Alejo Carpentier aparece jugando pelota en los arrabales habaneros…
“Alejo Carpentier aparece jugando pelota en los arrabales habaneros y fumando cigarrillos de la marca La flor de Marsans…”. Así se imagina —¿en una finca en Loma de Tierra del periférico reparto El Cotorro?—, el historiador e investigador de temáticas beisboleras Félix Julio Alfonso López, parte de la infancia y adolescencia del gran escritor cuyos ciento veinte años de natalicio celebramos.
En cuanto al referente del tabaco en cuestión, Armando Marsans (Matanzas, 1886-La Habana, 1960) fue un atleta notable, jardinero y jugador de cuadro. Junto a Rafael Almeida conformó, en 1911, la primera pareja de latinos que jugó en las Grandes Ligas en el siglo XX. Miembro fundador del Salón de la Fama de nuestro pasatiempo nacional, por su popularidad dio nombre a esa marca de cigarros de la época.
Aunque el entorno familiar y su salud no eran del todo favorables para una simpatía inicial por el deporte que movilizaba a sus iguales en calles, patios, potreros o solares criollos, Carpentier no fue ajeno a él y captó toda la dinámica y modernidad del béisbol, y su curiosidad innata —del que con el tiempo se convertiría en escritor cosmopolita—, lo llevó a cuestionar la indumentaria de los jugadores, “porque el traje actual del pelotero no favorece, es preciso decirlo, la estética del juego”.[1] Como cualquier niño cubano, este deporte formó parte de su infancia:
[…] desde hacía tiempo estaba yo jugando una base en la novena del Cotorro, novena manigüera, que, un día memorable, puso nueve ceros en la pizarra de la Western Union […]. En aquellos días leía Los orígenes del Cristianismo de Ernest Renán, en una edición de once tomos. Pero esto no me impedía interesarme por la cultura de la pelota.[2]
Carpentier no fue ajeno al béisbol; captó toda su dinámica y modernidad.
En otro momento, así recordaría la apasionada rivalidad deportiva entre los clubes que arrastraban mayor cantidad de seguidores en la sociedad que lo vio crecer, cultura que hizo suya desde los primeros años de su “educación sentimental”, y donde se insertó tempranamente de manera natural, a diferencia de su progenitor con su incomprensión “eurocentrista” de la realidad cubana:
[…] los hombres de mi generación se cansaron de la “cultura física” impartida en el Centro de Dependientes y en la Y.M.C.A., volviéndose hacia la pelota. Era lógico: a la edad en que todo hombre se encierra en los retretes de los colegios para fumar un primer cigarrillo, el cigarrillo que nos tocó fumar salía de una cajetilla donde se estampaba la marca: La flor de Marsans. Y así, como durante la Primera Guerra Mundial decíamos, me siento francés, o me siento alemán, comenzábamos a decir: Soy del Habana o soy del Almendares. Luego llegó una novena de Pittsburg a dar exhibiciones en La Habana. Luego fue el triunfo de Adolfo Luque. “Pero: ¿Es un científico, es un poeta, es un filósofo para que lo reciban así?”, preguntaba mi padre atónito a un limpiabotas de la Acera del Louvre. “Mire, señor, le respondió el aludido: usted no entiende nada de la cultura de la pelota”.[3]
Por diferentes causas el niño que fue Alejo no pudo practicar la pelota como hubiera querido y era usual en los infantes y adolescente cubanos, ya fuera por el asma que le agobió, “descubrí que no podía correr, que no podía jugar, que no podía practicar los deportes”;[4] como por las represiones paternas, “mi padre me hizo sufrir con todo (…) si jugaba a la pelota, insultos…”.[5] El sabichoso limpiabotas tenía toda la razón: Georges Carpentier no sabía nada de “la cultura de la pelota”.
En Écue-Yamba-O (1933) —“la suerte está echada” en lengua abakuá—, la primera novela de Alejo Carpentier, obra a la que, con el paso del tiempo, juzgaría con meridiano rigor crítico, con múltiples reparos por considerarla como un “libro que se resiente de todas las angustias, desconciertos, perplejidades y titubeos que implica el proceso de un aprendizaje”, el notable narrador incorpora en una representación orgánica diversas menciones sobre la pelota, incluso uno de sus personajes es un pelotero: “Menegildo imaginaba sobre todo, como un héroe de romances, a aquel Antonio, primo suyo, que vivía en la ciudad cercana, y que, según contaban, era fuerte pelotero y marimbulero de un sexteto famoso, a más de benemérito limpiabotas. ¡El Antonio ese debía ser el gran salao…!”.
