“Tot quant es gela mas ieu non puose frezir”
Arnaut Daniel de Ribeirac
Siglo XII / XIII
Hoy no voy a hablar de pandemias. Tampoco de politología. O literatura cubana. Exorcismo o catarsis —ceremonial apotropaico— mediante, voy a hablar de amor. De amor cortés. En 1968 Camila Henríquez Ureña señaló que si bien la Edad Media ha sido considerada “época poco propicia a la creación artística, ese criterio no aparece justificado por los hechos”. Los siglos del X al XIII fueron escenario de tal cúmulo de acontecimientos que bastaría alguno de ellos para hacernos reconocer el enorme impacto que representaron: Inquisición, Cruzadas, surgimiento de lenguas romances, conquista normanda de Inglaterra, Reforma Gregoriana, aparición de herejías cristianas, órdenes mendicantes, primicias de burguesía, constitución de gremios, auge del comercio y de la vida en ciudades, cisma religioso. Entre tales hechos no puede obviarse la particular concepción del amor —de la música y de la poesía— que nace en Provenza.
No pocas veces de lo pequeño suele emerger lo grande. De la mística de unas tribus de Judea nos llegó el Antiguo Testamento. Más tarde de la mano de los hechos y decires de Jesús de Nazareth brotará una de las tres mayores religiones mundiales. Roma dejó de existir en cuerpo ante el empuje de las hordas bárbaras, antes sin embargo, la religión de uno de sus conquistados hubo de vencerla en espíritu. Nuevos imperios se encargaron de llevar el credo a nuevos súbditos. La épica de Moisés, junto al vía crucis cristiano, es hoy la sacra lectura de la mitad del mundo.
El siglo VIII ane, en el Lacio de la Italia central, fue el locus de un pequeño pueblo de pastores y agricultores. Esbozaron los rudimentos de la misma lengua que, más tarde, llevada al summun de la elocuencia, utilizaría Cicerón para dirigirse al Senado, la misma de la que se sirviera César para describir su conquista de las Galias. De la voz de sus legionarios —y los trazos de sus escribas— llevó Roma el latín a casi toda Europa. Jesús hablaba arameo y griego; los judíos se negaban a emplear el latín de los conquistadores, fue esa, sin embargo, la lengua en la que se evangelizó Europa. De ella cada pueblo tomaría lo suyo, desde las enmiendas emergerían las lenguas romances. La lengua primigenia de unos pocos pastores fue sustento de la poderosa estructura idiomática que hoy permite comunicarse a millones de seres humanos.
“(…) si bien la Edad Media ha sido considerada ‘época poco propicia a la creación artística, ese criterio no aparece justificado por los hechos’ (…)”.
De Provenza, pequeño sitio en el suroeste francés, llega desde la Baja Edad Media, el eco de un lirismo y una idea del amor que llenará todo Occidente. El mundo. A este último brote genésico se han referido multitud de historiadores, sicólogos, medievalistas, escritores, sociólogos, religiosos, filósofos. Diversas son las teorías sobre los orígenes. Ninguna de ellas —por separado— parece aportar explicación convincente sobre la génesis del fenómeno. De alguna manera este hecho vincula el modus vivendi feudal con elementos lingüísticos, artísticos y religiosos. Religión, arte, lengua y amor: mixturas de un mismo odre.
