El Ballet Nacional de Cuba (BNC) ha sido, durante los 75 años de su fecunda existencia, una fragua que ha producido varias generaciones de artistas del más alto calibre, ya fueran estos bailarines, coreógrafos, maîtres o profesores.
La vida me ha concedido el honor de haber sido testigo de esa ininterrumpida forja, durante mis 53 años como integrante de ese colectivo que bien ganado tiene el título de Patrimonio de la Cultura Nacional. Los he visto iniciar su formación desde el nivel elemental de la escuela, graduarse en el nivel medio de la Escuela Nacional de Ballet e ingresar en la compañía, para desarrollar desde las casi siempre anónimas filas del cuerpo de baile una carrera profesional.
Algunos, desde muy temprano, hicieron visible el talento potencial que había en ellos y otros de promesas devinieron estrellas, tras el pulido de los mentores, que sacaron a la luz todo el potencial que habría de verse en sus posteriores desempeños.
Una crítica española expresó hace algunos años que “La escuela cubana de ballet era como una maquinaria capaz de producir, incesantemente, bailarines con una calidad cada vez más superior” y Alicia Alonso, con su aguda sabiduría, completó la sentencia al afirmar que: “ha sido fruto de un largo y arduo trabajo, que un sistema unitario de enseñanza ha permitido apropiarnos del acervo técnico heredado de siglos y fundirlo con nuestras esencias nacionales y un especial sentido estético surgido desde los orígenes mismos de nuestra escuela y nuestra compañía profesional”.
Al paso de los años, el Ballet Nacional de Cuba ha podido renovar su prestigioso elenco con las promociones surgidas de la Escuela Nacional de Ballet, a partir de 1968. Ellas han tenido la honrosa tarea de ser relevo de las generaciones que le precedieron y servir de modelo y ejemplo a los jóvenes que cada año vienen a nutrir las filas de la compañía.
Hemos vivido y vivimos tiempos convulsos, en que el arte del ballet, a nivel mundial, experimenta continuas mutaciones, no sólo en materia de repertorio sino de los elencos que en las compañías deben asumir el difícil reclamo de mantener una tradición de siglos y estar abiertas a las experimentaciones de la más atrevida vanguardia.
En la actualidad el Ballet Nacional de Cuba vive una renovación generacional, como quizás nunca antes, y es posible comprobarlo cada vez que se abren las cortinas de los escenarios donde se presenta.
El ballet cubano no ha estado ajeno a esa problemática globalizadora, y, durante décadas, ha conocido diásporas lamentables, en las cuales muchos de los talentos, ya consolidados, han ido a integrar los elencos de compañías alrededor del mundo con el deseo de adquirir nuevas experiencias.
En la actualidad el Ballet Nacional de Cuba vive una renovación generacional, como quizás nunca antes, y es posible comprobarlo cada vez que se abren las cortinas de los escenarios donde se presenta. Por ello reviste un valor mayor la presencia de figuras experimentadas junto a los noveles integrantes de la agrupación y dos de ellas acaparan la atención y el respeto del público, la crítica y los espectadores que son testigos de sus actuales desempeños.
Me refiero a una pareja, que lo son tanto en la vida profesional como personal, integrada por los primeros bailarines Anette Delgado y Dani Hernández. Los dos son en la actualidad figuras claves del elenco cubano, frutos del talento y de un disciplinado quehacer, junto a mentores que fueron capaces de extraer de ellos la brillantez que hoy caracteriza cada uno de sus desempeños escénicos.
Anette tiene el blasón de ser la única ballerina cubana nacida en Nueva Gerona, en la antigua Isla de Pinos, y por ello es la más sureña. Tiene en su baile la suavidad de la brisa de la Sierra de Las Casas y el brillo y la consistencia de las arenas de las playas de Punta del Este y Bibijagua.
En 1996 llegó a las huestes del BNC llena de medallas y lauros, que con un disciplinado trabajo la condujeron al rango de Primera bailarina desde el 2005. A partir de entonces la solidez de su técnica, su expresividad y amplio diapasón estilístico la han convertido en una intérprete esencial, capaz de moverse en un amplio registro que va del romanticismo de Giselle hasta la libérrima Carmen, de Alberto Alonso, la Séptima Sinfonía, de Uwe Scholz, Concerto DSCH, de Alexei Ratmansky o el reciente Britten Pas de Deux, del británico Ben Stevenson.
Dani Hernández, nacido en la ciudad de Remedios, inició sus estudios de ballet en 1997 en la Escuela Vocacional Olga Alonso de Santa Clara y los continuó en la Escuela Nacional de Ballet en La Habana, de donde egresó en 2006 para integrar las filas del Ballet Nacional de Cuba. Dotado de un espléndido físico como danseur noble, que le ha permitido brillar en roles como el Albrecht de Giselle, el Sigfrido de El lago de los Cisnes o el príncipe Desiré en La bella durmiente, ha dado muestras de una gran versatilidad estilística en roles como el Don José y el torero Escamillo en Carmen; así como en Aguas Primaverales, el pas de deux Espartaco o Britten Pas de Deux, por mencionar solamente algunos éxitos de su amplio repertorio como intérprete.
En Dani hay también una marcada vocación como maestro y ensayador, que lo convierten en una figura de relevancia tanto en su calidad de intérprete como de pedagogo.
Anette y Dani acaban de enfrentar con clamoroso éxito la reciente temporada ofrecida por el Ballet Nacional de Cuba en la Sala Avellaneda del Teatro Nacional de Cuba. Dominio de la técnica, expresividad, versatilidad y profesionalismo al más alto nivel, han caracterizado sus desempeños. Y el público los ha premiado con grandes ovaciones, doblemente agradecido, por su gran sentido de pertenencia, y el valioso ejemplo que entregan desde el trabajo diario en los salones de clases y ensayos y en los escenarios donde culmina su desempeño como intérpretes.
Honor merecen.