Fue por música y entregó música, de principio a fin. Se sabe lo que Luis Carbonell representó para la escena cubana, la espiral ascendente en el arte de la recitación, y los vasos comunicantes que estableció entre la lírica y el ritmo que nutren la identidad nacional.
Cómo no reconocer el ingenio y la gracia, el estilo único que insufló a las estampas costumbristas. Cómo no reconocerlo como el artista que hizo irrepetible el modo de decir los textos de Félix B. Caignet (“Coctel de son” y “Me voy de flirt”), Jorge González Allué (“Los quince de Florita”), Rafael Sanabria (“Espabílate, Mariana”), Arturo Liendo (“Igual que el Niño Valdés y María”, “Carmen y Cuca”), Álvaro de Villa (“Mi Habana”), Enrique Núñez Rodríguez (“La alergia”), Francisco Vergara (“Se lo dije a Caridá” y “Yo quiero ser comparsera”), Roberto Díaz de Villegas (“Refajo marañón”) y Antonio Castells (“Ilusión de abuela”); del puertorriqueño Fernando Vizcarrondo (“¿Y tu agüela, a’onde e’tá?”), del brasileño Jorge de Lima (“Esa negra Fuló”) y el gran venezolano Aquiles Nazoa (“En el club”).
Cómo no honrarlo por haber sido puente para el conocimiento popular de la poesía de Nicolás Guillén, José Zacarías Tallet y Emilio Ballagas, por tan solo citar a tres nombres imprescindibles de la poesía vernácula que tiñeron sus versos con el más auténtico color cubano.
Obra de cultura, bien alejada de una búsqueda facilista del éxito, la de Luis Mariano Carbonell. En días pasados, cuando viajé a Santiago de Cuba para participar en la agenda dedicada, por la Fiesta del Fuego 2023, al centenario del nacimiento del extraordinario artista, el poeta León Estrada, editor de la revista Del Caribe, me regaló una anécdota que dice mucho de la recia y, a la vez, generosa personalidad de Luis Mariano.
Cuenta Estrada que, en 2011, a propósito de que otro ilustre santiaguero, José Antonio Portuondo, cumplía cien años de haber nacido, se dirigió a Luis Mariano para recabar orientación que le permitiera evocar la poco conocida contribución del profesor, crítico y ensayista, a la llamada poesía afrocubana. Este no solo correspondió a la solicitud con presteza —algo que no esperaba Estrada— sino que le envió poemas de esa zona cultivada por Portuondo, autor de “Rumba de la negra Pancha”.
Pero a Carbonell, el músico, es al que pretendo dibujar en estas líneas, como también —veremos más adelante— al cubano irreductible y radical. El músico que de muchacho estudió piano con Josefina Farré, pedagoga santiaguera de excelencia y que, tempranamente, integró la nómina de la radioemisora como pianista acompañante. El joven que se sumergió en las partituras de Bach y Mozart, Chopin y Schumann, a la vez que descubría el pianismo cubano de Saumell y Cervantes, este último en el centro de su última notable hazaña discográfica.
Músicos entrañables tuvieron que ver con su definitiva deriva hacia la recitación, puesto que, en 1947, estando en Nueva York, coincidió con Esther Borja y Ernesto Lecuona, “a quien en una fiesta íntima impactaron la buena dicción, la entonación exacta, el gesto preciso y el original estilo del novel artista en sus interpretaciones de la poesía afroantillana” —según relata el acucioso investigador Ramón Fajardo. Todo quedó servido para que Luis Mariano actuara en un programa especial radiofónico de la NBC, y el 11 de marzo de 1948 ofreciera su recital Poesía afroantillana en el Carnegie Hall. Y luego, de regresó a Cuba, comenzara a tejer su leyenda entre nosotros.
Sin lugar a dudas, Carbonell ocupó un lugar cimero como intérprete de la poesía. Pero el magisterio musical que ejerció a lo largo de su fecunda vida merece tratamiento especial. Si bien fue reconocida con su proclamación como Premio Nacional de Música, todavía no se ha distinguido lo suficiente esa faceta del artista.
Sin pretender agotarla en su riqueza y vastedad, vale la pena decir que Luis Carbonell dominaba una especialidad que se está echando en falta: el repertorista. Es el músico que orienta y monta el repertorio de un cantante o agrupación; sabe lo que mejor les conviene, lo que encaja en su estilo y lo potencia en correspondencia con las características del intérprete. Es, al mismo tiempo, un decantador de calidades.
