Al olor de la riqueza
28/4/2017
Con razón se suele afirmar que lo que hoy llamamos mercado de arte se inició junto a lo que los historiadores del arte usualmente denominamos arte moderno: es decir, décadas más o menos, a partir de la segunda mitad del siglo XIX en Francia (en realidad, para ser concretos, en París). Las innovadoras “escuelas” de arte producían novedosas formas que usualmente eran acogidas por un marchand que mantenía a los artistas, exhibía sus piezas en su galería y procuraba vender.
Génesis Galerías de Arte en Cuba. Fotos: Internet
Esta relación podía ser personalizada al punto que ha trascendido, junto con el nombre de los movimientos artísticos, el de sus marchands, con lo que nos son familiares los nombres de Durand-Ruel al pensar en los impresionistas y, posteriormente, el de Kahnweiler con respecto a los cubistas. Medio siglo después, el nombre de Harold Rosenberg queda vinculado al de Jackson Pollock al inventar para él y su manera personal de pintar el término action painting. Pero entonces ya estamos en presencia de un cambio sustancial: no se trata de un dueño de galería que promueve (es decir, vende) una escuela de pintura, sino de un crítico de arte que acredita a un pintor. En los años de Pollock, las galerías de Nueva York se quintuplican y adquiere nuevos aires el mercado de arte. Debo apuntar, con respecto a esta etapa, que para algunos estudiosos el status de tal mercado, curiosamente, va vinculado a determinadas maneras expresivas en el arte: se vincula cierto auge en la economía capitalista de los años 60 del pasado siglo con la gran popularidad de la figuración pop; la siguiente década soporta una ligera baja económica mientras se extienden las variantes abstractas conceptualistas en la plástica. Se vuelve a una modalidad figurativa durante el status económico de la década de los años 80. No se puede absolutizar tal vínculo ni considerarlo de ningún modo determinante: solo quiero apuntar un dato al peso que va adquiriendo el mercado en el arte, especialmente en décadas más recientes, ya en el actual siglo XXI. En esta línea discursiva, se inserta aquí lo manifestado recientemente por el director del Departamento de Arte Contemporáneo en Sotheby’s, Tobias Meyer: “Las obras más caras son las mejores”. Aquí ya se entra en un capítulo que se refiere específicamente al mercado de arte y su función en el establecimiento del criterio cualitativo. En la afirmación citada, se ha producido una inversión significativa entre los términos precio de venta y apreciación crítica de una pieza de arte, ya que el binomio alta calidad/alto precio ha sido invertido. Para otros autores, la relación entre arte y mercado es la de una dependencia mutua, mientras conservan entre sí cierto grado de autonomía [1].
Se ha comentado que, en realidad, su mercado se había saturado y, ante el peligro de una baja en la cotización, su curador consideró prudente crear una falsa escasez y una provechosa y novedosa entrada en el mercado.
He citado anteriormente el papel desempeñado a mediados del siglo pasado por el crítico de arte Harold Rosenberg. Tal desempeño de lo que Martí denominó “el ejercicio del criterio” ha variado hasta el punto de que el crítico ha sido en gran medida suplantado por el curador. La multiplicación de magnas muestras, como bienales, galerías, ferias y novedosos lugares de exposición, ha favorecido el papel protagónico del experto curador que no solo escoge los autores, las obras, su presentación pública, sino que también determina, por ello, la visibilidad del artista y su promoción.
Recuerdo cómo, a mediados del siglo pasado, surgió la obra de Bernard Buffet en Francia, obtuvo mucha cobertura crítica y, por ende, buen nivel de venta. Durante algunos años, la obra figurativa de Buffet era destacada por contraste con la predominante abstracción. Pero llegó una nueva temporada de exposiciones y no se anunciaba ninguna muestra de Buffet. Tal situación se prolongó durante algunos años, provocando no pocos comentarios sobre los motivos de esa ausencia, hasta que, a bombo y platillo propagandístico, resurge y se anuncia una nueva exposición del artista. Se ha comentado que, en realidad, su mercado se había saturado y, ante el peligro de una baja en la cotización, su curador consideró prudente crear una falsa escasez y una provechosa y novedosa entrada en el mercado.
No tenemos más que ojear los gruesos catálogos que en la actualidad suelen acompañar —a un alto costo— las exposiciones relevantes: cada vez con mayor frecuencia, el autor principal del volumen suele ser el curador de la exposición, quedando en el índice el epígrafe “otros autores” para la colaboración de algún crítico.
