Ha circulado en estos días la noticia de que Roberto Carlos cumplió 80 años, buen estímulo para terminar un artículo que dormía un largo sueño en estado de apuntes. Eso explica, entre otras cosas, las referencias a medios de transporte público que el autor apenas ha usado en el ya extenso transcurso de la pandemia, pero cuya esencia nada hace suponer que haya cambiado significativamente.
Los tiempos no están para confesiones personales inútiles si se trata de enderezar el destino incierto de la humanidad, pero hay asuntos “ligeros” que llevan implicaciones. Por décadas, quien esto escribe estuvo lejos de simpatizar especialmente con el cantante brasileño nombrado. No porque no apreciara su melodía y su voz, y las orquestaciones que las respaldaban. Unas y otras podrán ser altamente valoradas por especialistas.
Pero, sin necesidad de llegar a juicios tales, cualquier mortal podía entregarse a lo pegajoso de sus canciones y de algunas imágenes que se prendían del aire, como aquella de “convergencia total de cóncavo y convexo”. Por muy elemental que fuera, propiciaba repasar mentalmente las clases de geometría de la secundaria y el pre, que este articulista disfrutó impartidas por profesores estupendos, y hoy sigue aprovechando en la vida cotidiana.
Tal vez ni siquiera el relativo rechazo lo expliquen las dosis de cursilería que podían notarse en el repertorio del cantante, aunque a nadie tiene por qué quitársele de la memoria —o del corazón, para entrar en materia— la importancia que ha tenido y al parecer tendrá eso que suele llamarse lo cursi. Lo han estudiado autores de la talla de Ramón Gómez de la Serna, y un poeta como Nicolás Guillén escribió: “A veces tengo ganas de ser cursi…”, lo que a cualquiera va y le da por “rectificar” para decir: “A veces tengo ganas de ser cursi, pero no a veces, ¡siempre!”
Volviendo a la valoración poco entusiasta de Roberto Carlos, ¿será que ciertos atracones “filosóficos” hacían desconfiar de quien empleaba su voz en proclamar que quería “ser civilizado como los animales”, desiderátum que merecería otro comentario? De lo que no cabe dudar es de que el brasileño tenía una audiencia amplísima, y fanáticos, y sus grabaciones pululaban por todas partes.
Tanto pegaban que —y de eso sí que no hay por qué culparlo a él— estuvieron entre otras que fueron plagiadas. Tal hecho pudo haber sido un delito sin mayores alcances que el propio crimen cometido, de no ser porque lo bendijeron premios otorgados en medio de un entorno en que el bloqueo, y el correspondiente aislamiento, pueden haber hecho que en Cuba floreciera cierto nacionalismo mal entendido.
Cuando recientemente se anunció el retorno del Concurso Adolfo Guzmán, que también daría para comentarios, hubo quienes batieron palmas celebrando lo que estimaban una recuperación imprescindible. Eso se justificará plenamente si por todos los medios se conjura, entre otros vicios posibles, la presencia de males como los plagios, aunque no movilizaran no digamos ya un millón de amigos, sino unos pocos.
Pero lo que, a los oídos del autor de estas notas, hizo decrecer —y no pretende sugerir que haya sido un acierto suyo— la valoración del popular cantante, fue un hecho familiar ocurrido una vez en que en su casa, la del articulista, se oía un casetede interpretaciones del brasileño. La mayor de las hijas —niña entonces— de quien recuerda el hecho, le preguntó: “Papá, ¿por qué ese hombre siempre canta lo mismo?”.
Aunque de ninguna manera pretenda darle crédito de dictamen especializado a la reacción de una niña ante lo que para ella era monotonía cansona, esas palabras le sirvieron al padre para explicarse el aludido decrecimiento. Pero la vida es dinámica, y nos somete a pruebas tremendas. Una la experimentó el autor mientras viajaba —obligado a las presiones de la densa acumulación de cuerpos, voces y olores— en un ómnibus local, que no era el primero ni sería el último del día, ni de años, con esas características.
