A propósito de un concierto del coro Entrevoces

Alberto Faya
25/3/2019

Hay una lengua espléndida, que vibra en las cuerdas de la melodía y se habla con los movimientos del corazón: es como una promesa de ventura, como una vislumbre de certeza, como prenda de claridad y plenitud. El color tiene límites: la palabra, labios: la música, cielo. Lo verdadero es lo que no termina y la música está perpetuamente palpitando en el espacio.

Coro Entrevoces, dirigido por Digna Guerra. Foto: UNEAC
 

Así se expresaba José Martí, inspirado por su encuentro con las interpretaciones del violinista cubano José Silvestre White, en mayo de 1875, y continuaba diciendo:

… esta revelación de lo más puro entre las lobregueces de la vida: esta garantía de lo eterno prometida al espíritu ansioso en el nombre augusto de lo bello: – tanto es esa lengua arrobadora, madre de bellezas, seno de ternuras, vaga como los sueños de las almas, gratísima y suave como un murmullo de libertad y redención.

La música es el hombre escapado de sí mismo: es el ansia de lo ilímite surgido de lo limitado y de lo estrecho: es la armonía necesaria, anuncio de la armonía constante y venidera.

No puedo encontrar mejor definición para mis emociones al recordar el concierto que en la tarde del 23 de marzo pasado, ofreciera el coro Entrevoces dirigido por la maestra Digna Guerra.

La sala estaba nutrida y el público asistente otorgó el mejor regalo que puede hacérsele a un grupo de artistas en escena: una larga y sentida ovación final. ¡Cuánto hubiera deseado que la magia derrochada por aquellas cantoras y cantores, dirigidos por tan ilustre conductora, hubiese sido generalizada al alcance de miles y miles de cubanos!

Cierto es que la capacidad de una sala de concierto es limitada, en lo que a asistencia de público se refiere pero, afortunadamente, poseo grabaciones realizadas por ese mismo coro, a través de las cuales puedo, en casa, disfrutar también de su arte.

Es precisamente en esto que me quisiera detener, mucho más cuando, mientras escribo estas notas, frente a mi casa y en tránsito por la calle, pasan una y otra vez muchachos, bicicleteros, conduciendo sus vehículos mientras me obligan a escuchar los monótonos, escandalosos y simples temas que derrochan a través de sus altavoces. Son expresiones musicales que inevitablemente resultan compartidas por quienes han alquilado el vehículo y por quienes, como yo, están obligados a escucharlas a lo largo de calles y calles durante casi veinticuatro horas y todo el año.

Los avances tecnológicos y científicos que permitieron la preservación de la música en grabaciones, así como su reproducción a través de equipos, constituyeron un importante paso para atesorar y reproducir sonidos. De repente, una especie de democratización de la música comenzó a experimentarse. La música se puso al alcance de los recursos económicos de personas pertenecientes a diversos estratos sociales. La radio contribuyó aún más a ese proceso de popularización de obras y luego el cine sonoro, la televisión, las muy diversas técnicas de grabación y reproducción hasta llegar a los videos e Internet.

Desde finales del medioevo hasta hoy, el espacio que había ocupado la música en salas de los nobles, teatros o eventos populares de muy diverso tipo, evolucionó hasta permitirse que, en nuestros días, una familia que posea cierto equipamiento, imponga su gusto a quienes vivimos en su misma cuadra o que el “sonidista” de una feria popular la imponga también a quienes habiten cerca del ámbito ferial, lográndose una masificación voluntaria e involuntaria de sonidos y hasta algo cercana a los ruidos.

Los espacios donde la música se expresa se han diversificado, pero no ha ocurrido lo mismo con diversas expresiones musicales cuyo ámbito se ha especializado, por no decir restringido, a lugares específicos. Algunos han adjudicado este tipo de segregación a expresiones musicales diversas, pero pienso que las razones van mucho más allá de la música.

