En su espléndido ensayo Shock, Naomi Klein investiga las estrategias que usa el neoliberalismo en expansión para tomar el control de naciones diversas del planeta. La más básica consiste en aprovecharse del estado caótico que deja en la sociedad un desastre natural, o uno de pésima administración económica, para intervenir bajo un disfraz de ayuda humanitaria. Del mismo modo en que la persona que ha sido sometida a terapias de shock indefinidamente no logra discernir con claridad, menos si se trata de esfuerzos que se concatenan, el sujeto social, en ese caso, no ve las consecuencias posteriores de lo que se le propone y acepta asumir el inmediato alivio como salvación. Los casos que analiza en su libro son diversos y, sin embargo, la comunidad de consecuencias adversas es muy abundante. Para ninguno ha habido vuelta atrás, por cierto.
La pandemia actual ha devenido un evento más que propicio para intensificar la guerra de injerencia contra la República de Cuba, cuyo estatuto constitucional es socialista. No es la primera vez que se intenta la construcción de un espacio caótico a propósito de un fenómeno natural, como lo hicieran con varios ciclones y con el extraño tornado que pasó devastadoramente por un área de La Habana, pero sí cuentan con la larga duración de este fenómeno. El recrudecimiento de esa guerra ha diversificado sus frentes de agresión, desde instigar a la delincuencia común y al lumpen proletariado, pasando por un amplio sector profesional que no acaba de recibir justa remuneración por su trabajo, y se hace entonces permeable ante las diferencias sociales de que es víctima, hasta intelectuales y artistas que han elegido esos módulos propagandísticos para llamar la atención sobre su obra, o su nombre propio, y conseguir un buen mercado para el producto que hacen. En este último sector se ha impuesto un requisito para que la propaganda de guerra cultural lo considere artista: estar en contra del proceso revolucionario, sea abiertamente, sea con actitudes parciales o sesgadas que esa misma acción propagandística pueda traducir fácilmente con signos negativos.
Si miramos las listas asumidas por la profusión de opinólogos que resurgen tras el 11 de julio, vemos, sin mucha perspicacia, que hay una amplia concordancia entre ellas. Tanto los desconocidos, algunos sin obra que mostrar siquiera, como los conocidos y más relevantes, cuya obra se forjó en estrechas relaciones con el sistema institucional de la Revolución cubana, se presentan como hitos culturales de la Cuba de hoy. Tal parece que en nuestro panorama no hay nada más que eso. Es anodino, absurdo, y se transforma en realidad a través de una reproducción informativa de asombrosa estrechez para una prensa que se presenta como libre, y diversa. Me niego a creer que todos los que escriben, o concedan entrevistas, respondan a una norma de manual injerencista, aunque coincidan con sus puntos básicos aun sin proponérselo. ¿Por qué entonces se trilla ese camino y, en nombre de la diversidad y libertad de expresión, se llama a un pacto único de ideología?
Casi la totalidad de los artistas, músicos, dramaturgos, coreógrafos, escritores e intelectuales cubanos, de los cuales la mayoría produce obras críticas, irreverentes, desafiantes, desaparece de esos panoramas. Y muchos, muchísimos de los que son supeditados de ese modo, muestran un currículo que da buena tela por donde cortar, incluso si se quiere llevar algún que otro dedo a un par de llagas. ¿Por qué, insisto, la estricta simplificación?
En primer orden, hay desconocimiento, ignorancia e incluso incapacidad para valorar muchas de esas obras y, lo principal, disfrutarlas en su más hondo sentido. Abruman los estándares de estamentos masivos que se ponen en uso como para arriesgar un plan de acción propagandística que apenas aporta nada nuevo a lo que ya se daba por pasado con la guerra fría. Apenas adaptan esa serie de cánones y cierran, con férrea vigilancia, toda posibilidad al diálogo, o a la inclusión. Y el motivo es simple, insisto nuevamente: quien habla desde dentro de la revolución, ya sea con loas, que en el arte y la literatura hay pocas, o críticamente, lo que abunda en la promoción institucional cotidiana, está excluido si no se ajusta al tópico de testaruda deslegitimación. Y así pasamos al segundo por qué. Una lógica elemental de razonamiento conllevaría a reconocer que, para ser una dictadura (palabra comodín de esta etapa de postguerra), promueve bastante de lo que la define críticamente, con valores perdurables y no propagandísticos. Cualquier curaduría, cualquier repaso editorial, cualquier visita por los escenarios teatrales cubanos, abundaría en pruebas de ello y desmentiría el mito de que toda creación independiente se quiebra por censura.