Más adelante, aparece el episodio de la visita de “los Panteras de la Loma” (sic), que le propinó nueve ceros a la novena del Central San Luis, y en el que el negro Antonio se presenta como todo un héroe, “luciendo los colores del club vencedor en la gorra de pelotero”: “Hoy estaba henchido de orgullo. ¡Siol de los Panteras de la Loma, había dado el batazo de la tarde deslizándose sobre el home con gran estilo, después de recorrer el diamante en doce segundos…!”.
En la novela intentó documentar antropológicamente la trágica vida de Menegildo Cué, un personaje ñáñigo: “… al cabo de veinte años de investigaciones acerca de las realidades sincréticas de Cuba, me di cuenta de que todo lo hondo, lo verdadero, lo universal, del mundo que había pretendido pintar en mi novela había permanecido fuera del alcance de mi observación”.[6]
Antonio Benítez Rojo —carpenteriano tanto en su narrativa como en su ensayística-, define con claridad meridiana como una gran olla sincrética a los patios de los solares del Caribe, donde reconoce otra realidad “de una abigarrada célula social, un denso melting-pot de culturas en el cual se cocinan religiones y creencias, nuevas palabras y pasos de baile, imprevistos platos y músicas… se cocina y celebran bodas y aniversarios, se interpretan sueños de acuerdo con los códigos africanos o con el de la charada china, y se entrenan futuras estrellas del bolero o del reggae, al igual que futuros boxeadores y jugadores de pelota, de fútbol o de cricket; allí se nace y se muere, se recitan versos y se discute, se escucha la radio y se juega a la baraja y al dominó”.[7]
“Carpentier supo interpretar como pocos el misterio y el esplendor híbrido del ajiaco caribeño en su música, historia, arquitectura, costumbres y mitos…”
Estas pocas líneas solo pretenden —independiente de polémicas, su lugar de nacimiento, de lo que fue capaz de mitificar y la asimilación provechosa de multiplicadas influencias universales—, acercarnos a un pasaje más del cubano y habanero raigal que sería el hijo de Lina y George, y quien con una sabiduría integral alimentada como en el mestizaje del caimito, supo interpretar como pocos el misterio y el esplendor híbrido del ajiaco caribeño en su música, historia, arquitectura, costumbres y mitos, acompasados en su quehacer de una escritura rellolla y enciclopédica, con una energía inclusiva en el que no podía faltar la pelota.
Hay una foto del escritor donde aparece examinando en sus manos un bate de beisbol, acompañado por su esposa Lilia Esteban mientras Jorge García Bango —quien fuera presidente del INDER por varios años—, conversa con ellos. Si la memoria no me traiciona, la imagen data de 1974, cuando por motivo de sus setenta en todo el país se le dedicaron diversos homenajes, incluyendo el que le dedicara el sector de la cultura física. El porqué de la gráfica mencionada, vuelvo a acudir a mi memoria, es el de una visita por esos días a la fábrica de instrumentos deportivos.
Hace unos cuantos años participé, junto a varios expositores, en el ciclo de conferencias Se complica el inning: deporte y cultura en Cuba, que desarrolló la Fundación Alejo Carpentier, por iniciativa de su presidenta la doctora Graziella Pogolotti, depositaria ejemplar de su legado.
Un evento que dialogó en el tiempo consecuente con la savia integradora de mestizaje cultural que desplegaría para la historia de la cultura cubana y de la lengua el intelectual que le da nombre, y con aquel muchacho imberbe que tuvo sus sueños frustrados de peloterito en los arrabales del Cotorro.
Notas:
[1] Félix Julio Alfonso. Béisbol y estilo. Las narrativas del béisbol en la cultura cubana. Editorial Letras Cubanas, 2004, p. 234
[2] Ibídem, p. 271.
[3] Alejo Carpentier: Conferencias. Deporte es Cultura. Editorial Letras Cubanas. La Habana, 1987, p. 280-281.
[4] Alejo Carpentier. Recuento de moradas (Editorial Letras Cubanas, 2017), p. 109.
[5] Alejo Carpentier. Recuento de moradas. Ob. cit. p. 22.
[6] Antonio Benítez Rojo La isla que se repite (Edición definitiva. Editorial Casiopea, 1998), pp. 308 y 166.
[7] Antonio Benítez Rojo La isla que se repite. Ob. Cit. pp. 198-199.