En Italia las primeras evidencias de una lengua romance —escrita— datan del siglo X. Del castellano antiguo no existen pruebas antes de ese siglo; el flamenco se hablaba ya alrededor del año 1100 en la zona que ocupa hoy el actual territorio de Holanda. Más al este, se comenzó a hablar una lengua basada en el alemán superior; los primeros textos en catalán datan del año 1150: una traducción del Liber Iudiciurum, al que siguen el Forum Iudicum y el Homilies d’ Organya, en los siglos XII y XIII. Antes, el matrimonio de Ramón Berenguer III y Dolca de Provenza, condicionó la aparición de poesía culta escrita en lengua provenzal. En Occitania, desde el siglo IX, los monjes empleaban el provenzal para comunicarse con los pobladores. El manuscrito más antiguo en lengua provenzal, un poema, data de alrededor del año 1000 y fue hallado en Saint Martial de Limoges. En el siglo XI aparecen fórmulas jurídicas escritas en esa lengua y una traducción de los capítulos XIII al XVII del Evangelio según San Juan; único Evangelio aceptado por los cátaros. A finales del siglo XI estaba lista la lengua para que Guillermo de Poitiers, duque de Aquitania, la emprendiera con sus poemas.
Guillermo de Poitiers, VII conde de Poitiers y IX duque de Aquitania, nacido en 1071 y fallecido en 1126, fue un caballero medieval cuya biografía se nos antojaría hoy mítica y desaforada. Descendiente de los duques de Aquitania, se le procuran excelentes tutores, a la edad de 10 años logra leer en idiomas claves para la época: latín, hebreo y griego. Domina varios instrumentos musicales. A los 15 años era ya duque, a los 16 guerrea junto a Felipe I de Francia. A los 20 años se casa con Felipa Matilde de Tolosa, viuda de Sancho V, rey de Navarra y Aragón. En 1101 se lanza a la Primera Cruzada, las crónicas le hacen poseedor de un escudo sobre el que hizo grabar la corpórea desnudez de una de sus amantes, la vizcondesa de Caftellerault: es mi voluntad llevarla de inspiración a como hemos estado juntos en el lecho, declaraba a quienes, asombrados, contemplaban tan poco bélico talismán. Más tarde casaría a su hijo Guillermo X con Aenor, primogénita de la vizcondesa. Estos serían los padres de la célebre Leonor de Aquitania, a la que en virtud de sus matrimonios con Luis VII y Enrique II tocaría en suerte ser reina de Francia e Inglaterra. Hombre muy rico —sus tierras excedían a las del mismo rey de Francia— en su corte encontraron festivo albergue poetas, trovadores, juglares y sabios. Si alguien dudase de su mítica progenie, agréguese que será bisabuelo del legendario Ricardo Corazón de León[1]. A Guillermo IX de Aquitania se le considera el primer poeta en lengua provenzal: el primero de los trovadores. Algunos sostienen que le corresponde el mérito de iniciar a la lengua vulgar en el misterio de la poesía. Escribió, según se dice, unos 500 madrigales en dialecto limusin de los que apenas se conocen hoy poco más de una decena. Ello le ubica en los orígenes mismos del amor cortés; la peculiar concepción del amor que naciera en Provenza.
Dudoso resulta que Guillermo haya resultado el primero en las lides del laúd y el poema. La actividad poemática de Guillermo puede ubicarse a inicios de la última década del siglo X. Mecenas de tantos, justo es sostener que tales coexistían junto a él —quién sabe si alguno ni tan poderoso ni de tan impactante progenie le antecediera. Difícil es hoy demostrarlo, imposible no suponerlo. En cualquier caso Guillermo, al resultar el primer trovador provenzal del que se posee evidencias documentales, puede considerarse un detonante poético sin igual: tres o cuatro décadas más tarde Occitania se inunda de trovadores, la mujer deviene centro de idealizaciones, las reglas del trovar y la cortesía amorosa se expanden al norte, al oeste, a Cataluña, detrás de los Pirineos, al este hasta llegar a Alemania, se hacen a la mar para dominar Inglaterra. Durante casi 200 años toda la zona bulle animada por un intensísimo espíritu festivo en el que trovadores, troveros, juglares, minnesinger, vagantenlieder, goliardos y fabliaux, seres de los más disímiles estamentos sociales[2] unen sus voces en variopinto coro, cuyos ecos dejarán impronta indeleble para la posteridad. Difícilmente las causas puedan ser debatidas en unos pocos folios. Los temas serán diversos: amor puro —más tarde podrán encontrarse los ecos en el binomio clásico Shakespeare / Cervantes—, desenfreno sexual —del que serán deudores Boccaccio [3] y la picaresca—, burlas y ataques a la iglesia, juergas, tabernas, guerras. Complejo resultaría establecer si algún tema precedió a otro. El suizo Denis de Rougemont sostiene en Amor y Occidente que el fabliaux surge como reacción al fins amors. A menudo en un mismo trovador temas corteses y fabliaux se entreveran. Concentrémonos en aquellos que cantan al amor más puro, el fins amors, lo que en el siglo XIX sería bautizado por Gaston Paris como amor cortés. Ningún otro tema fue capaz de generar un modus vivendi, una ética y una estética que, al lírico compás de letra y música, dejara tan profunda huella espiritual en la historia. Hoy se conocen los nombres de más de 400 trovadores, alrededor de 2000 poemas. Mínima muestra de quienes se afanaron en ese empeño.
