Hace mucho que me enamoré de mi tierra. Es cierto que el recuerdo desbasta los hechos, despojándolos de la hojarasca negativa que los enmascaraba en el momento de suceder, de manera que a medida que el tiempo hace su labor, hasta los instantes de amargura alcanzamos a leerlos como parte de una trama donde al final se nos configuran, si no felices, al menos necesarios y —por qué no— gloriosos.
Pertenezco a una generación que entraba a la adolescencia cuando, el 1 de enero de 1959, triunfó una Revolución que cambió la geopolítica mundial con la apertura de una nueva perspectiva poscolonial. Primero los pueblos, y luego algunos gobiernos, cambiaron radicalmente máximas que parecían universales, y comenzaron a pensarse con nuevos enfoques las gracias y lastres de asumir como absolutos conceptos tan relativos como el de libertad y democracia.
Muchos momentos duros —no quiero llamarles amargos, aunque no fueran gratos— debimos afrontar: la conciencia de lo heroico, de la entrega de tiempo y esfuerzo a cambio de muy poco en lo personal y mucho en lo social, sumarnos a líneas de pensamiento erradas que condujeron a metas no logradas o abandonadas, con el paso de los años se revalúan con el corazón como certeza de lo que correspondía hacer para el momento en sí.
Muchos de los beneficios derivados de esas entregas, con el vaivén histórico y el arribo de nuevas generaciones, van discurriendo como conquistas permanentes que, por cotidianas, parece que siempre estuvieron ahí, que no hay un antes y un después, aunque en su construcción (nosotros, los de entonces) dejáramos tiempo de vida, sacrificio, obra y sudor.
Cortar caña una zafra entera, recoger café, pasar el servicio militar de tres años ganando siete pesos mensuales, estar becado (siempre con sueño y hambre), trabajar en ocupaciones alejadas de nuestras inquietudes expresivas, apuestas económicas o culturales frustradas, son algunas de las cosas que hoy, con la indulgencia del recuerdo, restauramos e incorporamos al relato de nuestras vidas como positivas, porque catamos mejor su belleza épica. Acompañaban la certeza de trabajar por un provenir. Teníamos a favor nuestro la esperanza de que, más temprano que tarde, esas entregas rendirían sus frutos. Y los rindieron en buena medida, prueba de lo cual son las variadas estructuras sociales con que nos beneficiamos.
“El ideal socialista de convivencia conserva, con toda su limpieza, el fulgor justiciero que siempre lo ha inspirado”.
En los últimos años debimos en nuestro país reinventar caminos, cerrar veredas, cancelar trillos; pero nunca abandonar la búsqueda de vías para implantar y consolidar la alternativa política que se opone a la globalización de esa asimetría que el capitalismo exalta con el mercado como única vía posible para que el ser humano realice sus sueños.
En los años noventa parecieron del todo perdidos nuestros sacrificios. Pero la visión del líder, que sumó solidaridades y vislumbró horizontes inéditos, permitió recuperar, con unos cuantos gramos más de utopía y muchas acciones concretas, la decisión de no ceder. Política numantina la llamaron algunos, pero la historia de los últimos cuatro lustros del tercer mundo nos demuestra que lo acertado era persistir, aunque la balanza nos desfavoreciera y aún esté lejano el día de la plenitud.
La certeza de que muchos pueblos condenados a la pobreza permanente y creciente tengan a Cuba como ejemplo en la batalla por sus ideales, le aporta un nuevo esplendor a nuestra insistencia, tal via crucis, a los proyectos de justicia social donde horneamos el modelo de sociedad equilibrada, justa y próspera que nos hemos propuesto como meta.
Hoy son aún mayores las dificultades en Cuba, una gran parte —aunque no todas— derivadas del bloqueo que se nos impone por asumir la posibilidad del desarrollo fuera de los marcos de los designios imperiales. La Cuba de hoy, con limitaciones solo comparables con las que vivimos en la década de los noventa del siglo pasado, enfrenta nuevas crisis mientras lucha por reinventarse, más que todo en el terreno económico, asumiendo fórmulas osadas, cuya rentabilidad —en términos económicos, insisto— será invisible durante un buen tiempo aún. Apagones, escasez, escalada de precios, insuficiencia salarial, al parecer nos seguirán acompañando en esta empecinada resistencia. Pero el ideal socialista de convivencia conserva, con toda su limpieza, el fulgor justiciero que siempre lo ha inspirado.
La asunción de modalidades económicas que en buena teoría asimilan alternativas productivas del capitalismo, para conjugarlas con lo que en materia de justicia social se alcanzó, más que una claudicación es muestra de que el proceso revolucionario cubano conserva su espíritu de cambio en la medida que la práctica lo indique. Que las circunstancias nos llevaran por un camino no previsto, ni siquiera deseado, no devalúa la esencia filantrópica de ese modelo en que nos empeñamos, en condiciones cada vez más desventajosas.
La actual dirigencia de la Revolución ha reconocido públicamente la existencia de jóvenes que no hallan vías para su realización humana en el país, situación que, apoyada por leyes que estimulan la emigración ilegal, viene provocando una alta cifra de escapes. La reacción de las autoridades cubanas no ha sido la de coartar esos propósitos, sino dejar que sea la convicción de la esencia humanista la que ejecute la criba. Incluso a aquellos que fracasan en esa aventura, tras el azaroso peregrinaje, se les recibe con los brazos y las opciones abiertas y se les propicia un regreso sin traumas.
Entonces, reitero, estoy enamorado de mi país porque, errores y fracasos aparte, sigue destilando posibilidades para erigir desde sí mismo, y con la solidaridad como emblema, un modelo de sociedad que pide de uno lo mejor y entrega, con toda la justicia que puede, lo que logra.