Nuestra Alicia Alonso, quien, por más de siete décadas de vida profesional como bailarina, coreógrafa y pedagoga, con su arte genial contribuyó a poner el prestigio de su Patria en el más alto sitial en las cuatro esquinas del mundo, celebraría en este mes de diciembre dos muy particulares y relevantes aniversarios: el 21, el aniversario 101 de su natalicio, y el 29, el aniversario 90 de su debut como bailarina. Aunque en la triste mañana del 17 de octubre del 2019 nos abandonó físicamente, su magisterio nos sigue acompañando.
Nacida el 21 de diciembre de 1920, en el reparto Redención, popular barriada de Marianao, en un modesto hogar formado por Antonio Martínez Arredondo, teniente veterinario del Ejército, y Ernestina del Hoyo y Lugo, refinada modista, nuestra ilustre compatriota encontró en la danza, desde muy temprana edad, la vocación que guiaría toda su vida. Su ruta estelar se inició en la Escuela de Ballet de la Sociedad Pro-Arte Musical de La Habana, el 29 de diciembre de 1931, al interpretar el Grand Vals de La bella durmiente, coreografiado por su maestro Nicolás Yavorski. A partir de esa fecha, su figura destacó entre el resto del alumnado, en obras como El pájaro azul (1932) Coppelia (1935) y El lago de los cisnes (1937).
Más tarde, el marco que le brindaba la Escuela de Pro-Arte devino limitación, lo que la obligó a tomar nuevos derroteros al tener que marchar al extranjero por el escaso nivel, los prejuicios y el carácter elitista que enfrentaba el ballet en la Cuba de entonces. Trazar su órbita artística profesional es tarea ciclópea, pues abarca desde las comedias musicales de Broadway, el Ballet Caravan, el Ballet Theater, de Nueva York, el Ballet de Washington y el Ballet Ruso de Montecarlo, hasta sus colosales triunfos como estrella invitada de las más relevantes compañías, festivales y galas de ese género artístico en todo el mundo. Su excepcional rango de prima ballerina assoluta no obedeció a una caprichosa petulancia jerárquica, sino al dominio de un vasto repertorio de 133 títulos que abarcaron las grandes obras de la tradición romántico-clásica y creaciones de coreógrafos contemporáneos.
Cuando, el 28 de noviembre de 1995, en el Teatro Massini de la ciudad italiana de Faenza, hizo un alto en su trayectoria como intérprete, ya había logrado establecer un récord difícil de igualar, no solo por el tiempo de vigencia sobre las puntas, sino por el nivel de excelencia con que lo hizo.
Pero la grandeza de la Alonso, para nosotros sus compatriotas, no radica solamente en habernos representado triunfalmente en 65 países, recibir las más atronadoras ovaciones, imposibles de contabilizar, de Helsinki a Buenos Aires, de Nueva York a Tokio o Melbourne, sino en haber puesto todos los honores recibidos, entre ellos centenares de premios y distinciones tanto nacionales como internacionales, al servicio de la cultura de su Patria, revertiéndolos como fruto de un quehacer que ella vio siempre como modesta contribución no solo a su cultura, sino a la cultura danzaria mundial.
En 1953, hace más de seis décadas, al regresar a nuestro país cargada de honores extranjeros, no vaciló en declarar: “Toda mi esperanza y mi sueño consisten en no volver a salir al mundo en representación de otro país, sino llevando nuestra propia bandera y nuestro arte. Mi afán es que no quede nadie que no grite: ¡Bravo por Cuba!, cuando yo bailo. De no ser así, de no poder cumplir ese sueño, la tristeza sería la recompensa de mis esfuerzos”.
“…la grandeza de la Alonso, para nosotros sus compatriotas, no radica solamente en habernos representado triunfalmente en 65 países, (…) sino en haber puesto todos los honores recibidos (…) al servicio de la cultura de su Patria…”.
Esa patriótica postura la había llevado a fundar, junto a Fernando y Alberto Alonso, el 28 de octubre de 1948, el hoy Ballet Nacional de Cuba y, en 1950, la Academia de Ballet que llevó su nombre y tuvo la tarea histórica de formar la primera generación de bailarines dentro de los principios técnicos, estéticos y éticos de la hoy mundialmente reconocida Escuela Cubana de Ballet. Con mano firme ha sabido situar al BNC entre las compañías de mayor prestigio a nivel mundial e inspirar un sistema de enseñanza que hoy abarca la totalidad de la Isla, incluidos talleres vocacionales que son la garantía del futuro del ballet cubano. A ello habría que añadir su papel decisivo en la colaboración internacionalista que, en el campo del ballet, Cuba ha logrado extender a casi medio centenar de países de América, Europa, Asia y África.
Sin embargo, en ocasiones como esta, resulta imperioso decir que hubo otras Alicias que estuvieron más allá de esas hazañas y de sus milagros escénicos como Giselle, Odette-Odile, Swanilda, Lisette, Kitri, Aurora, Carmen, Yocasta, La Diva, Carolina, Ate o Lizzie Borden, por solo citar los más familiares. Es la Alicia guía y mentora que, con su don aglutinador, logró convocar en La Habana, en 26 ediciones del Festival Internacional de Ballet, a las más célebres personalidades de la danza, en una fiesta de arte y amistad que cumple ya 61 años; y está también la Alicia a la que vimos dar la mayor entrega de su magisterio, lo mismo en escenarios de la más alta prosapia que en rústicas tarimas en plazas públicas, fábricas, escuelas y unidades militares, consciente de que al pueblo, cualquiera que este sea, siempre se asciende y nunca lo contrario.
Los que tuvimos el privilegio de estar a su lado, conocimos también a la extraordinaria persona que era, la que con coraje y férrea disciplina no se dejó derrotar nunca por quebrantos físicos, vicisitudes o incomprensiones.
Una vez, 54 años atrás, cuando inició el privilegio de su cercanía, le pregunté por qué disfrutaba tanto festejar cada cumpleaños; sin vacilar, me respondió: “Porque es la reafirmación de que estoy viva y de que me queda mucho por hacer”.
Es a esta mujer ―única y múltiple, real y mítica, a la que muchos admiran como leyenda intangible― a quien rendimos tributo. A ese ser humano que, con su gran sentido del humor, solo prestó atención al devenir de los calendarios para poner en agenda las nuevas coreografías que planeaba crear, los pocos lugares que le quedaban por conocer o los muchos planes por realizar.
Es la Alicia nuestra, esa que, aunque cosmopolita, añoró siempre oír el canto de nuestros gallos, la que gustó del olor a salitre de su Malecón habanero ―donde deseaba comer mariquitas de plátano frito―, la que valoró la mariposa y el coralillo como las flores más exquisitas, o se fascinaba con los adelantos científicos y los misterios del cosmos, la que afirmaba sin dubitación alguna que un día tendría entre sus manos un puñado de debris, el polvo de estrellas que hace millones de años dio origen a la Luna, para hacerse un broche y lucirlo en su pecho el 21 de diciembre del 2170, cuando festejara los 250 años que estaba segura de vivir.
No obstante, creo que se equivocó, porque permanecerá más allá de los siglos, en el misterio grande de su inagotable magisterio. Entre la realidad y el mito vivirá entre nosotros, como la definiera sabiamente Juan Marinello, como “un ímpetu tenaz, frenético, heroico, disparado contra la enfermedad y contra el tiempo hacia la perfección incansable”.