Cómo logró surgir, penetrar todos los intersticios de la sociedad y cobrar inusitado auge semejante espíritu musical, poemático, amoroso y festivo en aquel entorno de herejes, inquisidores, cruzados, hogueras, supliciados, guerras, órdenes mendicantes, injusticias rampantes, nacientes menestrales y caballeros feudales, es ¡todo un enigma! Aún después de muerto Guillermo IX de Aquitania jugó importante papel en ello: ahí está su nieta, Leonor de Aquitania, para probarlo. Leonor conminó a muchos a viajar al norte para hacer escuchar sus canzos; de este empeño emergería el lirismo de los troveros en lengua de oil. Crea también las llamadas cortes de amor [4]; parodia jurídica donde se dirimían culpas relacionadas con el amor de tal por cual, cortes que emitían arretz, sentencias que sin contar la coerción de manu militari eran fielmente obedecidas. María de Champaña,[5] hija de Leonor y trovatriz ella misma, comisiona a un monje, Andreas Capellanus, para escribir un compendio de amor cortés: De arte honesta amandi. Esta pasión familiar por la poesía y el amor es única en la historia de la civilización occidental. Mas recelemos. Por pujante que resulte el empeño de la más encumbrada y atrevida de las familias, si el amor y la poesía no hubieran lanzado sus raíces a lo más profundo de aquella sociedad, difícilmente habría tenido lugar movimiento de tan vastas proporciones. No es desde el empeño de una familia como se explica la Historia.
Ezra Pound asegura que desde los trovadores provenzales emergió toda la lírica moderna. Según Pound, Dante Alighieri estudió profundamente esas creaciones, en especial, aquellas que se atribuyen a uno de sus más grandes exponentes: Arnaut Daniel de Ribeyrac, empeño que lo llevó a las fuentes originales, o sea, a la comprensión y lectura de la propia lengua provenzal. De la misma opinión resulta Denis de Rougemont quien señala los rumbos posteriores del arte provenzal: Dante y Petrarca llevan la herencia a la península itálica —y desde la fuerza de sus genios a la literatura universal—; los minnesänger a Alemania; antes, en 1154, Leonor de Aquitania —al casar con Enrique II Plantagenet, rey de Inglaterra— hace cruzar el Canal de la Mancha a toda su corte de trovadores. Al contraer nupcias con el rey francés hubo de llevarlos antes a París.[6] Octavio Paz sostiene que tras la invasión de Simón de Monfort a Occitania en la llamada Cruzada Albigense los trovadores se dispersaron por España e Italia. Pound desdeña implicaciones espirituales o sociológicas: poéticamente hablando, según él, somos herederos de la lírica provenzal. El amor en Shakespeare, Cervantes, Petrarca, Dante y Goethe tendrá los inefables estigmas de Provenza. La espiritualidad fecunda a la poesía y esta multiplica la espiritualidad. Es efecto que deviene causa. Todos no escriben poesía, no todos suelen leerla, ¡todos sin embargo aman! Esa es la mayor implicación sociológica e ideosincrática de Provenza. Paz, Lacan y Rougemont se refieren a ella. De Provenza, pequeña comarca del suroeste francés, parte una cruzada, esta vez del espíritu, que conquista Europa. Siglos más tarde se expande a todo el mundo. Una cruzada que no se propone rescatar la Tumba del Señor. En puridad… se propone rescatar de una tumba de desprecio y modorra a… la mujer. A las señoras.
