Regularmente las oficinas tienen materiales de escritorio. Ilusos quienes piensen que el espacio de un hombre como Carlos Díaz se resumiría a eso. Hay de lo predecible y lo esperado: buró, libros, una pc. Lo desorbitante es lo otro.

La oficina del director de Teatro El Público pareciera la sucursal de un camerino. Igual de histriónica. En un rincón reposan, sobre maniquíes, tres pelucas voluminosas de color negro y rojo. Quien las ve piensa en cómo se puede soportar semejantes cabelleras, pero así también es su escenario: grandilocuente.

La oficina del director de Teatro El Público pareciera la sucursal de un camerino. Igual de histriónica.

Casi a propósito, está visible parte de la “artillería” escenográfica de cualquiera de las puestas del Trianón. Más de diez pares de zapatos se enfilan en secuencia; todos de mujer y altísimos. Y hay mucho más de esas armas indescifrables para ojos curiosos, pero que Carlos sabe bien por qué las tiene ahí. 

Los objetos se vuelven valiosos por el significado que les damos. No pregunto con detalle la procedencia de cada uno, pero, en aquel espacio pequeño, hasta el ligero desorden deviene obra de arte.

Quien ha tenido la oportunidad de conocer a Carlos Díaz no puede evitar desbordarse. Toda su vida se resume sobre las tablas. Para eso ha vivido y vivirá.

Dicen que el lugar que habitamos siempre guarda un pedazo de lo que somos. Aquella oficina, que tiene retazos de vestidor y huele a escenario, cuenta la bondad de Carlos y su compañía Teatro El Público.

¡Qué comience la función!

Para Carlos Díaz, los antecedentes de El Público son muy variados, todos marcados por las ansias de hacer arte. “Lo primero y lo último sería el teatro”, afirma.

Quien ha tenido la oportunidad de conocer a Carlos Díaz no puede evitar desbordarse. Toda su vida se resume sobre las tablas. Para eso ha vivido y vivirá.

Desde niño Carlos tuvo una fuerte vocación por la pintura, pero ha primado el deseo de hacer teatro. “Me he dedicado a pintar en el escenario y en el alma del público diversas historias. Hice teatro de niños y estuve muy cerca de las Charangas de Bejucal. Con esa experiencia aprendí el sentido que debe tener una historia para convertirse en un fenómeno plástico como lo fueron las carrozas de las Charangas de Bejucal, todas llenas de misterios, sorpresas y de artificios que aparecen y desaparecen.

“Trabajé en un grupo de teatro infantil que dirigía Juan Varona, en la Casa de la Cultura, y me inicié en el oficio de diseñar, que es de las cuestiones que más me enorgullecen. Todas esas ‘mentiras’ que lleva el teatro, cuesta mucho fabricarlas, como cuesta armar una puesta”.

Al concluir el preuniversitario, Carlos supo que quería dedicarse a la actuación. Sin embargo, en el ISA (antes Instituto Superior de Arte, hoy Universidad de las Artes) hace las pruebas para cursar Teatrología y Dramaturgia. En el examen de captación hizo un análisis sobre el trabajo de Vicente Revuelta. Ahí empieza su camino como teórico del teatro.

“Cuando llegué al ISA todo el repertorio de teatro clásico se hacía en televisión, en vivo. Ello me hizo llegar a la universidad con un dominio del teatro cubano. Era feliz estudiando Teatrología y Dramaturgia, tuve excelentes profesores y experiencias de confrontación con el arte que se hacía. Fue una época en la que el teatro se vestía de largo, todo un lujo.

“Pero, al terminar el ISA, dije que no quería ser un crítico, ni un teórico. Creé en Bejucal un grupo que se llamaba Teatro Ensayo de Bejucal. Me siguieron jóvenes, se hicieron obras muy buenas. Llegábamos a los festivales de aficionados y arrasábamos con todos los premios. Presentamos La zapatera prodigiosa y La puta respetuosa. Tuve un laboratorio muy especial y muchas de las personas que fueron para Bejucal conmigo entraron al teatro profesional en grande”.

Carlos Díaz atesora como una de sus más grandes experiencias de vida el haber trabajado con Roberto Blanco en el Teatro Irrumpe. Su primer compromiso fue en la asesoría de una obra de Abelardo Estorino; una puesta en escena enorme: conspiración de escaleras, bailes azules, candelabros.

“Roberto Blanco deviene escuela. Todo lo tenía muy claro. Sabía lo que se podía o no hacer. En Irrumpe tuve vivencias hermosas. Fui la persona más feliz del mundo cuando se estrenó Mariana Pineda, de Lorca; ahí trabajé mañana y noche en el diseño de vestuario, en las escenografías. Roberto confió en mí para aquella locura. Recuerdo la factura de ese teatro como algo sobrenatural. Venía desde Bejucal con alguna experiencia, pero la estética de Roberto era aplastante”.

Luego de Irrumpe entró como asesor dramatúrgico en el Ballet Teatro de La Habana. “Ahí montamos A Moscú, una puesta donde se contaban muchas obras de Chéjov y se bailaba. Era más complicado porque eran bailarines y actores; un elenco fuerte”.

Aunque la oficina de Carlos es un pequeño relicario de su vida como director de El Público, las tablas del Trianón se convierten en su mayor espacio de permanencia.

Pero Díaz seguía queriendo dirigir, luego de su estancia en el Ballet Teatro de La Habana. Lo que inició como el sueño de montar Un tranvía llamado deseo, terminó por ser no una, sino tres puestas: Zoológico de cristal, Té y simpatía y Un tranvía… 

“La trilogía fue el embrión de mi posibilidad de otra puerta grande. Me dieron la Sala Covarrubias y la producción estuvo a cargo del Teatro Nacional de Cuba. Ahí uní generaciones, trabajó Jorge Perugorría, Verónica Díaz, Carlos Acosta, Pancho García, Perdomo, Thais Valdés… entre otros.

“Las cosas del teatro son como cuando se acaban las fiestas, que todos preguntan cuándo será la próxima. Nos habíamos convertido en una familia. Presentamos un proyecto, que era Las criadas, de Jean Genet. Ahí entraron a hacer las criadas Pichy Perrugorría y Carlos Acosta, y la señora la hacía Mónica Guffanti. El 20 de mayo de 1992 nos dicen que se va a oficializar Teatro el Público, con tres actores y un director”.

El Trianón, sede de Teatro El Público.

Aunque la oficina de Carlos es un pequeño relicario de su vida como director de El Público, las tablas del Trianón se convierten en su mayor espacio de permanencia.

Y entonces él llega, con todo su espíritu campechano, y te sugiere que vive en una obra de teatro. Tanto en Bejucal como en La Habana; en Irrumpe o en El Público, a Carlos se le sale la “monstruosidad”. En donde viva y adonde vaya, su hábitat siempre tendrá trazos de teatro: es su naturaleza.

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