A Roberto: de una caliban/a
8/6/2020
En 1974, fruto de las luchas boricuas y negras por una cuota de participación en el sistema educativo universitario de Norteamérica, pude ingresar, junto con otros siete dominicanos, a la Universidad Brooklyn College, considerada élite entre centros de altos estudios de Nueva York.
Muy pronto entendí lo que los hermanos y hermanas negros denominaban como invisibilidad (Ralph Ellison: The Invisible Man), pues no importaba cuanto estudiáramos, sencillamente no existíamos para un profesorado no acostumbrado a que pudiéramos pensar.
Aun, de forma especial, estábamos confinados al sótano del Centro para Estudiantes, un edificio de ocho pisos desde donde, con cadenas y bates, nos expulsó la Liga de Defensa Judía.
Eran los gloriosos tiempos de los Young Lords en el Barrio y del Movimiento de los Panteras Negras. Angela Davis estaba en la cárcel por proclamar que “Black is Beautiful” y ondear un afro que fue bandera de lucha de las negras, latinas y caribeñas en esos años.
Para protegernos físicamente, la solución inmediata fue formar una Coalición de Gentes del Tercer Mundo, pero la protección más importante tenía que ser ideológica. Fue ahí donde un profesor de Historia nos hizo leer Calibán, de Roberto Fernández Retamar.
Una reflexión sobre la identidad latinoamericana donde este planteaba: “La existencia de una cultura latinoamericana, con características propias, y dentro de esa cultura dos tradiciones: una que reniega de su propia identidad, y otra que la reivindica”.
De momento nos entendimos todos y todas como hijos e hijas de Calibán. En el idioma que nos estaba inculcando el Próspero norteamericano, comenzamos a descifrar los orígenes de nuestra colonización mental y a maldecirlo.
De Fernández Retamar también aprendimos que existía otra tradición, la del Arielismo de Rodó, símbolo del intelectual latinoamericano, y que teníamos que optar entre ser como Próspero o como Calibán.
Hijos e hijas de la barbarie, como nos definiera Sarmiento, la “civilización norteamericana y europea” nos estaba vedada, por más que una pléyade de “intelectuales” latinoamericanos, denunciados por Roberto en su épico ensayo, trataran de limar nuestras “rudezas calibanescas”.
Calibán fue el preludio al descubrimiento de José Martí y “Nuestra América”, y ambos el arma con la que pudimos combatir no solo nuestra negación como gente, sino la pretendida “a-historización” y desclasamiento a que nos quería someter la universidad.
Por eso, cuando finalmente pude conocer a Roberto Fernández Retamar en 1992, como jurado del premio Casa de las Américas, solo pude tartamudear “¡Gracias!, ¡Gracias!, ¡Gracias!”, mientras él, ¿sorprendido?, esperaba (imagino), alguna explicación sobre mis lágrimas.