“(…) El amor en Shakespeare, Cervantes, Petrarca, Dante y Goethe tendrá los inefables estigmas de Provenza. La espiritualidad fecunda a la poesía y esta multiplica la espiritualidad (…)”.
Los que enfatizan el origen del amor cortés desde el cristianismo intentan vincularlo al culto mariano. En el Oriente hubo una devoción mariana en el siglo IV, el Ave María —que emergeen el siglo III desde la liturgia de Santiago— fue adoptado por devoción popular en el siglo XI. A fines del siglo X —y durante todo el siglo XI— tiene lugar un auge en la adoración a María. Una suerte de transustanciación llevaría el culto de la sacra María al resto de las mujeres. Ese culto bebe del amor cortés: la Iglesia sacraliza lo pagano del fins amors en el culto femenino a la Virgen.[7] Como prueba se suele citar a Gonzalo de Berceo, quien escribiera Los milagros de Nuestra Señora. Pero Gonzalo de Berceo nace en 1198, en Castilla: cinco o seis décadas después de lo que algunos señalan como el punto de mayor auge del amor cortés en Provenza.
Se intenta explicar el status de la mujer en el fins amors como reminiscencia del matriarcado, el culto a diosas —como Isis— y elementos llegados a Provenza a partir de los cruzados. Los templarios trasladaron a Europa elementos de la filosofía maniquea y el culto a las dos mujeres de mayor impacto en la vida de Jesús: las dos Marías —la madre y la de Magdala, la espiritualidad concebida sin pecado, arquetipo erótico restituido y puro desde el perdón otorgado por el hijo de Dios. Una tradición del siglo XI sostiene que María Magdalena viajó con Lázaro y Martha a evangelizar Provenza, pasó sus últimos 30 años en La Sainte Baume, una caverna de los Alpes Marítimos; que reliquias suyas se guardaban en la Abadía Bezelay de Borgoña, y poco antes de su muerte se le trasladó a la Capilla de San Maximino, donde recibió los postreros sacramentos y fue sepultada.
Otros, partiendo de la reconocida existencia en Provenza de hebreos ortodoxos —y cabalistas—, se refieren a la mística hebrea. Tomemos el Zohar, escrito en el siglo XIII —allende los Pirineos— por Moisés de León. Para el Zohar Dios es mitad masculino y mitad femenino, la unión de los amantes en la cópula reverencia a Dios, a Dios se llega al penetrar en la Shejinah, ¡mas también desde el abrazo a la mujer! Dios marca el órgano sexual de Abraham con la letra Hei —la doble H de su impronunciable nombre— lo que hace sagrado el ejercicio sexual. Un profundo erotismo emana del Zohar: un erotismo que, sin embargo, define negativamente a la mujer; se trata de un erotismo fálico que guarda pocas similitudes con el amor purus de Andreas Capellanus. Recuérdense las influencias que, según Paz y Rougemont, llegan a Provenza desde al-Ándaluz. Puede que a la vera de Moisés de León llegaran ecos de los temas provenzales. Un lector receloso podría sospechar. Obsérvese el siguiente párrafo: “…el amor intenso… sólo puede ser expresado por un beso, un beso… en la boca…, fuente y lugar de la salida del espíritu. Cuando se besan… los espíritus se unen, devienen uno y entonces el amor es uno”.
