Adiós a Armando Morales
1/2/2019
El maestro titiritero Armando de Génova Morales Riverón, nacido en La Habana, el día 14 de septiembre de 1940, acaba de fallecer. Director general del Teatro Nacional de Guiñol hasta su muerte, es, no digo quizá es, ni fue, una de las personalidades más singulares del mundo titeril cubano. Las andanzas creativas y pedagógicas de Morales se mueven en un camino donde la tradición y la experimentación se miran en espejos poco ortodoxos, con la impronta de quien sabe perfectamente cómo se hacen las cosas, pero no tiene deseos de seguir las reglas de oro al pie de la letra y fabula realizaciones en el borde peligroso de ese abismo que se ubica entre la escena y el público.
Con sus montajes, provocó lo mismo conmociones que asombro. Un hechizo extraño y atrayente cuya marca fue la de no dejar a nadie inconmovible. Su manera propia de enunciar, de concebir el ritmo de la puesta en escena, de sugerir un mundo pictórico que se mueve entre el expresionismo y la artesanía popular, denotaba que habíamos sido convocados a la ceremonia comprometida de un teatro vivo, hecho con figuras y objetos animados dramáticamente, siempre en interacción con el alma del actor.
El teatro de este juglar del siglo XX asaltó al siglo XXI sin ningún miedo, como no fuera el de no poder seguir haciendo o encontrarse con algún impedimento que le limitara soñar, fundar o remover las bases anquilosadas de un arte que se ha ido rehaciendo en su intercambio con las culturas y los inventos tecnológicos del mundo. Para Armando, crear no fue sinónimo de renunciar, sino de aprehender, de ser coherentes con nuestra práctica personal y los valores que enriquecen el mundo, sin remilgos, ni afectaciones inútiles, en una eterna lucha contra la falsa moral.
Armando Morales llegó al retablo de los Camejo y Carril por el camino del diseño. Cuando apareció ante los Pepes y Carucha, con una visión cromática diferente, dueño del manejo de las técnicas y posibilidades del reino de la plástica, debido a su graduación de la Escuela de Artes y Oficios de La Habana, estos le incitaron a que enrumbara definitivamente su destino por el camino del teatro guiñol. El joven artista aceptó, en su interior bullía la inconformidad ante lo establecido, ante lo decretado porque sí. En esta visión, sus criterios confluyeron con los de los miembros fundadores del Guiñol Nacional, por lo que comienza para ambas partes un proceso de aprendizaje en el que el muchacho de 21 años creció fortalecido. Se atrevió con la actuación y la animación, apoyado por los consejos de los líderes del inolvidable guiñol cubano de los 60, y con lo aprendido en la Academia de Arte Dramático de La Habana. Esa historia primera ha sido poco visitada y, por ende, se pierden sus aportes a personajes fuertes como el Ogro, de El gato con botas; el Serapio Trebejo, de La loma de Mambiala o el Okurri Burukú, de Ibeyi Aña, entre otros roles, todos punto de partida para el lucimiento posterior en sus espectáculos unipersonales, y para pensar, a partir de la perspectiva de sus maestros en el teatrico del Focsa, en una manera particularísima de armar sus montajes.
Desconocida para muchos es también su contribución en los años 60 al panorama del diseño escénico nacional, con respecto a la especialidad del teatro de títeres. Morales fue el creador de escenarios para obras del Guiñol Nacional como La viuda triste, sobre un texto de Brene, con zonas de claroscuro y líneas insinuantes; de la telonería blanca para el Programa experimental No 1, a partir de piezas del irlandés William Butler Yeats; del interesante retablo a lo Mondrian, concebido para La caperucita roja, de Centeno; de él son los títeres y la escenografía de Chicherekú, la puesta que abre la línea afrocubana del Guiñol; también la impresionante escenografía de inspiración arquitectónica pensada para Farsa y licencia de la reina castiza, de Valle Inclán.
La doble concepción de vestuarios y escenografías para producciones como La caja de los juguetes, ballet para muñecos de Debussy, La Cenicienta, Ubu Rey, Asamblea de mujeres, hasta las ideas escenográficas de espectáculos como El pequeño príncipe y Shangó de Ima. No se puede aislar la obra de Morales posterior a esta etapa porque no se entendería entonces su ulterior estética, los nuevos derroteros artísticos y fielmente titiriteros que lo encuentran, además de en sus funciones de actor animador y diseñador, como director artístico y dramaturgo.
La pausa obligatoria que hallamos en su itinerario escénico, entre 1971 y 1975 ―quinquenio gris mediante―, no lo alejó del arte, lo hizo insistir en sus destrezas para la pintura, participando de exposiciones y muestras conjuntas de artes plásticas; hasta que lo vemos figurar de nuevo en la nómina de un cambiado Teatro Nacional de Guiñol, donde aparece como diseñador de vestuario en el montaje La andariega, de Roberto Fernández, inspirada en textos del Maese Javier Villafañe. La colaboración, en esa institución, con directores artísticos como Karla Barro, Fernández o Modesto Centeno, le confirman a Morales que está listo para dar rienda suelta a la poética teatral que viene, desde años atrás, conformando dentro de sí. Y la verdad es que no le fue nada mal en este renacer como artista, pues su concepción dramática del cuento La lechuza ambiciosa, de Onelio Jorge Cardoso, fue un merecido éxito, y la certeza de que él también podía lanzar su grito de creación en el luminoso camino que le legaron sus perennes maestros.
