Leyendo el conmovedor y largamente esperado libro Alejándose del resto, de Julio Mitjans,[1] recuerdo la idea de Yehuda Amijai de que la finalidad de la poesía, como la de todo arte, es ayudar a la humanidad a soportar sus males. Así, en este poemario, además de dibujarse amantes estremecidos por encima de la neutralidad o la vacuidad de la naturaleza y del hecho social —los vivos misterios del amor hincados en lo social—, se nos entrega un curioso retrato del entorno social y la ciudad. La ciudad es una subjetiva presencia que se acerca en sus seres llenos de inercia, ya sin calma.
En estos textos, además de ser representados fenómenos concernientes al universo homoerótico, podemos ver La Habana, sus calles atestadas y solitarias, sus gentes comunes, tratando de imponerse ante un destino aciago.[2] A la comunión furtiva y breve, y a la evocación del placer, de que dan prueba estos poemas, se une la visión de la vida como un cúmulo de inercia e incomunicación: la avidez con que nos tornamos a la vida, en la que lo que anhelamos siempre supera a lo que conseguimos:
Lector de fondo
Has leído un libro un mapa donde ya
no puedes defenderte de la vida
has hilvanado un estanque
un espejo en el que transcurre algo similar a tus días
una sucesión que no puedes compartir.
Lees y en ese intento
apenas recobras un poco de soledad
lo demás son borrosos pueblos de campo
encuentros furtivos
conversaciones sucesos que se juntan en un mismo
caudal a la tristeza a la alegría
pronuncias dices y nadie comprende:
un reflejo en el que miras como a un espejo
palabras con la que solemos llenar
Así, junto al reflejo de la naturaleza dramática de la vida, emergen cantos al dolor de su tierra, al dolor de los suyos:
A veces
I
A veces he querido saciar la sed en las cajas de agua que el poeta vislumbraba al borde del abismo, a veces alguna extranjera me conversa un país lleno de dolor, los frondosos árboles del prado continuamente le dan otra textura a la tarde, algo así como un lienzo, una premonición en Flandes; pero esas son cenizas hueras, que el lector recogerá lejos de la calle monte, lejos del desencuentro y el hallazgo, palabras que después de los leones que flanquean el paseo, no devuelven la mar insomne que tanta muerte que tanta vida confiesa.
II
Se abren las calles como un dolor predestinado, se inclina el hombre una y otra vez, en medio de los desmanes busca un poco de brisa. Nada alivia, ni el amor sediento. Los astros de la noche no pueden trazar la ruta, se comba como un velero aventado por la amargura, y crecen sus sueños y camina y camina más, y vuelve sobre la sabana el octosílabo furioso, la existencia que la multitud desconoce.[4]
Es que el poeta ve como un drama el hecho de dejarse conquistar por la esencia de lo efímero, sin aspirar a un más allá. Son “las vidas que en el hastío murmuraban una alabanza” de las que se nos cuenta, aunque el poeta reconoce que la vida es armónica, aun en las existencias más abismadas:
El esplendor
Al fondo del barranco las velas parecen inmóviles en el espejo de agua una ligera brisa apenas perturba la existencia, el reflejo, alguna paz recorre los días previos a esta plenitud, en el estar repasas tus razones: los mayores del pueblo adelantan el gesto confesándote sus historias, tus hijos aún no aprenden a desperdiciar el tiempo, el maíz estalla en minúsculos soles
Monedas que ruedan hacia la próxima cosecha, en las noches tu mujer se rehace en un gesto, y piensas: pavorosa la vida del que no ha amado; pero no confíes
Los ancianos, los hijos, la mujer, la cosecha, viven en el aire que calma al anochecer y como aquella brisa es breve el esplendor.[5]
Entonces la ciudad y su compleja imagen social en el libro vienen representadas en la atmósfera extraña que la ocasión precisa y que consagra la evocación: así ha querido este poeta entregarnos su mundo y el verso labrado en su cuota de misterio y confesión mucho tiempo contenida, de tono inevitable o agolpado, con un tejido de pausas sicológicas de íntima fluidez. Aquí se narra el magnetismo y el sostén alado de la emoción, la dignidad de la emoción, hacia la armonía de las esferas. Marasmo mágico, vaho, arremetida en la fugacidad del placer atravesando siempre espacios coronados por la naturaleza.
En estos textos, además de ser representados fenómenos concernientes al universo homoerótico, podemos ver La Habana, sus calles atestadas y solitarias, sus gentes comunes, tratando de imponerse ante un destino aciago.
Pero en esa representación social descansa, quizás, uno de los aspectos mejor logrados del cuaderno, pues en él emanan asuntos sociales en pugna de nuestro entorno, como los móviles de la gente común, que pueden ir desde un pequeño robo hasta un asesinato, como se ilustra en los poemas “El ladrón del mercado” e “Interrogantes / Sucesiones”[6]; la prostitución “como belleza de un país a la deriva”,[7] la necesidad de tener una casa, y, lo más curioso, la representación en Dime si te sobrepones de la figura del negro como sujeto social, esbozada en el poema “Los negros galantes”, en el que aquellos están condenados a un espacio de inmovilidad social: “La vida más breve que ellos / es una garra que los atraviesa”, dada con efectiva hipérbole, pese a su magnetismo, la profundidad de sus sentimientos, y al hecho de que lo ocupan todo con las irradiaciones de su personalidad. Aunque deja claro en el texto los riesgos que conlleva su naturaleza indómita. El poema es una valiosa puesta en escena del drama que enfrenta el negro en nuestra sociedad.[8] Pero esa representación ocurre en varios textos en los que son descritos otros gestos de mentalidad colonial, como la existencia de negros hermosos, elegantes o creídos que solo buscan sus parejas estables entre mujeres blancas;[9] o el suicidio de jóvenes donde el promedio mayor es de individuos negros. En fin, seres dolidos frente a un mal que no tiene remedio, y que obliga a una evocación remota, plena de añoranzas. Se ofrece una imagen del negro como sujeto de una construcción social compleja, condicionada por un pasado de profundo escarnio y miserias que dan al traste con los conflictos de hoy.[10]
Entonces podemos decir que hasta nosotros han llegado los ecos de Guillén en una nueva esencia, en un nuevo esplendor: la escritura como testimonio de la agonía, o de lo imposible, que, al decir de Djuna Barnes, es lo único que dura eternamente.
Notas