Alberto Lescay: El diseño de una vida
Cuando llegó a su primera lección en la Academia José Joaquín Tejada, debió tomar un pedazo de barro. Fango, se dijo. Un niño nacido en la loma más alta de una finca plantada en Peladero, cerca del Central Baltony, Oriente adentro, sabe bien lo que es. Miró con pena hacia la camisa blanca, la camisa impoluta que llevaba con las iniciales de su nombre bordadas por Esmérida, su madre. Modeló un pez, mas no era aquello lo que se pedía; sino una hoja. Tuvo que andar ágil para enmendarlo.
Ese espíritu de perpetuo aprendizaje, de fragua entre la técnica y la creación, de puja por crecer, será su brújula.
En 1968, año de tantas fundaciones, Alberto Lescay Merencio emerge como graduado de la enseñanza artística, especialidad Pintura. Curiosamente, el diseño sería su bautismo. Es uno de los pioneros del diseño escenográfico en el canal Tele Rebelde, una aventura fundada en Santiago de Cuba a capa y espada. Luego vendría el Taller de Diseño, su encuentro con el maestro Pedro Arrate, la cartelística de una época efervescente de movilizaciones, de grandes visitas y acontecimientos.
Las notas sobrevuelan los comienzos, más aquella disciplina desconocida hasta entonces, el trabajo en equipo, las fotografías y las maquetas, todo anda prendido a sus recuerdos como un collage.
“Prepárate, Santiago espera mucho de ti”, le dijo un día, en el propio Taller, el profesor Miguel Ángel Botalín. Lo llamó aparte, le echó el brazo y, al modo de un augur, soltó la premonición. Ahora que visito el estudio de Alberto Lescay, que me rodea toda la mística y la energía de sus piezas; ahora que evoca este pasaje, que anda hurgando en la memoria, sus ojos cobran un matiz desconocido…
A veces hay que mirar hasta el cielo
Alberto Lescay Merencio no quería dejar de estudiar, no podía. Pronto resolvió la dicotomía entre las especialidades de pintura o escultura que le planteaba cada escuela. Los creadores no tienen límites. Por eso sumó a su trayectoria los títulos de Escultura en la Escuela Nacional de Arte (1973) y el de Maestro en Arte en la Academia Repin de Escultura, Arquitectura, Pintura y Gráfica de San Petersburgo (entonces Leningrado) en 1979. Y volvió a su suelo, a fundar, a servir. Espacios como la Columna Juvenil de Escritores y Artistas de Oriente, la entonces Brigada Hermanos Saíz y aquel emporio que fuese el Taller Cultural, hablan de ello.
Entre sus piezas emplazadas —en Cuba y más allá—, sobresale el Monumento a Antonio Maceo, en la Plaza homónima, a la entrada de Santiago de Cuba, parte ya de la memoria visual de la ciudad. La dimensión de esta obra exigió la construcción de un Taller de Fundición que hizo posible a posteriori el sueño de muchos escultores cubanos. Dieciséis metros de bronce y también de paciencia, de voluntad, de diseño. Ese fue el pilar, la inspiración para el surgimiento en 1995 de la Fundación Caguayo para las Artes Monumentales y Aplicadas.
“Toda sociedad que aspire a crecer, necesita del arte público. Una obra pública pertenece a muchas personas durante muchas generaciones, por eso el diseño es el eje para lograr un resultado eficaz. Todo el mundo tiene necesidad de la espiritualidad, de algo que lo inquiete, que lo motive; de registrarse a sí mismo para entender a lo que se enfrenta”, apunta el maestro.
“Tú trabajas sobre algo que no existe, escoges un lugar determinado con elementos que pueden ser de la naturaleza o hechos por el hombre; pero tú vas a diseñar en ese espacio algo nuevo y todo tiene que conjugarse con armonía. El gran reto de la escultura pública, del arte público, es asumir un supradiseño, incorporar el paisaje, el contexto, todo aquello que va a incidir en la apreciación de la obra. Es un pensamiento macro, pudiéramos decir que un pensamiento cósmico. A veces tienes que mirar hasta el cielo”.
De vuelos y cimarrones
El 7 de julio de 1997 se inaugura el Monumento al Cimarrón, en el mítico poblado de El Cobre, a una veintena de kilómetros al noreste de Santiago de Cuba. Integró el proyecto conmemorativo La Ruta del Esclavo, de la Unesco. Estuve allí, en el ascenso fundador. Un intento por atrapar con esa flama-vuelo-hombregrito- caballo, el sublime gesto de la libertad.
Una abstracción figurativa, como han descrito —salvando cualquier paradoja— esta y otras obras de la autoría de Lescay.
“Para emplazar el Monumento al Cimarrón se estudió previamente su ubicación desde el punto de vista histórico, donde fue decisivo el aporte de Joel James, y estudiamos exhaustivamente el lugar desde el punto de vista paisajístico. La obra ocupa un punto dominante de la geografía y busca establecer un diálogo con la Virgen de la Caridad, con la historia de las minas.
“La naturaleza está diseñada perfectamente y es muy importante, en la concepción de este diseño macro, el factor humano: toda obra tiene que respetarlo. Una obra pública se va a disfrutar o a sufrir, digo esto último porque puede encarnar unelemento dramático o patético, justificadamente. Lo que resulta inaceptable es que se sufra por falta de estética, de arte.
Hay espacios íntimos para el diseño, caminos inescrutables, tributos urgentes. Así se apareció Wifredo Lam (1902-1982), el creador de La Jungla, a quien Alberto Lescay conoció en sus últimos años. Algo cruza el aire, algo que no alcanzo a descifrar.
