Ante Fernando Ortiz
18/9/2020
Todo cubano que quiera ser cubano realmente, puede intentar acercarse y comprender un poco más a Fernando Ortiz.
El mejor sitio para encontrarnos con la obra del maestro de los estudios sobre la identidad cultural cubana es su casa ubicada en la esquina de las calles L y 27, muy cerca de la escalinata universitaria, donde radica la institución fundada en La Habana de 1995 por uno de sus discípulos más cercanos, el Dr. Miguel Barnet, con el decisivo apoyo del Ministro de Cultura, Armando Hart, así como de Abel Prieto en su condición de presidente de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, donde se dieron los primeros pasos para gestar la Fundación Fernando Ortiz, cuyo estatuto de organización no gubernamental cultural fue legalizado oficialmente el 21 de septiembre de ese año.
El cuarto de siglo transcurrido desde que escuché las palabras de Barnet en la inauguración de la Casa Don Fernando Ortiz no ha hecho más que ratificar la trascendencia de su letra y espíritu, por lo que deseo compartirlas con los lectores de La Jiribilla, quienes también podrán consultar el sitio web de la Fundación en dos direcciones digitales de acceso libre: www.ffo.cult.cu y www.fundacionfernandoortiz.org. Allí podrán apreciar los resultados de su trabajo, tanto en el área investigativa como editorial, con valiosos aportes desde una perspectiva antropológica abarcadora, y consultar la revista Catauro y los seminarios académicos sobre temas tan importantes como las migraciones internas, o la cultura del mar en Cuba.
Aquella mañana, en presencia Eusebio Leal, Daisy Rivero, Eduardo Torres-Cuevas y otros destacados intelectuales, junto a los primeros trabajadores y colaboradores de la Fundación Fernando Ortiz, su presidente dio lectura a un texto muy valioso —en contenido y forma—, que ha cobrado creciente significación con el paso del tiempo en sentido general, pero especialmente cuando el equipo guiado por Barnet arriba a 25 años de creativa labor intelectual, comprometida y constante, o como diría el propio Ortiz, de “ciencia, conciencia y paciencia”.
La casa templo
(Por Miguel Barnet, 5 enero 1996)
Parece que esta esquina diagonal a la de la escalinata universitaria y situada en lo más alto de la loma de Aróstegui, estaba predestinada para ser un templo de la cultura cubana. Las columnas dóricas y jónicas colocadas caprichosamente bajo frisos alusivos a temas de la antigua Grecia, con sus grecas flamantes y sus cornisas clásicas, enmarcadas dentro de un eclecticismo a la moda de principios de siglo, hacen de esta hermosa mansión un lugar verdaderamente único en la ciudad de La Habana, donde hace exactamente 115 años naciera el sabio antropólogo Fernando Ortiz.
Llena de puertas y ventanas, abiertas siempre a la luz de la calle y en dirección diagonal al Alma Mater de la histórica escalinata, esta casa fue centro de reunión de lo más adelantado de nuestro país en el terreno de la ciencia y el arte. Si en el siglo XIX el Palacio de Aldama reunió a los talentos más conspicuos de la época, convocados por quien fuera llamado por José Martí “el más útil de los cubanos, Don Domingo del Monte”, en el XX la casa de L y 27 sirvió también a lo más escogido de nuestra República. Abrazados por Don Fernando, convocados por él, o simplemente atraídos por sus avanzadas ideas y su vocación proteica e interdisciplinaria, este lugar en su generosa dimensión recibió a hombres y mujeres que reconocían en su dueño a un maestro.
Pivote de la cultura científica cubana, Don Fernando desde este belvedere vislumbró los males que aquejaban al pueblo cubano y con su obra no sólo los denunció en toda su desgarradura, sino que trató de aliviarlos. Su vocación civil y patriótica marcó desde los inicios la línea de toda su obra. Una obra que implicaba un proyecto trascendente y moderno, democrático y no reduccionista, un proyecto que iba más allá del mero positivismo para situarse, con pie firme, en el terreno de lo transcultural.
Ortiz estaba convencido de que el mestizaje no era solamente una mezcla de coloraciones sino una síntesis de ideas. Y lo demostró fehacientemente en cada uno de sus libros. Tuvo plena conciencia de su utilidad y se situó en el centro de la problemática nacional sin ambages, antes bien, entregando grandes cuotas de sacrificio personal. Rodeado de archivos, mesas de trabajo, burós renacimiento español y gavetas inmensas, reprodujo en su ámbito doméstico la atmósfera de una escuela de pensamiento contemporáneo.
En esta casa templo se crearon la primera ley de Servicio Militar Obligatorio, un Código Militar que fue modelo para su época, la reforma de la escuela cubana y muchas otras propuestas que el joven etnólogo elevó al Parlamento de la Isla. Desde aquí surgieron múltiples instituciones de gran utilidad para la vida cultural de Cuba y revistas como Archivos del Folklore Cubano, Estudios Afrocubanos, Ultra —que la hacía casi solo— y otras. Desde aquí Ortiz libró su batalla más cruda e importante: la batalla de un hombre aislado frente a un valladar de prejuicios y obstáculos reales, la reivindicación del aporte africano a nuestro país y sus consecuencias transculturales. En esto fue pionero junto con Nina Rodríguez y Arthur Ramos en Brasil.
Esta casa fue un templo y lo seguirá siendo. Pero un templo vivo con hombres y mujeres que lo sabrán honrar. En ella Ortiz creo una dinámica de acción cultural consecuente con la vida de nuestro país. Una de esas acciones fue su propia participación en el Grupo Minorista.
