Alimentando una utopía
13/10/2016
Poco a poco se fueron alejando los años 60 y los acontecimientos a ellos relacionados. En ese período se comenzaba a definir el futuro próximo de Cuba como nación, y esa definición implicaba armarse de hombres y mujeres dispuestos a enfrentar el futuro y ser quienes siguieran la ruta trazada por quienes decidieron vivir la utopía de estos tiempos.
Y como hablamos de utopía y de hombres de futuro —hoy se llaman recursos humanos—, los utópicos del momento se atrevieron a invertir recursos y esfuerzos en tal empeño. La música no estuvo exenta de esa vorágine de sueños, lo mismo que el resto de las artes. A tal fin, se funda la Escuela Nacional de Arte para convertir toda la cultura en un patrimonio social y no de élites; o al menos para que cada hombre de esta tierra tuviera una visión desprejuiciada de las artes y así su compromiso con el sueño futuro tuviera un alimento más.
Fotos: Archivo La Jiribilla
Cuba poseía una larga tradición pedagógica en el campo de la música, una tradición de más de un siglo que involucraba nombres de conservatorios como el de la familia De Blanck o el Orbón, por solo citar dos de los más conocidos y prestigiosos. Pero también estaba el Conservatorio Municipal de La Habana; además de cientos de profesores privados de música, de una tradición familiar donde el dominio de un instrumento o de una familia de instrumentos se transmitía de generación en generación.
También estaban aquellos que se habían podido permitir el lujo de cursar estudios en conservatorios de prestigio, lo mismo en Europa que en los Estados Unidos, y que constituían de alguna forma una vanguardia musical muy sólida en la música culta.
Como asidero histórico estaban los movimientos de vanguardia musicales como Nuestro Tiempo o los músicos que estuvieron cerca del Grupo Orígenes. Fueron los años en que algunas sociedades privadas se permitieron el lujo de tener sus propias orquestas sinfónicas o de cámara y Erick Kleiber no temía ser llamado “aplatanado” por su ración diaria de tostones y batidos de fruta en el restaurante Carmelo de la calle Calzada en el Vedado, antes y después de los ensayos de la orquesta que dirigía.
Existía una tradición pedagógica en materia de estudios musicales que vendría a ser complementada con la llegada de profesores venidos del Este de Europa, que aunque no eran capaces de entender la clave y el golpe del tres dos, sí lograban descifrar la natural disposición de sus alumnos cubanos para asimilar sus enseñanzas y superar sus propias expectativas.
Cubanacán —como sería llamada desde entonces aquella escuela de arte— acogería en sus aulas a hombres y mujeres venidos de todas partes, algunos de los cuales nunca en su vida habían visto un pentagrama o simplemente llegaban “encomparsados” para vivir la aventura de estar y vivir en La Habana, y gozar de una libertad social y familiar insospechada.
Cierto es que algunos lloraron de vergüenza las primeras noches, que otros no lograron asimilar y/o superar las expectativas de quienes les evaluaron y propusieron; hubo a quienes las notas le “entraron con sangre” y otros que aprovecharon la oportunidad de acceder a un futuro.
Sus nombres, sus sueños y sus inquietudes se comenzarían a realizar en los años venideros. Ellos serán quienes, desde sus atriles y actitudes sociales y culturales, protagonizarán, junto a sus predecesores, los acontecimientos de las décadas posteriores.
De ellos será el reino de la música cubana y todos sus caminos.