolero. De acuerdo con los registros autorales, tenían diversos nombres como caprichos, criollas, canción y otros que harían extensa esta relación.
Recogen las crónicas de Eduardo Robreño que “… en el café Vista Alegre, donde se les daba refugio a los trovadores —albergue y comida—, se reunía la intelectualidad cultural de esa época y era común llamar bolero a cualquier tipo de canción que interpretaran los trovadores acompañados de una guitarra (…) que Antonio María Romeu, Nilo Menéndez, Gustavo Sánchez Galarraga, Adolfo Utrera, Eduardo Sánchez de Fuentes y otros poetas y músicos de la época prestaban atención a las complejas armonías que desarrollaban muchos de ellos en la guitarra, sobre todo Sindo (Garay), que era el más creativo y solía llamar a sus composiciones bolero criolla o bolero capricho…”.
Es decir, según ese valioso testimonio, el término bolero aún no estaba totalmente esclarecido o al menos aceptado genéricamente como lo conoceríamos después. Se trataba de trovadores que componían y cantaban sus canciones en aquellos espacios abiertos en los que fueran admitidos, o en los primeros cines donde ofrecían sus canciones en el intermedio entre la proyección de una película y otra.
“El término bolero aún no estaba totalmente esclarecido o al menos aceptado genéricamente como lo conoceríamos después”.
¿Qué pasó después?
Por una parte, el danzón comenzó a incorporar algunos de esos temas y les dio un nuevo ropaje musical. Coincidentemente, muchos de aquellos poetas y músicos se sumaron a crear canciones de ese corte incorporando otros instrumentos, sobre todo el piano.
Entonces, a niveles de promoción y de registro comenzó a usarse masivamente el nombre de bolero para identificar esa música. Una música que contaba y cantaba las historias de amor y desamor de los hombres de ese tiempo.
En esos años, en México, un hombre llamado Guty Cárdenas había sido sublimado por aquel tipo de canción que había conocido en sus viajes a Mérida y a Yucatán y que era común entre los cubanos, lo mismo que esa música cadenciosa a la que llamaban danzón y que estaba de moda en aquellos lares. Es bajo esa influencia que Cárdenas compone su bolero Nunca, que muchos consideran una de las piezas más emblemáticas de ese género en México.
La simbiosis musical entre los dos países en materia de bolero había comenzado y en las siguientes décadas del siglo XX continuaría, en un incesante intercambio de músicos, compositores e intérpretes, sin que falten las debidas confusiones acerca del origen de tal canción o de su autor.
Incluso tras el surgimiento del movimiento del filin —esa gran revolución musical dentro de la canción cubana en general, que acercó el bolero y la canción trovadoresca al jazz—, los músicos mexicanos entendieron que aquella propuesta era lo suficientemente interesante y revolucionaria en materia musical como para dejarla pasar y se sumaron a ella.
Nadie duda que el cine mexicano se ocupó más del bolero que el cubano. No se puede negar que “la era de oro del cine mexicano” —que contaba en ese entonces con una sólida industria mientras la nuestra era incipiente y se limitaba a escasas producciones— se construyó musicalmente arropada en el bolero, y que en aras de defender su música y mantener el encanto de sus actores se llegó a mezclar con la ranchera (pregúntenle a Jorge Negrete, a Miguel Aceves Mejías o a María Félix), sobre todo en las memorables películas de Emilio “el Indio” Fernández, que no han dejado de cautivar a diversas generaciones.
“No se puede negar que `la era de oro del cine mexicano´ —que contaba en ese entonces con una sólida industria mientras la nuestra era incipiente y se limitaba a escasas producciones— se construyó musicalmente arropada en el bolero”.
Eso no niega la impronta de los compositores cubanos. Pero fue el cine mexicano el que más uso hizo del bolero cubano y de muchas de sus composiciones en los años cuarenta y parte de los cincuenta del pasado siglo.
México es el país que acogió, y acoge hoy en día, a muchos cantantes y compositores cubanos que han enriquecido y fortalecido su cultura musical y que desde sus plazas y escenarios han lanzado sus carreras y triunfado en el mundo.
No creo que sea honesto —ni cultural, ni socialmente hablando— juzgar que los mexicanos amantes del bolero hayan pensado disputarnos la paternidad del género, ni que consideren que nuestro aporte solo se limitó a la figura de Pepe Sánchez.
“No creo que sea honesto —ni cultural, ni socialmente hablando— juzgar que los mexicanos amantes del bolero hayan pensado disputarnos la paternidad del género”.
Por más de cuarenta años he sido testigo del respeto que estudiosos, cantantes y visitantes mexicanos han reverenciado a figuras de la cultura cubana como el músico José Loyola, la musicóloga Alicia Valdés y el compositor santiaguero Rodulfo Vaillant. Ellos tres, entre otros nombres, han sido los pilares fundamentales de que Cuba tenga un festival de boleros y que a él hayan concurrido y concurran importantes figuras de la canción y de los estudios musicales, no solo mexicanos sino de todo el continente.
En los años setenta hubo cantantes de lo que conocimos como música moderna que transitaron hacia el bolero y se convirtieron en totales defensores de las composiciones de algunos autores importantes. Pienso en María Elena Pena y Héctor Téllez. La primera acogió y defendió, a todo pulmón, el repertorio del alquizareño Luis Marquetti. El segundo fue más osado y se propuso revivir aquellos boleros que una vez cantó El Benny. Hubo un sector del público y de los medios masivos de comunicación que los criticaron. Ciertamente, El Benny era irrepetible y atreverse a cantar sus temas era considerado un acto sacrílego. A María Elena casi la excomulgaron de los programas a los que concurrían sus contemporáneos porque —decían— había abandonado la causa de la canción moderna. La vida les dio la razón. Esas eran las canciones que debían cantar.
En los años ochenta fue Osvaldo Rodríguez quien más apostó por el bolero con muchas de sus composiciones. Pero también fueron los años en que Pablo Milanés volvió su mirada a la trova tradicional y revivió y recreó con muchos de sus protagonistas esas canciones que definieron el bolero y la trova tradicional. Y sería injusto no mencionar los boleros escritos por Adalberto Álvarez, que hicieron furor primero con Son 14 y después con su orquesta Adalberto Álvarez y su Son, en los que reverenciaba la trova al estilo de Miguel Matamoros.
Años antes del error del milenio, y antes de morir Isolina Carrillo, la promotora cultural Cary Bridón creó el espacio “Dos Gardenias”, donde se reunían y trabajaban los boleristas cubanos, a muchos de los cuales las emisoras de radio no le difundían su música, no eran llamados a grabar ni comparecían en los programas de televisión de máxima audiencia. A ese lugar no asistían los que hoy cuestionan la acción binacional y sienten su orgullo herido. En ese lugar era común encontrar a empresarios mexicanos y colombianos dispuestos a contratar a esas figuras, que en aquellos países fueron reverenciadas.
Pepe Sánchez, Sindo Garay y Miguel Matamoros, entre otros grandes y notables, pueden descansar en paz. No han sido ni traicionados ni olvidados.