“Lam me ha ayudado a interpretar, desde el punto de vista de las Artes Plásticas, el misterio del Caribe, las esencias de nuestra cultura. Por eso, intentar hacerle un monumento era una de las metas más altas que me había planteado. ¿Cómo desearía él mismo verse reflejado en una escultura?, fue la pregunta que me hice. Y empecé a buscarlo. Me dio la pista el propio Lam, pues descubro, en un material audiovisual, un momento en el cual declara que él es ese pájaro que siempre aparecía en sus obras; o sea, que se asumía como un ave, alguien que mira el universo desde allí.
“Yo había hecho algunos bocetos, y ese descubrimiento cambió la dirección de todo el diseño que tenía pensado. Recuerdo que venía de La Habana manejando y traía al lado a un amigo que era chofer, tuve que pedirle que manejara un rato y empecé los bocetos de ese Lam en vuelo. Fueron los que más se acercaron a la imagen que quedó, que finalmente inauguramos en La Habana, tal como se imaginaba, como se veía a sí mismo, como un gran pájaro”.
La cultura del trabajo
La Fundación Caguayo para las Artes Monumentales y Aplicadas, que Alberto Lescay preside, suma ya un cuarto de siglo de feraz aporte a la cultura cubana. Es cobija, motor de creación. Su compromiso social y artístico ha generado una amplitud de ideas, ha relanzado proyectos.
“Creo que hemos compartimentado demasiado las cosas: hay que estimular la integración entre las escuelas de arte, las escuelas de diseño y las de arquitectura. La Fundación ha querido ser un punto de encuentro. Hemos estimulado los espacios teóricos, pero también tenemos ejemplos de acciones recientes, digamos, por ejemplo, el concurso de diseño sobre el cartel por el 60 aniversario del Moncada, la convocatoria Ideas en formas, para incentivar la producción de objetos bellos y útiles para la vida del cubano; nuestra permanente comunicación con el Museo de la Cerámica o el Consejo de las Artes Plásticas…
“La Fundación cuenta con un grupo dinámico y constante, liderado por un diseñador de gran prestigio como Luis Ramírez —vicepresidente de la Fundación— que ha propiciado la búsqueda de soluciones creativas en instituciones cubanas, e incluso internacionales. La Fundación organizó la participación de una delegación cubana en la Semana de Diseño en México, un gran honor y unas jornadas muy provechosas en experiencias.
“Hemos ayudado a la comprensión de que el diseño —como una de las líneas que defendemos— es imprescindible para el desarrollo de nuestra sociedad. Creo que, al menos, hay una mayor claridad acerca de su necesidad. El diseño es inherente al ser humano porque es un acto de creación. El diseño es el gran ordenador de las cosas.
“Esa discusión que han sostenido algunos sobre el carácter artístico del diseño, es tonta, es estéril. El diseño es más que arte, diría que es arte plus, porque además de lo bello, no puede perder de vista lo funcional, y ese es un reto extraordinario. Siempre he dicho que no es posible desarrollar la Revolución cubana sin diseño, y que ella es, en sí misma, un gran diseño, como intento de proyecto social humanista”.
Nunca he creído en la clásica división entre entrevistado y entrevistador. Del lado de allá hay una experiencia y otra del lado de acá, a veces basta con escuchar. No hay signos para la emoción contenida, la palabra subrayada, la alegría en desborde, la lágrima a punto. Sobreviene el final de la conversación con el artista, aquel que ha sido galardonado en 2021 con el título honorífico de Héroe del Trabajo de la República de Cuba.
“Te confieso que me sentí raro, que empecé a buscarme explicaciones… Será que un escultor se parece al obrero porque sudamos, porque trabajamos con las manos, con materiales fuertes, el barro, el bronce, la madera… y a veces nos herimos la piel, nos quemamos con soldaduras, todo para volar, para hacer poesía con la materia bruta, como decía Martí”.
Solo queda una pregunta, la única de toda la mañana. El pie forzado ha sido el diseño y ahora toca el turno a la vida. Habrá que embridar los asombros. ¿Acaso se puede diseñar una vida? ¿Cómo ha sido el diseño de la vida de Alberto Lescay?
“En el hermoso recibimiento que me hicieron lostrabajadores de la Fundación cuando llegué de La Habana, tras la condecoración, me obsequiaron flores. Les pedí permiso para llevarlas a la tumba de mi madre. Siempre tratamos de que se incorporen jóvenes, y yo les hablaba de que, cuando tengan hijos, preocúpense más por inculcarles valores morales, éticos, valores que los impulsen a superarse y que no descansen en lo material. Les agradezco a mis padres porque, sin ese gran razonamiento intelectual, pero sí con mucha intuición, me hicieron crecer basándome en esos pilares.
“La cultura del trabajo, del sacrificio, es un elemento estratégico en el diseño de la vida. Eso es lo que te mueve por dentro, lo que te prueba, lo que te dice para qué sirves; junto con el estudio, naturalmente, que te hace crecer en expectativas y objetivos.
“Cuando me hice la pregunta de para qué servía lo que me gustaba tanto —que era el arte—, descubrí que sirve para trabajar en la espiritualidad del ser humano. Es más fácil llenar un plato de comida que llenar el vacío espiritual de una persona. Creo que el arte es de lo más elevado que un ser humano puede hacer para acercarnos, para entender ese gran misterio —insondable, pero esencial— que es la vida”.
Tomado de la ONDI