La integridad eclesiástica exhibe en el siglo XI hábitos algo maltrechos.[8] El pecado de simonía cobra tanto auge que la Iglesia deviene feria. Menguada su hegemonía entre ciertas capas de la nobleza —hecho marcado entre los novísimos elementos burgueses y los menestrales, sin que se excluya a cierta porción del campesinado— la Iglesia apoya el surgimiento de órdenes que, a partir del rigor de sus reglas, pretenden recuperar el prestigio perdido: dominicos, franciscanos, cistercienses. Se fraguan herejías: al Oriente predican paulicianos y bogomilos; en Occitania las prédicas de Pierre de Bruys logran adeptos; los valdenses cosechan prestigio. Cierta herejía toma inusitado auge —coincidiendo en espacio y tiempo con aquellos que se afanan en poematizar y bendecir damas—: al localizarse en la ciudad de Albi, se les llama albigenses; más tarde se les llamará cátaros, del griego katharos —puros. La religión, para preservar el cuerpo de la ortodoxia, se torna matadero: aún sin constituirse la Inquisición las llamas comienzan a devorar cuerpos, valdenses y cátaros en Francia son asados por el poder eclesiástico atados a una estaca, mientras… se muere a más y mejor en las Cruzadas. En ese entorno un boom de trovadores —reyes, duques, condes, monjes, artesanos, burgueses y hasta seres de la más dudosa condición— se empeñan en cantar al amor, cunde una ideología amorosa, un modus operandi, normas, reglas, escalas para el servicio a la amada, un rito para el cortejo, ¡una sociedad dentro de la sociedad!
Denis de Rougemont fue quizá el primero en señalar al amor cortés como herejía del cristianismo, específicamente del movimiento cátaro. Lo mismo afirma Lacan, que en tres ocasiones en sus Seminarios se refirió a Provenza. Octavio Paz, sin embargo, lo niega. De los criterios el más enfático es el de Paz. Rougemont analiza cada una de las posibles influencias —reacción antifeudal, anticlerical y antimatrimonial, influencias del cristianismo e islamismo, escritores árabes y prácticas del al-Ándaluz, del misticismo oriental, el llamado maniqueísmo iranio, del neoplatonismo, del paganismo, de las leyes de caballería, de las canciones de gesta— mas privilegia la tesis del papel del catarismo en la génesis. Rougemont llega a defender una tesis absolutista —de acuerdo con Rougemont, el romanticismo es solo amor cortés secularizado— y herética: la no existencia del amor hasta la Provenza del siglo XII, idea que Paz aceptaría, abandonándola después, en favor de que Provenza produce una idea del amor, circunscripta a un espacio/tiempo, no la emoción del amor, común al género humano.
Lacan, en el Seminario 7, capítulo XI, El amor cortés en anamorfosis, coincide con Rougemont y propone buscar los orígenes del amor cortés en la atmósfera religiosa, más específicamente, en el catarismo. Y se introduce en el psicoanálisis para explicar la génesis del amor cortés. En 1960 sostiene que “la creación de la poesía consiste en plantear, según el modelo de sublimación propio del arte, un objeto al que se designaría como enloquecedor”. Diez años después Lacan retorna al tema para sostener que el amor cortés “es una manera muy refinada de suplir la ausencia de relación sexual, fingiendo que somos nosotros los que la obstaculizamos”. Los especialistas, sin embargo, no logran consenso en cuanto a la renuncia al sexo en el amor cortés: el amor mixtus de Capellanus lo desmiente. La existencia, citada por Paz, del drutz o amante carnal, también. De acuerdo con los preceptos lacanianos, Provenza significa una modificación histórica de Eros: la sublimación “eleva el objeto a la dignidad de la Cosa”. Su célebre Das Ding. Traducción: se asiste a la sublimación de la Dama. De la mujer. Los versados en psicoanálisis lacaniano harán las delicias con este tema.
