“Brevity is the soul of wit’”[1]
Shakespeare

I

¿Quién fue este hombre que, de niño, asistió a la misma escuela austriaca que Adolph Hitler, a quien no le caía muy bien que digamos por ser de origen judío e inteligente; que llegó a pagar 1,4 toneladas de oro para evitar que una hermana suya cayera en manos de los nazis; que renunció a una de las herencias más grandes de Europa en favor de sus hermanos; que se retiró a la soledad de un fiordo noruego, construyó una cabaña y pasó allí todo un año estudiando problemas de lógica formal; que renunció a su cátedra en Cambridge, donde sus alumnos casi lo adoraban, y empezó a dar clases en una escuela primaria, trabajó de jardinero en un monasterio y de arquitecto, por dos años, en la casa de una de sus hermanas; que participó como voluntario en las dos guerras mundiales, donde miró a la muerte cara a cara; que creó dos filosofías contrapuestas que son igualmente válidas; que publicó un solo libro, tan breve como magnífico, en el que el pensamiento lógico deriva orgánicamente hacia el místico; que, cuando el cáncer minó su próstata, renunció al tratamiento médico para que la naturaleza siguiera su curso; y que, cuando le tocó morir, dibujó en el aire este epitafio: “Dígales que he tenido una vida maravillosa”?

Este hombre, de cuya vida no se puede hablar sin emoción, fue Ludwig Wittgenstein (1889-1951). En él, lo más sublime del ser humano alcanzó la plenitud.

Ludwig Wittgenstein (1889-1951).

II

Wittgenstein solo publicó un libro: el Tractatus logico-philosophicus, el cual apareció en alemán, en 1921, y en inglés, en 1922, el mismo año en que se publicaron el Ulises, de Joyce, La tierra baldía, de Elliot, y Trilce, de Vallejo. En la edición inglesa del Tractatus se incluyó una introducción de Bertrand Russell,[2] quien, dicho sea de paso, había escrito, junto a Alfred North Whitehead, una obra monumental en tres volúmenes titulada Principia mathematica, en la que intentaban deducir toda la lógica que sustentaba a esta ciencia. Al lado de las 2400 páginas de esta obra, el Tractatus ―que consiste en apenas siete tesis, organizadas en parágrafos enumerados de manera peculiar― es treinta veces más compacto. La concisión y el ingenio hacen del mismo un libro singular, sobre todo en un mundo como el germánico, en el que los prosistas no suelen ser precisamente ni breves ni transparentes. De acuerdo con algunos historiadores, el siglo XX produjo dos grandes obras filosóficas: Ser y tiempo, de Martin Heidegger, que es la preferida en el continente europeo, y el Tractatus logico-philosophicus, de Ludwig Wittgenstein, que es un libro de cabecera en el mundo anglosajón.

“…el siglo XX produjo dos grandes obras filosóficas: Ser y tiempo, de Martin Heidegger, que es la preferida en el continente europeo, y el Tractatus logico-philosophicus, de Ludwig Wittgenstein, que es un libro de cabecera en el mundo anglosajón”.

En el Tractatus, Wittgenstein se propuso, según él mismo declaró en el prólogo, decir con claridad lo que se puede expresar y callar lo inexpresable. O sea, fue lógico y místico. Para él, los pensamientos verdaderos, que son los de las ciencias, forman una figura del mundo (3.01). Por consiguiente, “el nombre significa el objeto. El objeto es su significado…” (3.203). ¿No es eso lo que Humpty-Dumpty le reprocha a Alicia cuando le dice que el nombre de ella no la describe, mientras que el de él sí dice la forma que tiene: jorobado por arriba (hump) y rechoncho por debajo (dump)? Humpty-Dumpty no es un huevo, ¡es jorobado y rechoncho![3]

Sin embargo, cuando Wittgenstein afirma que A es el mismo signo que A (3.203), revela un límite de su enfoque: esta aseveración solo es válida en un estricto sentido formal pues, desde el punto de vista histórico, este signo es su evolución. La A romana proviene del alfa griega (α) y esta del aleph fenicio (A invertida), que simbolizaba originalmente la cabeza de un toro. Este detalle deja ver el estrecho rango de validez del formalismo lógico, el cual no tiene en cuenta el contenido ni el devenir histórico de los signos.  

Por este camino iba, probablemente, Russell cuando, al estudiar los conjuntos, que son definidos por su contenido, chocó con una paradoja como la de Epiménides,[4] que intentó solucionar con la teoría de los tipos. Coincidiendo con su maestro, Wittgenstein reconoce que ninguna proposición puede decir algo sobre sí misma puesto que el signo no puede autocontenerse sin caer en paradojas (3.331-3.333).