Uno de los trabajos más llamativos de Armando, en los finales de la década de los 70, es su diseño para Gulliver, que dirigió Roberto Fernández, pues en colaboración con los niños del taller de la pintora Antonia Eiriz, realizó la escenografía, el vestuario y los llamativos muñecos de ese montaje. Una vez más el arte pictórico aparece en su sendero teatral y titiritero.
En los comienzos de los 80, con espléndidos y maduros 40 años, trabajará con José Milián en los diseños de su Carnaval de Orfeo, con el joven director Eddy Socorro y obras de Dora Alonso, Hanna Jaruzelwska y Antoine de Saint-Exúpery. Vuelve a trabajar con Xiomara Palacio, su colega de los 60, en una renovada producción de La cucarachita Martina, de Estorino. Se va formando una imagen reconocible por el uso de texturas, planos y transparencias en sus diseños para los recién llegados directores Raúl Guerra y Ricardo Garal, de cuyos trabajos se impone recordar Mascarada para un cuento, del primero, y El perrito travieso, del segundo. No deja de trabajar como actor en casi todas las puestas del segundo tiempo del Teatro Nacional de Guiñol, y llegan también los premios y reconocimientos de la Asociación Internacional de Teatro para Niños y Jóvenes (ASSITEJ Cuba) y el Concurso de Teatro para Niños de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC).
Armando no pierde un minuto de su tiempo y trabaja no solo en la compañía nacional, sino con el Grupo Ismaelillo, El galpón, el Conjunto Dramático de Oriente, el Guiñol de Guantánamo, el Teatro Escambray, el grupo Anaquillé y La toronjita dorada, de la Isla de la Juventud, entre otros colectivos, siguiendo el sino trashumante de los titiriteros natos, la brújula de sus maestros predecesores, que hicieron lo mismo de una punta a otra de la Isla. Rememoro todo esto para que se entiendan los constantes cambios y evoluciones de la poética teatral de Morales, marcada con dos momentos cruciales: el espectáculo Pinocho, de 1985, con dramaturgia firmada por el propio creador, al igual que los diseños y la dirección artística. El otro será el estreno de Chímpete Champata, de Villafañe en formato juglaresco y solitario, donde la maestría de su talento y el carisma especial para convocar a niños y adultos con su poderío vocal e intelectual, ponen un punto y aparte en su carrera profesional, como si le hubieran salido unas alas de materia textil, que cual velas de un barco veloz, lo llevaron lo mismo a Perú que a Italia, España, Suiza, Ghana, Argentina, Colombia, Ecuador, México y Venezuela.
Lo que ocurre con el arribo de la década de los 90, y su vínculo no solo al Guiñol Nacional y los grupos antes mencionados, sino al Teatro de La Villa, en Guanabacoa; El Trujamán, Teatro Andante, de Granma, o La mueca, en México, es la apoteosis de un maestro titiritero que prueba y constata nuevos métodos y estilos de trabajo. Lo mismo se inspira en el bunraku japonés, que en tallas africanas, tradiciones populares latinoamericanas o esperpentos carnavalescos; en una mezcla de influencias y referencias de alguien que viene de regreso de todo.
Ejerció su magisterio en alumnos sobresalientes como Lázaro Duyos, Sahimell Cordero, Daymarelis Méndez o Emilio Vizcaíno, por solo citar algunos, yo mismo soy deudor indirecto de sus elucubraciones con figuras y elementos en función dramática.
¿Quién no admiró, o al menos presenció las provocaciones escénicas lanzadas en montajes suyos como Abdala, de José Martí; o los mundos superpuestos de Mi amigo Mozart, de Esther Suárez Durán; la gracia del mundo cimarrón de Papito, de Hugo Araña; sus tanteos con el elenco maduro y joven del Guiñol Nacional en El Quijote anda, de Freddy Artiles; El panadero y el diablo, de Javier Villafañe; La república del caballo muerto, de Roberto Espina o la deliciosa y cruel versión del texto En familia, de Jacques Prévert?
Más de 50 años activos son un cúmulo de vida y trabajo demasiado sospechoso para los que han dejado el tiempo pasar. Los premios y reconocimientos llegaron unas veces en los últimos tiempos y otras no, hasta obtener el Premio Nacional de Teatro en 2018, más el maestro ―no creo que a estas alturas y con el abultado currículo de experiencias, búsquedas y logros aquí levemente expuestos, alguien se atreva a cuestionar tal categoría― no se ha cansado jamás, en duro y constante combate con la vida. De la cruzada teatral guantanamera a los cerros de Venezuela, la impronta de su enérgico carácter ha quedado indeleble en el recuerdo de la vida de muchos.
Entre 1999 y 2006, fue profesor titular del Instituto Superior de Arte (ISA) de La Habana, nombramiento con el que a veces hizo malabares, colocando toda su sabiduría en la punta del sombrero de un mago, para ver qué cosa salía. Para los que deseen conocer su legado en blanco y negro, hay amplia documentación en libros como De Vidushaka a Pelusín, el fuego eterno (1998), Ediciones Vigía, Matanzas; El Títere: El superactor (1998), Ediciones La mueca, Michoacán, México; El títere, ¿en la luz o en la sombra? (2002), Ediciones Unión, La Habana; Títeres: El arte en movimiento (2004), Editorial El mar y la montaña, Guantánamo, entre otros.
Podría preguntarse en los 109 886 kilómetros cuadrados de superficie de la Isla, dondequiera que exista un titiritero, si conoce a Armando Morales. De seguro que responderán que sí, tan orgullosos como deudores de alguien que siempre estuvo en el vórtice de la polémica, en la construcción cotidiana de una obra cuyo principal signo ha sido la estela inolvidable de su quehacer.