Ambrosio Fornet: un intelectual convincente
Lector insaciable, temprano aprendió a elegir las palabras correctas y ordenarlas “con gracia y malicia”, a la usanza de los taumaturgos antiguos.
Mientras su avidez por el conocimiento moldeaba aquel que llegaría a ser, aguzó el sentido de la orientación y el espíritu crítico.
Martí, Dostoievski, Ortega y Gasset, Kafka, Unamuno y Herman Hesse despertaron en él una vocación a la que no todos llegan antes de la madurez: trascender el hecho de informarse o buscar puro deleite a través de la lectura, para aproximarse a zonas inexploradas de nuestro propio ser y luego lanzarse a la formulación de preguntas y respuestas sobre el universo y el lugar que en este ocupamos.
Con tales arpegios, Ambrosio Fornet se erigió, sobre todo, como un intelectual convincente. Y también en uno de los pilares de nuestra cubanía pensante. Por eso duele tanto su partida este 5 de abril, a pocos meses de que cumpliría 90 años de fecunda y lúcida existencia.
“Ambrosio Fornet se erigió, sobre todo, como un intelectual convincente. Y también en uno de los pilares de nuestra cubanía pensante”.
Nacido en Veguitas, Granma, el 6 de octubre de 1932, su ruta como creador se inaugura con cuentos y narraciones breves para, además de ejercer como editor, investigador y profesor, durante más de seis décadas hacer del género ensayístico su reino.
Como a otros jóvenes intelectuales de su generación, la dictadura de Batista lo obligó a seguir el camino del exilio. Durante su estancia en Nueva York, como periodista y cuentista escribió para las revistas Carteles y Ciclón, respectivamente. Pero en 1959 decidió regresar a Cuba y desarrollar aquí su misión literaria.
El periódico Revolución y su mítico suplemento de los lunes le abrieron las puertas. Allí compartió ilusiones, partos y angustias junto a un puñado de contemporáneos que, en poco tiempo, inscribirían sus nombres en los predios más encumbrados de la ensayística y la narrativa: Lisandro Otero, Edmundo Desnoes, Jaime Sarusky, Walterio Carbonell…
Trabajó luego con Alejo Carpentier en la Editorial Nacional. Desde entonces, además de testigo excepcional del entramado editorial cubano de la década de los 60 y uno de los más sistemáticos cantores de gesta de sus avatares, se consagró al estudio de su devenir histórico y legó una obra monumental que se llama El libro en Cuba, de culto no para bibliófilos, sino para la academia y para muchísimos editores, correctores, maquetadores, impresores y otros integrantes del gremio.
Con periodicidad, asumió proyectos editoriales y todos los supo llevar a buen puerto. Se desempeñó también, con éxito, como guionista cinematográfico, e impartió talleres y cursos sobre esa disciplina.
Fue multifacético y generoso con todos, especialmente con los jóvenes. Aun en su ancianidad conservó aquello que tanto lo distinguió: acuciosidad, modestia, perspicacia y un admirable sentido del humor.
Conocedor y narrador experto de nuestro pasado, hace muchos años le escuché una de esas sutiles jocosidades que responden a una verdad irrefutable: dado que los viajes seguían siendo por mar en las postrimerías del siglo XIX, los separatistas apodaron “cubanos pasados por agua” a los autonomistas que se trasladaban a la metrópoli.
“Fue multifacético y generoso con todos, especialmente con los jóvenes. Aun en su ancianidad conservó aquello que tanto lo distinguió: acuciosidad, modestia, perspicacia y un admirable sentido del humor”.
En otra ocasión, tras provocarle una reflexión precisamente sobre nuestra insularidad, me confesó que, en lo que atañe a la identidad nacional y cultural, nunca le dio demasiada importancia a esa “categoría” que tanto ha inspirado y desvelado a pensadores y poetas, tal vez por haber nacido y haberse criado en tierra adentro.
Sin embargo, nunca estuvo en discusión su postura de patriota, de cubano raigal y comprometido hasta la médula con su herencia:
“¿Cómo medir los diferentes grados de cubanidad o, como diría Fernando Ortiz, de cubanía? Ortiz decía que cubano es el que quiere serlo, lo cual equivale a decir que cubano es el que no quiere ser otra cosa: no quiere ser inglés ni francés, tiene un alto grado de autoestima en lo que respecta a su nacionalidad, a su origen… ¿Y eso por qué? ¿Qué tiene este dichoso país que no nos cansamos de quejarnos y hablar mal de él, y sin embargo lo llevamos tan adentro? Algo será”, reflexionó en una entrevista que le hice para estas páginas.
Por su notable trayectoria recibió el Premio Nacional de Edición (2002) y el Premio Nacional de Literatura (2009), y desde 1997 ocupó una butaca en la Academia Cubana de la Lengua, corporación donde animó no pocas investigaciones de gran valor para la cultura cubana.
En los últimos tiempos, aun desde su atalaya del Vedado, Fornet no dejó de aportar, de involucrarse en empeños literarios, de aconsejar, de concebir o planear libros; de producir y de soñar.
Ahora, con su fallecimiento, se despide también una época de creación que casi seguro no volvamos a conocer. Pero quisiera pensar que ha comenzado su sobrevida. Porque a quienes hace rato lo elegimos como faro, el sacerdocio de este hombre discreto y menudo de cuerpo —aunque inmenso como gestor y brillante como intelectual—, habrá de impulsarnos para no permitirnos naufragar.
Tomado de Juventud Rebelde