Octavio Paz define Occitania como zona de ricos señoríos feudales semindependientes —por aquel entonces no regidos por el rey francés sino vinculado a la corona de Aragón. Nobles de ambos sexos solían pasar la infancia en monasterios, ello les llevaba a dominar música, poesía, canto, latín. Les unía una misma lengua: la lengua de Oc, el regionalismo propiciado por el escaso poder central no les cierra al mundo: es una sociedad abierta, a medio camino de los burgos de la península itálica y los territorios allende los Pirineos. Los contactos con al-Ándaluz eran estrechos, y un importante grupo de árabes y judíos practicantes vivían en la zona. El conocimiento del mundo oriental llega desde las I y II Cruzadas, gestas en las que participaron no pocos trovadores y caballeros provenzales. Los árabes, llenos de la herencia neoplatónica, la transmiten a Occitania. Las Cruzadas facilitan los contactos con las diversas herejías dualistas de Oriente. Las ciudades, bajo el fenómeno de los consulados, logran una importante dosis de libertad frente al poder feudal: es el despertar de las relaciones monetarias mercantiles, de oficios propios de menestrales; el auge de los gremios de artesanos, entre ellos, el de tejedores, oficio muy usual en Provenza. El comercio, casi tan poderoso como en los burgos itálicos, condicionó la celebración de importantes ferias a las que acudían comerciantes de toda Europa. La mujer, asegura Paz, alcanzó una libertad desconocida para ella en toda la Edad Media. Sucesivos papeles le habían asignado el credo de celtas, galos, romanos, germanos, los dictados del cristianismo, las influencias árabes. Los matrimonios, como era característico en la Edad Media, tenían la escasa virtud espiritual de resultar meros trámites en función de establecer alianzas, lograr mayor poder o duplicar tierras. La Iglesia, al santificar esas uniones y regir sus anulaciones, lograba enorme poder. El continuo quehacer bélico, los torneos o cacerías de los señores condenaba a las damas a la soledad de los castillos. Libre de la tutela de un marido —al que no le ataban lazos estrictamente afectivos— las causales y condicionantes de la infidelidad estaban creadas. Infidelidad que aludía más al espíritu que al cuerpo —materia tomada por el esposo en virtud del sexo y del logro sucesorio—; el alma, en cambio —no pretendida por el esposo— se entregaba a quien con mayor desgarro, espiritualidad y elocuencia la pretendiera. Recuérdese que la moral clerical identificaba el placer sexual como símbolo del pecado, restringía el acto sexual al matrimonio, obligando a renunciar ¡en el mismo tálamo nupcial! a prácticas no vinculadas a la procreación. La épica de gestas guerreras, al menos en Occitania, aburría.
“(…) De Provenza, pequeña comarca del suroeste francés, parte una cruzada, esta vez del espíritu, que conquista Europa. Siglos más tarde se expande a todo el mundo (…)”.
Si el mundo real deviene ajeno, el espíritu fabrica mundos propios; si muere el espíritu, se le hace renacer; si las relaciones de poder asfixian… se las trastoca; si la ideología niega, se la reconfigura para que afirme. Los poetas en Provenza crean entonces una singular idea del amor. Los dictados llegan desde el zeitgeist, el hegeliano espíritu de la época. Se obvió el espíritu. Preciso es tenerlo en cuenta. Se desdibujó a Dios. Urgía regresar a Dios: ¡reubicándolo! ¡Corporizándolo! De ahí que algunos llamaran al amor cortés religión de amor. Si la Iglesia deviene cueva de ladrones, las herejías pretenden sanear la vida espiritual; si el señor feudal compra ventajas en la piel de una mujer a la que desdeña, ¡ah, otros hombres harán de esa mujer el centro! Se subvierte el meus dominus —mi señor, tratamiento que corresponde al señor feudal—, para reubicarlo en el midons —mi señora, atributo que confiere señorío y poder a la dama. Se desprecia el latín —lengua de obispos y de reyes— en virtud del empleo del occitano —lengua vulgar. Amor, poesía, religión y lenguaje: mixturas de un mismo odre. Respuestas. Mundos fuera del mundo. Enrevesada mezcla de religiosidad, arte, espiritualidad y… poder. La ideología reafirma, las relaciones de poder trastocan.