Pero el austriaco va en otro sentido. Por eso, sin abandonar la lógica formal, sostiene que:

…La mayor parte de las proposiciones e interrogantes que se han escrito sobre cuestiones filosóficas no son falsas, sino absurdas (…) La mayor parte de las interrogantes y proposiciones de los filósofos estriban en nuestra falta de comprensión de nuestra lógica lingüística… (4.003)

Se trata de una afirmación que es, quizás, demasiado rotunda y que Wittgenstein no demuestra con ejemplos, pero que no deja de señalar un defecto fundamental de la reflexión filosófica: los filósofos se permiten a veces especulaciones que el científico, apegado a un método riguroso, evita. Sin embargo, a veces los filósofos tienen cierta razón. Recordemos la polémica que sostuvieron Einstein y Bergson sobre el tiempo, en el Colegio de Francia, el 6 de abril de 1922, el mismo año en que se publicó el Tractatus.[5]

Por consiguiente, resume Wittgenstein: “Toda filosofía es ‘crítica lingüística’…” (4.0031). Esta tesis, redonda y sencilla como es, ofrece una de las claves del neopositivismo. Si los positivistas del siglo XIX, encabezados por Comte e inspirados por la teoría evolucionista de Darwin, trataron de convertir la filosofía en ciencia, los neopositivistas del siglo XX, que eran científicos naturales y matemáticos brillantes, quisieron transformar la ciencia en filosofía. Al eludir las especulaciones propias de la metafísica, restringían la filosofía a la lógica; al no tomar en cuenta el contenido de las proposiciones, no trascendían el lenguaje; y al no rebasar la forma del pensamiento, circunscribían el lenguaje al signo. Por eso los neopositivistas redujeron la filosofía a lógica, la lógica a lenguaje y el lenguaje a signo.

Siguiendo su argumentación, Wittgenstein es lapidario:

El objetivo de la filosofía es la clarificación lógica de los pensamientos.

La filosofía no es una doctrina, sino una actividad. Una obra filosófica consta esencialmente de aclaraciones.

El resultado de la filosofía no es ‘proposiciones filosóficas’, sino el que las proposiciones lleguen a clarificarse. La filosofía debe clarificar y delimitar nítidamente los pensamientos, que de otro modo son, por así decirlo, turbios y borrosos. (4.112)

Wittgenstein solo publicó un libro: el Tractatus logico-philosophicus.

La filosofía viene, por tanto, a delimitar el ámbito de las ciencias naturales (4.113), distingue lo pensable y decible de lo impensable e indecible (4.114-4.116). He aquí un objetivo filosófico que resulta extremadamente atractivo para los hombres de ciencia, afincados en la demostración y esquivos a la especulación. Años después, Wittgenstein reiteraría esta idea en sus Investigaciones filosóficas: “…La filosofía es una lucha contra el embrujo de nuestro entendimiento por medio de nuestro lenguaje” (§ 109).[6]

Pero Wittgenstein prosigue su ráfaga de aforismos, y entonces hace un planteamiento que, no por polémico, deja de ser hermoso: “Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo” (5.6). Cabe a cada cual interpretar esta frase a su manera, pero todo parece indicar que el genial austriaco absolutizó la función descriptiva del lenguaje, es decir, su capacidad para reflejar el mundo, a la vez que subestimó su función comunicativa, esto es, el hecho de que sirve para que la gente intercambie información, se relacione. El lenguaje conecta simbólicamente al ser humano con la realidad, pero sobre todo con otros congéneres. Yo pienso que, a pesar de ello, si el lenguaje es la materialización del pensamiento y este es la espiritualización de la realidad, es innegable que nuestro lenguaje impone cierto horizonte a nuestro mundo. El universo existe objetivamente como un conjunto de relaciones, pero lo percibimos como un conjunto de cosas. El mismo Wittgenstein sostenía que “todo lo que vemos podría ser de otra manera” (5.634). O, como dicen los chilenos Maturana y Varela en su teoría de la vida como autopoiesis: it is not that nothing exists but that no things exist.[7] No es que nada exista, es que ninguna cosa existe. No vemos el mundo como es sino como somos, y esto no equivale precisamente al idealismo subjetivo o al solipsismo de los empiriocriticistas. Esto implica que cada forma de vida es una forma de conocimiento particular. Vivir es conocer.