Tal variación está vinculada en gran medida a la meta del mercado: el curador suele escoger las piezas que concurren a una importante exposición, pero el crítico puede influir en la valoración histórica de la misma (según Bourdieu, su valor simbólico), lo cual suele repercutir entonces en la valoración monetaria de la pieza.
La historia del arte moderno nos ofrece diversas condicionantes ajenas al mundo de la producción estética que repercuten en la comercialización de la pieza del arte. Este fenómeno se hace visible desde el propio siglo XIX: en más de una entrevista, Gustav Courbet, conocido por su participación en la Comuna de París que lo llevó a cumplir pena de cárcel, reportó que el conocimiento público de sus actividades políticas había triplicado sus precios de venta. Se han repetido casos similares, en los cuales el escándalo extrartístico repercute en la valoración en el mercado. En el siglo XX, por ejemplo, las declaraciones públicas de Salvador Dalí no se limitaban al campo cultural, sino que incursionaban en el ámbito político, siendo siempre reaccionarias y con un propósito de escandalizar. Esto nutría su provechosa y frecuente presencia propagandística.
Tales afanes publicitarios colaboraron a su éxito monetario hasta el punto de que André Breton lo calificara, con razón, como un avida dollars. Este fenómeno de la provechosa influencia económica de lo extrartístico sobre la valoración mercantil de la producción artística continúa en nuestros días.
Se llega así a la conclusión de que la historia del arte y la crítica aún pueden ser, en determinadas ocasiones, importantes en la valoración económica de una obra.
Si bien comentamos cómo se valida la influencia de elementos extrartísticos sobre el mercado de arte, en algunas ocasiones se da una situación a la inversa, en la cual la valoración histórica del arte ejerce cierta influencia sobre la valoración mercantil de la misma. En este sentido, resulta paradigmático el reciente caso del artista Gorsky, quien expuso en una galería de Munich en 2007 su obra de tamaño gigantesco en la cual trabajó con la iconografía tomada del mundo del pop, de las modas y de los deportes. En una entrevista con motivo de su exposición, comentó haber empleado una luz como la de Caravaggio. Este comentario fue la piedra de toque de toda la publicidad alrededor de la muestra en cuestión: la referencia al pintor italiano apuntó al papel de la historia del arte como una suerte de insurance policy, es decir, como un seguro que garantiza la validez de la obra. Se llega así a la conclusión de que la historia del arte y la crítica aún pueden ser, en determinadas ocasiones, importantes en la valoración económica de una obra.
(La muestra de Gorsky que acabo de mencionar se ubica en una clasificación que la crítica mexicana Avelina Lisper ha puntualizado reiteradamente. Al mantener en una entrevista de diciembre 2015 que “el arte contemporáneo es una farsa que los millonarios compran para especular”, añade, además, que es un “Arte VIP”. Si en la actualidad es conocido el término para indicar una Very Important Person, Lisper sostiene que hoy en día el arte que se produce es solo Video-Instalación- Performance. Es decir, VIP.)
Volviendo al punto de la crítica de arte en la actualidad: aun tomando en cuenta su papel disminuido en comparación con otras épocas de la historia del arte contemporáneo, múltiples ejemplos apuntan al hecho de que aún puede ser decisivamente responsable en la apreciación y valoración a largo término de la obra de arte. Si bien se ha abandonado ya hace décadas el criterio de que una alta valoración económica, un “estar de moda en el mercado”, incidía en una baja apreciación crítica, en años recientes la valoración en el mercado de arte como determinante en la valoración artística se ha visto matizada. Influye en ello el hecho factual de que el valor de mercado aún requiere de una valoración simbólica, una suerte de aprobación por la historia y el conocimiento. En otras palabras, necesita hasta cierto punto aquello que va más allá de lo que puede medirse en términos económicos. Tal condicionante suele estar vinculada a la tarea del crítico. En este sentido, Foucault ha puntualizado que, en su relación con el mercado, la crítica es el arte de no ser gobernado de un determinado modo y a un determinado precio. Con la ironía y el humor que matizó su excelente tarea como crítico del arte de Nuestra América, sobre todo del muralismo mexicano que situó en un punto cimero, Luis Cardoza y Aragón manifestó en una ocasión ya lejana que “la crítica de arte es la Venus de Milo llevando en sus manos la cabeza de la Victoria de Samotracia”.