L y 27 jamás fue la torre de marfil de un sabio, todo lo contrario, se convirtió en un laboratorio de ideas encontradas, de alquimias prodigiosas. Aquí se elaboró la fórmula de la cubanidad, no por arte de magia, sino luego de un profundo escudriñar en las raíces y un desbrozar en la tupida maraña del monte cubano. Todo lo que la burguesía blanca escamoteaba, afianzada en un positivismo retrógrado, Don Fernando lo revaloró con su óptica subjetiva y desprejuiciada. Esta casa, como la nave de un Almirante, poseyó la brújula cierta, la que nos condujo al camino de Damasco. Sin ella hoy seríamos cualquier otra cosa y no esto que somos: híbridos de meigas gallegas y orichas africanos.
Personas tan disímiles como Jorge Mañach o Carlos Rafael Rodríguez se encontraron en este lugar. Intelectuales de la talla de Alejandro Lispchutz y Bronislaw Malinowski dejaron en él una huella imborrable. José Luciano Franco, Emilio Roig de Leuchsenring, Julio Le Riverend, Lydia Cabrera, Nicolás Guillén, Salvador Bueno, Mariano Rodríguez Solveira, José Antonio Portuondo, Miguel Ángel Céspedes, Argeliers León, Antonio Núñez Jiménez, compartieron en estos amplios salones sus puntos de vista y quizás los momentos más felices de Don Fernando.
Aquí se fundó una de las Bibliotecas más útiles de Cuba, que hoy se halla como parte del patrimonio de la Biblioteca Nacional. La hemeroteca de este hogar se encontraba dispersa en todas sus estancias, sobre todo en las más inimaginables, ya que en él no predominaban los ornamentos fútiles, sino los libros y las revistas.
Esta casa fue, además, un museo de etnografía cubana. Su sótano laberíntico sirvió de storage a aquello que los coleccionistas de élite y los museos oficiales rechazaban. Lo mismo un laúd campesino que un tambor arará, un juego de chekerés, que un par de columnas salomónicas. Algún día ella será un museo de la cultura popular y las tradiciones de Cuba, y entonces habremos satisfecho el sueño acariciado por quien la vivió.
No voy a olvidar que en este lugar trabajó con Ortiz una de las más incansables secretarias de la memoria de este país: Conchita Fernández. Tampoco que aquí cantó al oído atento de Don Fernando sus cantos a Elegguá, Oyá o Naná Burukú, la más completas de las apkwonas lucumíes, Merceditas Valdés. En esta misma estancia, que servía de salón de actos, tocaron muchas veces los tambores de Flor de Amor y su grupo de guaguancó. En esta casa se reunió en múltiples ocasiones el ejecutivo de la Sociedad Económica de Amigos del País. Aquí permanecen las huellas de muchos españoles prominentes que, invitados por la Institución Hispanocubana de Cultura y su presidente, Fernando Ortiz, trajeron sus conocimientos y la solidaridad con las letras nacionales como Juan Ramón Jiménez, María Zambrano y Federico García Lorca.
Por estos pasillos se hablaron al oído Rubén Martínez Villena y Pablo de la Torriente Brau, secretarios sucesivos del iniciador de los estudios antropológicos en Latinoamérica.
Juan Marinello rindió tributo al autor del Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar; en este mismo lugar, cuando Juan fue nombrado Rector de la Universidad de La Habana, el Tercer Descubridor —como le llamó Marinello— refrendó ese cargo con todo respeto en un visto bueno que halagó a su amigo comunista. Raúl Roa y Ada Kourí rieron a mandíbula batiente con las bromas de Ortiz en los butacones mullidos de esta vivienda que María Herrera, su esposa, cuidó con tanto esmero y que el negro Maisí guardó con celo hasta su muerte.
Una tarde de 1959 toqué a esta puerta de la calle L. Hay puertas que se abren para nunca cerrarse. Esa fue para mí la puerta de esta casa que finalmente inauguramos tras su restauración tan anhelada. Yo podría contar muchas anécdotas de Don Fernando, pero no vienen al caso. A estas paredes les son familiares. Ellas saben de mi devoción por su obra.
Quiero, sin embargo, recordar ahora a Trinidad Torregrosa, chekeré; a Jesús Pérez, Oba Ilú; Raúl Díaz, nasakó; Pablo Roche, akilapkwa; Marcelino Ordáz, oriaté; Merceditas Valdés, su pequeña aché… Sepan que estas puertas se abren de nuevo para ustedes, que le brindaron a Don Fernando sus testimonios como rumberos, tamboreros, o practicantes de la Regla de Ocha, de la Regla de Palo Monte y de la Sociedad Abakuá.
Aquí estará viva siempre la memoria de los que, en tranvía o a pie, llegaban a entregar sus conocimientos a quien como nadie supo valorarlos. Él los volcó en su obra, sin prejuicios, pero sí decantando lo más valedero, lo permanente. En sus libros, casi todos escritos en esta casa, vive el testimonio de ellos.
En este ámbito vamos a convivir en noble armonía todos, porque la obra de Ortiz nos unirá; su amplio espectro está simbolizado en esta edificación. Aquí seguirá funcionando el Departamento de Historia de la Universidad de La Habana, con sus postgrados y sus maestrías, igualmente tendrá su sede la Unión de Historiadores de Cuba y, como el sitio más idóneo, la Fundación Fernando Ortiz, que honrará la obra de quien sin vacilación puede catalogarse como el más útil de los cubanos del siglo XX en la ciencia y la cultura. Ojalá que nunca dejemos de escuchar en los pasillos de esta casa templo la sístole—diástole de su respiración. Una respiración que nutrió como pocas el tesoro de la Patria; sí, porque como él mismo afirmó: la cultura es la Patria.
Ábranse de nuevo sus puertas y rece en su dintel el lema que definió la vida y la obra de Fernando Ortiz: “Ciencia, conciencia, paciencia”.