Hoy, por ejemplo, no es nada común bailar y tocar el zapateo cubano que mi abuela y mi abuelo danzaban en bailes populares de su juventud; contemporáneamente, su existencia está limitada a la práctica de agrupaciones llamadas folclóricas. Las hipótesis acerca de ese confinamiento pudieran aludir a muy diversas causas y sería muy interesante escudriñar las razones de su desaparición del salón de baile cubano. Una razón pudiera estar en el desarrollo de la urbanización de la música.

“‘Estar a la moda’ o ‘al día’, han sido conceptos que comenzaron a ser
manipulados por los grandes centros exportadores de cultura.”

 

A partir del desarrollo tecnológico, generador de las grabaciones y reproducciones de la música y que comenzó desde finales del siglo XIX en países “desarrollados”,  los centros urbanos se convirtieron en consumidores de músicas cuya función social se esparcía entre las clases sociales que los conformaban. Eran los ámbitos preferenciales para el desarrollo de la comercialización de todo lo relacionado con la música, desde los aparatos reproductores, hasta los medios que informaban acerca de ella, es más, se produjo una estrecha relación entre productores de música y medios para promoverla y divulgarla.

En los que pudiéramos llamar “grandes centros hegemónicos generadores de música” se produjo un alto nivel de popularización de determinadas expresiones, en detrimento de otras, partiendo del hecho de que ciertas manifestaciones eran el producto de una cultura popular cuyo consumo garantizaba altos dividendos a quienes tenían la posibilidad de producirlas y difundirlas. Debido a la misma razón apuntada antes, ciertas expresiones musicales fueron despojadas de rasgos que las ubicaban en sectores muy específicos de la sociedad para convertirlas en clichés, aptos para ser consumidos masivamente. Estas simplificaciones dañaron, en muchos casos, la riqueza de las creaciones populares, muchas de las cuales fueron ubicadas dentro de lo que se ha dado en llamar folclor, cuyo consumo terminó siendo más limitado.

Los temas que se (re)producían en aquellos centros urbanos comenzaron a atravesar los límites geográficos, al impulso de mecanismos de comercialización e invadieron otros centros urbanos de naciones de las llamadas subdesarrolladas. Actuaron sobre quienes tuvieron, no sólo la posibilidad de escucharlas sino también la noción de que escuchaban el producto del “desarrollo”. Esa invasión produjo efectos similares a los que se produjeron al interior de los centros urbanos hegemónicos y muchas expresiones típicas de las culturas de los pueblos comenzaron a ser relegadas al plano de expresiones folclóricas, con cierto carácter museable, por lo que perdían masividad en su consumo.

“Estar a la moda” o “al día”, han sido conceptos que comenzaron a ser manipulados por los grandes centros exportadores de cultura.  Maquinización y desarrollo marcharon también de la mano de ellos; el filme de Charles Chaplin: Tiempos Modernos, nos ofrece, por ejemplo, una descarnada muestra de esos procesos.

Las posibilidades infinitas de la creatividad musical han sido explotadas en función de supuestas actualizaciones culturales, que han hecho de los jóvenes el objeto fundamental de su acción. Desde las cúpulas de enormes centros generadores y controladores de más del 75% de la música que hoy se ofrece en Internet, se nos dictan necesidades de consumo, cuyos modelos aparecen en los titulares de las hoy subsidiarias empresas de streaming. Tanto el humilde joven bicicletero como el que deambula con un amplificador portátil, expandiendo indiscriminadamente la música que le ha sido dada como suya, son resultados directos de una hegemonía contemporánea porque, entre otras cosas, carecen siquiera de una visión crítica acerca de lo que que son Dizer; Itunes o Amazon.

¿Seguirá la posibilidad de encontrarse con un arte de excelencia como el ofrecido por el Coro Entrevoces, una especie de fenómeno culturalmente excepcional y fundamentalmente para ciertos consumidores? Ejemplos como el de Silvio y sus conciertos callejeros nos muestran un camino pero tienen que ser desarrolladas otras muchas opciones para el mejor arte.