“Quien habla desde dentro de la revolución, ya sea con loas, que en el arte y la literatura hay pocas, o críticamente, lo que abunda en la promoción institucional cotidiana, está excluido si no se ajusta al tópico de testaruda deslegitimación”.
No diría, desde luego, que esto se hace con la sonrisa franca de todo el sector burocrático que puebla esas instituciones. Personalmente, pudiera contar varias anécdotas, pasadas y recientes. Hay forcejeos, encontronazos, incomprensiones e injusticias, de ambas partes, aunque solo se saque a exhibición aquello que pueda disfrazarse de censura por quienes buscan a toda costa llamar la atención sobre su obra, de cansinos, epigonales valores incluso en aquellos que antes dieran muestra de mejor esfuerzo. Demasiada fórmula reiterativa que la crítica obvia por temor a ser víctima de linchamiento público. También tengo experiencias concretas de este tipo.
Y así podemos nombrar una tercera causa: hay una vida cultural activa en Cuba —a pesar de las crisis que han reducido drásticamente ediciones, puestas y otros etcéteras— que está lejos del panorama de caos dictatorial que se empaqueta como juicio. Muchos de los que componen esos listados de manual que ahora se repiten, como si de verdad pudieran convertirse en canon, no pasarían una competencia elemental en un plano estrictamente cultural en Cuba. Con mediaciones especializadas, críticas, académicas, no con decisiones administrativas, o del funcionariado. Son multitud que depende más de la alharaca que construyen que de la magra obra que producen. Otros lo son, y pueden seguir siéndolo, pero se toman las necesarias vacaciones que el marketing exige. Es un timo mayúsculo, irresponsable, por el que no suelen pedir cuentas los intelectuales de nivel, con capacidad y conocimientos para comprender más allá de la superficie del fenómeno. Es el último de los motivos que lleva a explicarnos el porqué de tan discriminatorio panorama: al autocensurarse con un buen disfraz, esperan pasar inadvertidos y permanecer a menos de una cuarta de su propio ombligo.
Para una institución como el diario El País, orgánico en su insistente oposición a la Revolución cubana, parece coherente apresurarse a emitir su anodino editorial. Lo hizo y cumplió, según lo establecido. Tras presentarlo en el suplemento cultural Babelia del día 30 de julio, bajo el título de “Mapa posible para el debate cultural en Cuba”, añadió un bajante que no da lugar a dudas: “Todo lo que hay que leer, ver y oír para orientarse en un universo tan complejo y rico como polarizado”. Y ese “todo” babélico no debe ser entendido como totalitario, ¡qué va!, es muy semántico y neutral y aquel que lo entienda como una vaselina de tortura se gana su carnet de agente. Complejo, diverso y rico es el panorama real, que polarizan a fuerza de campañas.
De acuerdo con su nómina, no obstante, desaparecen de la historia cultural cubana una cantidad de acciones, obras, debates, y de todo, que dan para voluminosos ensayos, más que para un artículo. Algo así como cuando a los educandos de primera enseñanza les asignan la tarea de redactar la biografía de José Martí en no menos de tres párrafos. Por si no fuera suficiente con la tabula rasa que pasa el redactor editorial de Babelia, las únicas obras de impacto cultural se gestan fuera de Cuba y, por requisito de aval, en contra del proceso revolucionario. ¿No le parece a nadie un acto de censura férrea esa conducta? ¿Tampoco un acto de acoso y discriminación simbólica?
Es parte del estado de shock que se genera y no hay que esperar, de su voluntad al menos, desobediencia al mandato de plantilla. Pero me niego a cansarme de esperar por juicios menos dóciles, menos ocultos a la vista de todos, y menos camuflados —si es que no pueden renunciar radicalmente— en ese ataque despiadado y falaz a quien trabaja duro y, lo más inconcebible, en suplantar a toda costa a esos colegas de gremio que a diario se enfrentan a sus propias luchas, creación mediante.