Así fue como trabajó con Esther Borja en la preparación del disco Rapsodia de Cuba, que grabó en la capital española en 1953, con la Orquesta de Cámara de Madrid, dirigida por Daniel Montorio y el cubano Fernando Mulens. Pero lo que vino después superó todas las expectativas. “Íbamos caminando por la Gran Vía de Madrid, Luis Carbonell, el empresario disquero Mantilla, cuando este le dice a Luis que cualquier idea que tuviese para una grabación se la hiciera saber. Luis quería que un intérprete cantara a dos, tres y cuatro voces. Entonces, Mantilla le comentó que esa era una empresa imposible en Cuba, porque tecnológicamente, no estábamos listos. Se necesitaban pistas. Así que a nuestro regreso Carbonell se lo cuenta a Medardo Montero, grabador que trabajaba en ocasiones con nosotros, quien después de analizarlo un poco, aseguró que sí era posible. Y comenzó la gran aventura. El montaje nos llevó siete meses. Luis no deseaba que se grabara hasta que todas las voces no estuvieran montadas. El aprendizaje de las distintas voces me hizo madurar inmensamente. No me parece que hayamos tenido que repetir muchas cosas, solo algunos detalles”.
“A Luis Mariano habría que seguirlo tras las huellas de voces tan diversas como las de Pablo Milanés y Linda Mirabal, el cuarteto de Orlando de la Rosa y el de Facundo Rivero, Los Cañas (…) y Los Papines”.
Viene a cuento subrayar el rigor que puso Luis en todo lo que hizo. En él cabe hablar de la estudiada disciplina de la espontaneidad.
Yo mismo fui testigo de ese estricto proceder. Cuando se hallaba montando las “Danzas melopeas”, de Cervantes, para la espléndida edición discográfica interpretada y dirigida por el talentosísimo pianista Ulises Hernández en 2004, me confesó: “Estoy repasando cada sílaba, es la unidad de medida para que cada nota musical encuentre su correspondencia en la palabra. Solo cuando tengo esto resuelto puedo recomponer el texto. Entonces estaré listo para grabar”. Los textos de esa colección de cinco danzas cervantinas, Luis Mariano los había conocido en su natal Santiago. Y fue quién indagó, tempranamente, con Teté Linares, si el Museo Nacional de la Música conservaba partitura y documentos y, claro está, fraguó con Ulises y Producciones Colibrí esa formidable joya de la discografía cubana del siglo XXI.
A Luis Mariano habría que seguirlo tras las huellas de voces tan diversas como las de Pablo Milanés y Linda Mirabal, el cuarteto de Orlando de la Rosa y el de Facundo Rivero, Los Cañas —a quienes puso en la pista de los Swingles Singers, con músicas barrocas— y Los Papines —sorprendentes las armonizaciones vocales de los legendarios rumberos.
Al comienzo de esta nota me referí a la cubanía de Luis. Delfín Xiqués, eficiente archivero y documentalista del diario Granma, me hizo llegar copia de una entrevista que el músico y recitador concediera al diario Revolución, publicada el 1ro. de agosto de 1963. ¿Motivo? La supuesta muerte de Luis en un intento de salida ilegal del país, ametrallado por guardafronteras, puesta a circular por cables de las agencias AP y UPI, ambas estadounidenses. El interlocutor de Luis en Revolución, José Gabriel Gumá, acotó: “Tratando de poner el parche antes de que le salga el grano, no atribuyen la información a alguno de sus redactores, un Tom o un John cualquiera, sino que se la cargan a informes llegados por diversos canales a manos de personas sin filiación política y a agrupaciones de exilados. Quizás esforzándose por dar seriedad a la noticia, las agencias no precisan la fecha del crimen y dicen, tranquilamente, que las fuentes no especifican la fecha del suceso”. Luis Carbonell dice de sopetón tan pronto se abre el elevador del quinto piso: “Me enteré de que me habían matado y vine a advertir que, por ahora, seguiré viviendo y que jamás podré morir en la forma en que esta gente me liquidó”.
La visita al diario culminó con este pronunciamiento suyo: “Por mi madre que no estoy muerto. Tengo mejor salud que nunca. Voy a vivir muchos años más. Sólo moriré de viejo, allá por el año 2000, y en ninguna tierra extraña sino en esta Cuba”.
Luis Mariano cumplió. Siempre en Cuba hasta el 2014 en que se despidió. Siempre en Cuba con su música y su poesía, por siempre.