Los poetas no le llamaron amor cortés. Le llamaron fins amors: amor fino, puro. Los autores disienten en cuanto a la estructura del rito. Según Octavio Paz existía una escala dividida en dos secciones: iniciación y ascenso. Se instituye el servicio a la dama conformado por tres etapas: pretendiente, suplicante y aceptado. Al aceptar al amante este se arrodilla y la dama le besa la frente. Transmutación del consolamentum cátaro. Algunos incluyen una cuarta etapa: el drutz o amante carnal. De acuerdo a Andreas Capellanus en el amor purus se tiene el derecho de gozar del cuerpo desnudo de la amante —no de la cópula—; en el amor mixtus, esta se consumaba. La mayoría suele excluir el himeneo bajo el estigma de que la posesión carga con el deseo al matadero, antes, el amante se sometía al assai; periodo de prueba en el que se concedían y tomaban libertades, la dama accedía a ser contemplada en sus más íntimos momentos: irse al lecho a la noche; abandonarlo en la mañana; la desnudez primera; dormir juntos; caricias; asistir al baño de la dama, a su desvestirse o acicalamiento, un enorme potencial erótico que, de mutuo acuerdo, podía quedar —o no— recluido en la fase precoital, en la temblorosa epidermis de los cuerpos. El alma, en cambio, quedaba enredada en un poderoso laberinto de implicaciones, sacrificios, actos de heroísmo, entrega absoluta, delirios, nostalgias, se afrontaba —y se estaba presto a recibir, con el fanatismo que suele aportar la humana devoción— hasta la muerte en nombre de la dama. Todo fabulosamente aderezado de vers y de so: en la sonora lengua de Oc ¡música y poesía!
“Los poetas no le llamaron amor cortés. Le llamaron fins amors: amor fino, puro (…)”.
Octavio Paz no coincide en cuanto al origen cátaro del amor cortés: rechaza la idea del dúo Rougemont-Lacan. Afirma que hubo pocos trovadores cátaros, y ninguno de ellos, ratifica, escribió poesía amorosa. Cita un cúmulo de ideas cátaras —transmigración de almas, oposición de luz y tinieblas, carácter malsano de la vida material y del cuerpo, vegetarianismo, castidad, suicidio— para enfatizar que ni una sola de ellas coincide con el ideario del fins amors. La coincidencia del catarismo y el amor cortés, en cuanto al rechazo del matrimonio, explica Paz, tenía causas disímiles: engendrar hijos era perpetuar la materia, obra de Satán, a lo que se agrega ser el matrimonio vínculo sostenido desde el interés. Quizá el argumento más fuerte de Paz es aquel que presenta a los cátaros como enemigos del amor al atar el alma a la materia. A cátaros, trovadores y amantes los une sin embargo enfrentar en 1209/1213 la invasión de Simón de Monfort, nos dice Paz. La tesis del mexicano, expuesta en La llama doble. Amor y Erotismo (1993) —bellísimo ensayo que constituye documentada y lírica bitácora del amor en la civilización occidental— no destierra el debate.
