Adioses

Reinaldo Cedeño Pineda
29/4/2019

Vitelio Ruiz y José Álvarez Ayra, in memoriam

No me gustan los adioses. Son el final, pero son el principio. Es una paradoja que me persigue, me tuerce, me sustenta.

Una vez me aparecí en casa de Eloína Miyares y Vitelio Ruiz, en el reparto Vista Alegre, en Santiago de Cuba. Ellos, el matrimonio eterno, los del Diccionario Básico Escolar, los del programa radial, los de la ortografía, los fundadores del Centro de Lingüística Aplicada, los de la familia nutrida, trayendo hijos al mundo de dos en dos.

Ellos, que nos devolvieron tantas cosas, que nos fijaron otras, que nos calibraron la identidad.

Foto: Miguel Rubiera
 

Un día me fui a casa de ambos, en un arresto, confiado en que sería como un hijo tocando a puerta. Metí la radio en su hogar. Abusé cuando le dije al mismísimo doctor Vitelio que me contara si lo que tenía puesto era una “cutara”, o acaso, una “chancleta”.

La sonrisa asomó. Luego me dijo en un tono conciliatorio, se lo dijo a todos los oyentes: “Amigo, te disculpo que me descubras en mi casa en semejante estado, porque sé por donde vienes”. Y pasó a explicarme, modestamente, gallardamente (¿fue él o fue Eloína?) que cutara, sí, cutara y a mucha honra; porque aquella palabra venía del náhualt, deco y tari: pie en tierra. Todavía se ponía en radio y televisión a la diva Omara Portuondo cantando el tema “¿Dónde está la cutara?”, aunque algunos no quieren acordarse de eso.

No logro separarlos, a los doctores Eloína y a Vitelio, aunque ella se fuera primero y él, en estos días tremendos de abril. Todavía recuerdo cómo me despidieron, generosos, con la promesa de que volviera, mas con la condición de que llamara antes… “¿no te pones bravo, Cedeño?”.

2.

¿Y mi amigo, José Álvarez Ayra? Compartí con él tantas confidencias, anécdotas, reuniones. Lo vi llorar en su casa cuando murió su compañera y no supe qué decirle, ni sé qué decir ahora. Este es un adiós imposible.

 Foto: Cortesía del autor
 

Creálo o no lo crea. Era nuestro saludo siempre, por el nombre de aquel programa que se extendió desde 1986 hasta 1992, de aquel elegante caballero de las cartas, del prestigitador santiaguero en la pantalla de Cuba. Nos asombraba con sus rutinas. Nos presentó el gran espectáculo de David Copperfield atravesando la Gran Muralla China, los tigre blancos de los míticos Sigfried and Roy, el material inédito y fantástico.

Guardo esas imágenes en la memoria donde no se me apagan.

Fundó escuelas en Santiago y Camagüey, sentó cátedra aquí y allá. Escribió el libro Magia para niños (Editorial Oriente, 1983). Tuvo en 1978, el primer programa de magia en la televisión, en aquel Tele Rebelde fundado con la ternura y el entusiasmo de los santiagueros. Defendió el Areíto Mágico de la UNEAC. Puso a sus colegas a manejar a ciegas por estas calles. Envolvió a la ciudad.

Lo invité varias veces a los espacios que coordinamos. Era un honor que siempre aceptara, como si fuera la primera vez. Tal vez otros veían a un mago más, yo sabía la pasión que tenía delante.

Un día me propuse inquietarle:

―Ven acá Ayra, compadre, todo es una mentira, vives engañando a la gente…
―Te equivocas, yo no miento —me contestó como si toda su vida hubiera esperado la interrogante—. Yo llevo a todos a vivir una ilusión. Y los que hacen eso, son artistas.

No voy a decir más. Hora de hacer silencio. Te veo levantar las manos, Ayra. Comienza la ilusión.

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