Finalmente hemos arribado a su centenario: esa fecha que desata siempre pensamientos encontrados. A fuerza de bailar, se hizo omnipresente y llegamos a creer, más allá del chiste de ocasión, que en efecto sería eterna. Murió antes de que pudiéramos comprobarlo, y sin embargo su rostro y su nombre han seguido entre nosotros. Reaparece en un programa televisivo, su perfil inconfundible asoma en una cartelera, vuelven a nuestros ojos una y otra vez las escenas de los documentales que han preservado sus mejores entradas a escena. Como si necesitáramos su aprobación para mantener su legado, o antes de arriesgarnos a nuevos desafíos. En cierto modo es comprensible: ella fue un antes y un después. Pero ojalá el centenario nos ayude a comprenderla también en una perspectiva de futuro, y no solo en términos de museo inamovible. O de mausoleo, que sería muchísimo peor.
Ella bailó para que creciera ante nosotros la idea misma de la danza. La conjunción de su talento y el de Fernando y Alberto Alonso hizo posible tal cosa. Fundaron, en Cuba, una noción que acercó al ballet a todo el pueblo, y eso se convirtió primero en una academia, y luego en una escuela de acento propio, como algo que no pocos han calificado de milagro. Y en el centro de ese prodigio se alzaba ella. Ni siquiera su abundante filmografía y videografía nos dejan entender a cabalidad cuán infinitas eran sus posibilidades. Se llamó sucesivamente Giselle, Odette, Odile, Aurora, Carmen. Era el cisne que moría para renacer entre los aplausos. Bailó incluso contra sí misma, contra su pérdida de visión, guiada por luces que dibujaban en su mente otro escenario. Pudo haberse retirado mucho antes, y protagonizó instantes de lujo que habrían dado a su carrera ese cierre triunfal que merecía, como su encuentro con Nureyev, o la gala por los cincuenta años de su debut en Giselle, ese rol que acabó fundiéndose con ella de modo indisoluble. Insistió en seguir danzando para su público, y hoy su recuerdo también tiene que luchar con esa persistencia. Por suerte, un simple repaso al archivo de YouTube nos deja admirarla en sus momentos de verdadero lujo. Línea perfecta, proporciones exactas, carácter y genio, versatilidad y estilo. Parafraseando a Picasso, podría haber dicho: “yo no busco, bailo”. Y nadie podría desdecirle.
“Ella bailó para que creciera ante nosotros la idea misma de la danza”.
En mi infancia, ella danzaba en la pantalla de la televisión, casi siempre junto al rotundo Jorge Esquivel. Y en las páginas de Bohemia donde se le retrataba frecuentemente, o en una colección de sellos que la muestra detenida en el aire, con el traje de joven campesina que desataba ovaciones cuando salía de su casa bajo los acordes de Adam. La vi bailar al final de su carrera: el tablado era una pista de señales que le servían de orientación, y los bailarines se empeñaban en guiarla sobre esa red que nos indicaba cuánto había avanzado su limitación visual, a la que ella respondía con un movimiento de brazos que aún lograba evocar sus mejores tiempos. Cuando el Conjunto de Danza de Ramiro Guerra se presentó en París, se cruzaron con la gran Margot Fonteyn que les preguntó, con dejo burlón: “And Alicia, is she still dancing?” (¿Y Alicia sigue bailando?). Y eso fue a mediados de los 60. Pues sí, y bailó y bailó más, y el Ballet Nacional de Cuba se convirtió en un reino a su imagen y semejanza.
Como toda reina, usó ese poder de modo a veces polémico. Los éxodos que sufrió la compañía eran muchas veces respondidos con el golpe de silencio que aisló presencias, memorias y nombres. Ojalá sirva este centenario para empezar a imaginarla más allá de las hagiografías, para asimilarla en todos sus perfiles, como la bailarina genial y el ser humano que por supuesto fue. Y que la compañía que nos legó empiece a restaurar esos vacíos (ya ha ido ocurriendo recientemente), y a filtrar nuevos aires en su repertorio y en su concepto que, manteniendo el eje de sus fundaciones, logre revivir su memoria más allá de la frase repetida, del lugar común, del elogio que suena a cortesía gastada. La crítica y la investigación deben procurar esos ámbitos. Rebasar lo ya tantas veces dicho. Porque detrás de esa cortina dorada, hay mucho por revelar y descubrir.
“Bailó incluso contra sí misma, contra su pérdida de visión, guiada por luces que dibujaban en su mente otro escenario”.
La recuerdo hoy con agradecimiento, tratando de no quedarme únicamente en la lluvia de pétalos dorados, en el traje de flecos rojos, en el tutú que ella hacía volar como han de hacer los espíritus de las doncellas que mueren de amor, con el corazón destrozado ante lo imposible, y todos esos dejos que se repiten en tantas representaciones. Ella, que fue única, logró multiplicarse en el reflejo de tantas otras discípulas que hoy aspiran a ser parte de ese reflejo. Pienso en los elogios que Fernando Alonso me regaló acerca de sus extraordinarias dotes. Vuelvo a verla como esa Carmen que le arrebató a la Plisétskaya con un ademán de verdadera gitana tropical. Cuando me tendí en el quirófano para operarme de la vista, pensé en ella, que se sometió a intervenciones más complejas y dolorosas pensando siempre en la próxima función, y eso me dio valor. De vuelta a Santa Clara, recordé que mi amigo Rigoberto Andrés del Pino guardaba unas raras fotos tomadas durante una noche en el Gran Teatro en la que coincidieron Alicia, Fernando, Laura Alonso e Iván Monreal. Fue en una jornada del efímero concurso de interpretación Alicia Alonso, que Laura organizó desde ProDanza y el fotógrafo fue Charles McNab. Agradezco a Rigoberto el enviarme la foto de aquella reunión tan excepcional. Es bueno recordarla también entre aquellos que fueron su familia.
De alguna manera, ella se ha sobrevivido. Y nos ha sobrevivido. En un documental de Miriam Talavera, Espiral, ella ensaya para despedirse de Giselle. Se le ve luchando, bajo las rigurosas indicaciones, para mantener la precisión en cada paso: esa hora de sacrificio que luego se disimulará entre luces, maquillaje y ovaciones. Dejó un referente que hace arder esos escenarios donde bailó. Levantó las pasiones que acompañan a una verdadera diva. Construyó, sobre sus propias puntas, un país donde el gozo de bailar lleva inscrito su nombre. Agradezcamos, con lucidez, esa memoria y ese gesto con el cual, Giselle tan nuestra, se lleva en el último minuto, al más allá, ese ramo de flores que adornaba su tumba.
Este artículo fue publicado originalmente en ocasión del centenario de Alicia Alonso, el 21 de diciembre de 2020.