A quien no quiere radio… se le dan tres tazas
La radio, ¡ah, la radio! La humilde, la imbatible. Os voy a referir tres historias. Dicen que la radio se va, que se esfuma… Yo digo que se queda dentro. Resguardada, como una flama. Allí, entre las cosas que nadie puede tocar, que nadie puede apagar.
Dicen que es pequeña, como si eso fuera menoscabo; que es hermana menor. Yo digo que la radio no cesa de crecer, de demostrar su estatura. Dicen que es la gran pantalla, que es la imaginación. Yo digo que llevan razón, toda la razón del mundo.
La gran pantalla
Ya lo he dicho, lo he contado, pero solo la mitad. Cuando al filo del mediodía, Radio Progreso anunciaba Alegrías de sobremesa, allá iba mi abuela, indefectiblemente: “Oye, ya están dando Paco y Rita”. Era sinónimo de que debía ir a la mesa sin dilación, y minutos después, emprender rumbo a la escuela.
“Era la voz. Era el guión de Luberta, los efectos, la actuación. Eso bastaba para levantar un edificio”.
Por esos caminos, flotando en el aire, me iba con la sonrisa de Estelvina, con la picardía del tío Simeón, con la pena de Alejito, con las palabras de Idalberto Delgado y de Marta Jiménez Oropesa, con el sombrero de Melecio y con Teté, siempre enterada de todo.
Pasaron algunos años, la familia de Alegrías… tuvo sus tristezas, como toda familia. Un día decidí que no podía esperar más, ni un minuto más, y me fui a La Habana y entré al teatro. Me senté en la última fila. Y aquellas paredes que yo había levantado, aquellos colores que les había puesto, aquellas escaleras, no existían.
Era la voz. Era el guión de Luberta, los efectos, la actuación. Eso bastaba para levantar un edificio.
Al salir, caminé toda Infanta, tuve que hacerlo. Me fui en silencio, me fui grande, me fui feliz.
La humilde
¡Qué apuros tenía ese día! ¡Qué apuros! Y entré a grabar, como quien dice, “matando y salando”. Juan Antonio Balbuena Céspedes, estaba del otro lado del cristal, era el realizador de sonidos. Me recibió con su voz ronca de siempre, con la disciplina de siempre. Parecía haber estado siempre ahí.
Era 11 de septiembre. Mi comentario versaba sobre los paralelismos y las disonancias entre el golpe de estado de Chile y el atentado a las torres gemelas de Nueva York. Extraje mi papel ante el micrófono, leí de carretilla, cumplí. No había tiempo que perder.
Balbuena se levantó de su asiento, puso su mano delicadamente en mi hombro y me invitó a detenerme:
―Escucha…
La cinta corrió —bajé la cabeza— retorné al estudio. Miré su rostro mientras grababa. La inflexión exacta, los subrayados, los silencios, los puntos y las comas, te pueden hacer sangrar.
Balbuena se levantó de su asiento, puso su mano delicadamente en mi hombro y me invitó a detenerme:
―Escucha…
Y cuando hubo terminado aquella sesión, agregó otra palabra, así no más, con su voz ronca de siempre: Gracias.
Juan Antonio Balbuena Céspedes había alfabetizado, había sido maestro de generaciones de radialistas, había grabado a los más grandes músicos de Cuba. En 2009 recibió el Premio Nacional de Radio, justo cuando su vida expiraba.
Él era una historia. Y yo, un chico apurado que había entrado al estudio.
La imbatible
Miedo. El miedo destila por las paredes, mueve sus aspas filosas. El miedo gotea. Noche-madrugada de octubre. Mi padre tomó un martillo para clavetear las puertas, la cosa está fea, la anuncian peor. Sandy, el huracán, viene directo hacia nosotros.
La televisión es lo primero que se va. Caen los cables, caen las torres. Nos refugiamos en el baño de la casa. Mil proyectiles pegan contra las paredes, son tejas que vuelan como papel. Hay un rugido de selva, un rugido de espanto allá afuera.
“¿Tú crees que la casa resista?”, le digo a mi padre, le miro a los ojos con fijeza.
Él mismo ha hecho los cimientos, los ha hecho tan profundos que yo cabía dentro. Me devuelve la mirada, pero es una mirada que no conozco, que nunca he visto: “No sé qué te diga, mijo, no sé…”
“Me toca informar. Me toca contar. Me toca dar voz al drama, a la vida, a la esperanza”.
Nuestra única compañía en las tinieblas es un pequeño radiecito de pilas. En los momentos en que parecía que el mundo se acababa, ahí estaba. Radio Rebelde desde el subterráneo de la Universidad de Oriente. Carlos Sanabria Marrero, su voz, describe cómo todo vuela.
“No conocerán la ciudad, cuando amanezca”, dice.
Y la radio nos presenta a los expertos, anuncia por dónde pasa ahora mismo este viento del diablo y al fin, unas horas después ―unas pocas como un siglo― nos dice que dejó la Isla.
Ha sido inmisericorde.
He tenido que remontar un bosque para salir de mi casa. Han raleado la ciudad, la han desencajado. Santiago es una lágrima. Voy a mi emisora. Me toca informar. Me toca contar. Me toca dar voz al drama, a la vida, a la esperanza. Caminando, con altavoces, con baterías, poniendo el pecho.
Es la radio.