Debo apuntar cómo la valoración que una obra de arte ha recibido por la crítica y la historia del arte a lo largo del tiempo resulta decisiva para su consideración histórica como un bien patrimonial. Quisiera citar en este sentido dos situaciones separadas por muchas décadas en las cuales la apreciación histórica y crítica de obras de arte ha devenido la salvaguarda patrimonial de las mismas. Al terminar la llamada Segunda Guerra Mundial, Inglaterra se hallaba en una situación económica tal que provocó, entre otros fenómenos, que los altos impuestos de herencia fueran de difícil cumplimiento por los herederos. Estos, entonces, se veían obligados a vender (generalmente a coleccionistas de los Estados Unidos, gran triunfador del conflicto) las obras de arte que formaban parte de su patrimonio familiar. Alarmado por el éxodo de sus tesoros artísticos —pensemos tan solo en la retratística de Gainsborough, el paisajismo de Canaletto durante su estancia en el país, la obra innovadora de Turner— el gobierno determinó que tales impuestos podían ser saldados directamente con obras de arte, las cuales pasaban a enriquecer los fondos de los museos británicos.
El otro ejemplo tuvo lugar hace apenas tres años. Me permito ahora citar directamente del periódico mexicano La Jornada, en la página 8 de su edición del 12 de agosto de 2013:
El gobierno mexicano emitirá cartas de protección del patrimonio cultural y entablará conversaciones diplomáticas con los Estados Unidos en caso de que la ciudad de Detroit decida usar como moneda de cambio los doce murales de Diego Rivera pertenecientes al Instituto de Arte de Detroit para nivelar su economía tras declararse en bancarrota […] Detroit se declara en bancarrota en julio 10 por dieciocho y medio millones de dólares […] y es posible una venta de más de sesenta mil trabajos artísticos, entre ellos las doce obras de Diego Rivera, a través de una casa subastadora.
No tengo noticias de que se produjera la anunciada venta, los murales permanecen intocados. Es significativa la valoración económica que adquiere una obra avalada por la historia y la crítica, así como la presencia de la agencia instituida para llevar a cabo tal conversión.
Fábrica de Arte Cubano.
En este caso, la casa subastadora sería la encargada de lograr provechosamente que la obra de arte pudiera devenir un objeto comercial. Y, por supuesto, tal objeto comercial tiene, por esencia, una valoración extrartística al ser una moneda de cambio.
De hecho, no puedo dejar de tomar en cuenta cierta trasformación visible en el funcionamiento del mercado de arte en décadas recientes, a partir de lo que se ha dado en llamar la globalización. Si está históricamente establecido que para el arte que llamamos visual existen tres grandes metrópolis que albergan las significativas instituciones para el mercado mundial, es decir, Nueva York, Londres y París, así como hay dominantes casas subastadoras, fundamentalmente Sotheby’s y Christie, el surgimiento con el presente siglo de nuevos centros es hoy un hecho establecido. Es necesario, pues, tomar en cuenta lo que sucede en Beijing y Nueva Delhi, pues China y la India han devenido puntos importantes en el panorama del arte contemporáneo. Para algunos analistas, también habría que tomar en cuenta, aunque en mucho menor medida, Rusia, Berlín y la América Latina.
Ahora bien, concuerdan en que, en lo fundamental, el mercado de arte puede presentar una superficie cambiante, pero asimismo mantiene una estructura uniforme. En este sentido, se ha llegado a afirmar que el mercado de arte “en 2022 tendrá un aspecto como el de hoy (2012): es más, como el que tenía hace siglo y medio, cuando nacieron el arte moderno y también sus mercados” [2]. Al leer esta afirmación, no puedo dejar de recordar que José Martí escribió una crónica en abril de 1887, precisamente la época en la cual ocurrieron tales nacimientos, sobre una subasta de arte en el Salón Chickering de Nueva York. Es una vívida descripción del modo en que se conducían (en lo esencial, se conducen todavía) las subastas neoyorkinas de objetos de arte. Un año antes, el 2 de julio de 1886, había observado proféticamente: “Al olor de la riqueza se está vaciando sobre Nueva York el arte del mundo. Los ricos para alardear de lujo, los municipios para fomentar la cultura […] compran en grandes sumas […] Quien no conoce los cuadros de Nueva York no conoce el arte moderno” [3].