Haciendo uso de su incontestable autoridad, el chofer condenaba a los viajeros no solo a sacudidas derivadas de su modo de conducir el vehículo, sino al reguetón de su gusto. Y por su parte —cabría decirlo en plural—, algunos viajeros hacían otro tanto con sus reproductores portátiles de música, y otros gritaban a todo pulmón expresiones que estaban muy lejos de ser líricas: a menudo insultos o invitaciones a fajarse a los puños.
En medio de todo eso, y de momento, empezó a oírse una canción interpretada por Roberto Carlos, y fue ahí cuando al testimoniante le brotó interiormente, pero no está seguro de no haberlo exteriorizado con una exclamación: “¡Cómo es posible que antes no lo amara!”. Aquella voz meliflua y pegajosa parecía un envío providencial para salvar al género humano agredido por lo peor del reguetón. Aceptemos que el género puede tener también algo bueno.
Cuando esa expresión musical —admítase que lo es— empezó a oírse, cabía pensar que no duraría más de un par de años. ¡Qué ilusión! Lleva más de veinte sonando a más no poder, y con letras abominables. Y eso no es lo peor, lo peor es la cantidad de personas que lo disfrutan, con lo cual se ha convertido en música de una época.
A la agresiva vulgaridad de muchos de los textos, se suma un pie rítmico que lanza una implacable ofensiva de golpes de bombo contra el hígado y contra el estómago. Como para destruirle el parasimpático al más pinto, aunque haya cantidad de personas que hacen suyo el estropicio y parece que hasta se fortalecen con él.
¿Será que tienen la razón quienes lo disfrutan, y los equivocados son quienes no se lo tragan? Si no es así, y el autor entiende que no lo es, mucho tiene que hacer en el país la educación por todas las vías posibles, sin ganarse el odio de nadie con acusaciones que implican menosprecio personal y pueden ser quizás tan agresivas como el reguetón mismo. En esas vías se incluyen medios de comunicación oficiales, públicos, que hoy, por omisión o por comisión, pudieran a veces actuar como cómplices de lo peor.
En algunos taxis ruteros —en los llamados gacelas, menos rudos y mucho más agradecibles que los denominados camellos— se ve impresa una lista de prohibiciones entre las que se lee “escuchar música”. ¿Será un chiste? Al margen de la confusión, que prospera en todas partes, entre escuchar y oír, ¿cómo puede prohibirse lo que parece estar impuesto, por plantilla y decreto, en los vehículos de transporte colectivo, sean de propiedad estatal o privada, o mixta, o esos que el ingenio popular ha bautizado como estaticulares?
En caso de que el viajero se proponga no escuchar la música, ¿cómo librarlo de oír la que quién sabe cuántos choferes ponen a todo volumen, a menudo reguetón, sin excluir ejemplos de pésimo gusto y obscenidad galopante? Como otros espacios, el transporte público ofrece un reflejo efectivo de la sociedad, y de ese reflejo deberían estar al tanto quienes tienen la responsabilidad de dirigirla. No se puede dirigir bien lo que no se conoce, o se conoce mal.
En busca de brevedad se eluden detalles del ambiente de una de las gacelas que recorrían La Habana en horas mañaneras. Apenas se apunta que un viajero subió con una carga que molestaba en grande a los demás, destinada ostensiblemente a la venta privada: procedía, según sus palabras, de “la panadería de su tío”, cuando todas eran de propiedad social. Por añadidura, traía consigo la ya familiar cajita de ron planchao, y antes de bajarse del vehículo hizo por los menos una libación.
Mucho, muchísimo más podría añadirse en un texto sobre el tema. Pero se requeriría un espacio infinito, y aquí solo se trata de decir que, ante ciertos desafueros, ¿cómo no amar la melodía y la paz que trasmiten las canciones interpretadas por Roberto Carlos? Está claro que hay un inmenso tesoro musical que dignifica y enaltece. Pero ni ese hay por qué imponérselo a nadie, y menos aún con decibelazos que harían insufrible hasta el Claro de luna de Ludwig van Beethoven.