Más allá de la mera coincidencia en tiempo y lugar, el amor cortés y el catarismo, fueron ideologías interclasistas aceptadas y sostenidas con devoción total. Si bien la igualdad entre cátaros tenía sus cimientos en la propia doctrina —voto de pobreza, deber de ejercer un oficio—, la igualdad en el amor cortés no se extendía a elementos ajenos a la nobleza: difería el trato que recibía una bella pastora con el que se confería a una Dama. En el catarismo la mujer podía alcanzar las más altas dignidades; en el amor cortés no obstante constituirse la dama en centro idealizante no falta quien sostenga que tal condición le llega por voluntad y favor de aquel que le canta y le ama ¡se trata de un enfoque típicamente masculino en función de lo masculino! Los cátaros eran no violentos, enemigos de guerras, mientras muchos trovadores y amantes eran duchos en el manejo de armas, que no dudaban en usar; los cátaros eran jurados enemigos del poder, amantes y trovadores encontraban asilo y entorno idóneo en las más encumbradas cortes de Francia, Inglaterra, Aragón, o eran ellos mismos nobles que detentaban no desdeñables dosis de poder —reyes, duques, condes, vizcondes. El análisis cronológico indica que gérmenes de catarismo se agitaban ya en Provenza cuando aún distaban varias décadas para que se asomara al mundo la testa de Guillermo IX de Aquitania. Cátaros y trovadores hablaron una misma lengua; despreciaron a la Iglesia; sintieron especial amor por su tierra; repudiaron el matrimonio, y nadie descarta que elementos heréticos aparezcan —metamorfoseados— en el fins amors. Las fórmulas del vasallaje feudal se replican también en la herejía cátara y en las reglas de cortesía amorosa. Desde el macrocosmos social al micromundo privado. Difícil resultaría establecer el orden de precedencia: puede que ambos —catarismo y amor cortés— hayan tomado del vasallaje ciertas fórmulas y las hayan reubicado en sus respectivos mundos.
Fue Huizinga quien abrió toda una era al escribir sobre el aspecto lúdico de la cultura. Otros lo han extendido después hacia el impacto de lo lúdico en la historia humana. Inventarse un mundo fuera del mundo tiene mucho de lúdico. Escindirse del mundo real. El amor cortés intentó hacerlo. Fue un mundo virtual inmerso en el real: un mundo que pugnaba por separarse del mundo. Unmundo otro. Jorge Luis Borges sostenía nuestra condición de romanos en el destierro. No poco debemos a Roma: hablamos una lengua romance; somos mayoritariamente católicos y jurídica o políticamente las deudas no pueden negarse. Espiritualmente, sin embargo, no es el alma de Roma quien hoy nos hace latir/sentir. Millones de seres en el mundo no hablan una lengua romance o no creen en el Dios de los cristianos ¡mas la totalidad de los humanos aman! y el modus operandi amatorio, el del espíritu —no el del cuerpo, del que tanto se habla hoy— está conformado por un pesado —y muy bien estructurado— morral de herencia cultural. El sexo llega desde la biología; la práctica erótico/amorosa desde lo cultural. Esa herencia, la cultural, recibe los ecos de un tiempo y de un lugar: Provenza, Languedoc, Occitania, ¡un sitio donde la dama al aceptar al caballero besa su frente y este, de rodillas, la llamaba midons —del latín meus dominus, mi señor, [9] ¡ah, el lenguaje y las relaciones de poder! La palabra señor en la Edad Media tenía connotación de dominio. La mujer divinizada diviniza a quien la ama. Nace una poética ad hoc. Los galenos de la Edad Media legarían a la posteridad las manifestaciones de una patología que habría escandalizado indudablemente a Platón: el hereos, la enfermedad de amor. No fue el romanticismo del siglo XVIII el útero de todo eso. Fue Provenza. Octavio Paz sostuvo nuestra condición de occitanos excéntricos. Parafraseando a Borges podríamos decir que somos provenzales en el destierro.
No existen hechos humanos que puedan explicarse desde enfoques unilaterales. El tema es vasto, sus nexos tan disímiles que toda explicación e interpretación se hace ardua. Ello acentúa el misterio. El amor, la religión, la poesía, el lenguaje —y, por supuesto, la Historia—, bullen henchidos de misterio, esa sacra majestad.