Para Wittgenstein, en cambio, también existe algo que tan solo se muestra, que resulta inexpresable (4.1213), a lo que él denomina lo místico (6,522). Y ante esto la única opción es abstenerse de hablar. Por eso la última tesis del Tractatus resulta inolvidable: “De lo que no se puede hablar, hay que callar” (7). Esto puede ser un llamado al silencio místico, pero también a ser intransigente con la especulación y con la inconsecuencia lógica. Lo cierto es que, a medida que el texto de Wittgenstein transita de la lógica a la mística, su lenguaje claro pero árido se va tornando cada vez más fértil pero oscuro. El cerebro se fortalece en el ejercicio del pensamiento; la lengua, en la gimnasia del silencio.

Por supuesto, quedan otras frases como: “ética y estética son una y la misma cosa” (6.421), que trae a la memoria aquella idea de Gorki de que la estética será la ética del futuro; “la muerte no es un acontecimiento de la vida. No se vive la muerte (…) vive eternamente quien vive en el presente” (6.4311), que tiene sabor a Epicuro; “el enigma no existe” (6.5), que reta a Lezama Lima; o “el objeto es simple” (2.02), que no ha de gustarles ni un tilín a los partidarios de la teoría de la complejidad. Pero todo eso merece un examen detallado en otra parte.

III

Resumiendo, la filosofía, según Wittgenstein, es un filtro del lenguaje que purifica el pensamiento.

Si Spinoza, aquel judío holandés que escribió el Tratado teológico-político, pulió lentes para sobrevivir en el siglo XVII, Wittgenstein, el judío austriaco que redactó el Tractatus logico-philosophicus, vivió para pulir mentes tres siglos más tarde.

Por eso su método filosófico consiste en decir lógicamente lo expresable y en callar místicamente lo inexpresable (6.53).

“…la filosofía, según Wittgenstein, es un filtro del lenguaje que purifica el pensamiento”.

IV

Con el Tractatus, Wittgenstein obró como un maestro Zen, que decanta, filtra, resume las ideas hasta dejarlas desnudas, sin más atributos que su verdad. Y esa limpieza periódica de los establos de Augías, en los dominios del pensamiento, es imprescindible, si queremos deslindar la verdad científica de la especulación metafísica y, sobre todo, de tantas verdades a medias que inundan los estantes de las bibliotecas y las librerías. En este sentido, el Tractatus sigue siendo una obra maestra de la filosofía.

Pero no es correcto rebajar la filosofía a un filtro del lenguaje, subordinado a las ciencias, como tampoco es válido reducir la ciencia a una herramienta de la producción, o el arte a un instrumento ideológico, presto para dar moralejas. Tal visión instrumental es un error imperdonable. El arte, la ciencia o la filosofía tienen personalidades autónomas, no derivadas. O, dicho de otro modo, nacen derivados, pero crecen autónomos. Aunque haya surgido de necesidades concretas, como la contabilidad del ganado o la medición del terreno que engendró la geometría, ¿quién duda a estas alturas que la matemática posee sus propias leyes y teoremas abstractos? Las disciplinas, al igual que las personas, nacen de un progenitor (o de varios), pero con el tiempo maduran, se independizan y adquieren personalidad propia. Wittgenstein se equivocó: sí hay problemas filosóficos que no son nudos del lenguaje. Tal es el caso de la relación entre el ser y el pensar, entre el objeto y el sujeto, entre el contexto y el hombre, entre los factores del conocimiento o entre la lógica misma y la gnoseología.

Tampoco se puede absolutizar la función descriptiva del lenguaje. Hay que tener muy en cuenta su función comunicativa, cosa que el propio Wittgenstein rectificó en los últimos años de su vida. El lenguaje duplica simbólicamente la realidad para que las personas la agarren con el pensamiento. De ahí que Wittgenstein se concentrase en estudiar los juegos del lenguaje[8] en las Investigaciones filosóficas. En ellas negó dialécticamente la doctrina del Tractatus, quiero decir, se la tragó viva, reduciéndola de hecho a un caso particular suyo, esto es, al juego del lenguaje que corresponde al formalismo lógico que emplean los matemáticos, los científicos naturales y los filósofos. Si en el Tractatus el significado lo define el objeto (3.203), en las Investigaciones “el significado de una palabra es su uso en el lenguaje” (§ 43), lo que indica el tránsito de su enfoque de la función descriptiva a la comunicativa del lenguaje, del objeto al sujeto lingüístico. Ambas visiones completan su enfoque lógico. De modo que no hay dos Wittgenstein, como suele decirse, sino uno solo, contradictorio, dinámico, vivo. El Wittgenstein de las Investigaciones contiene al del Tractatus, es decir, lo supera preservándolo.

Por último, para rebasar la metafísica no basta con reducir la filosofía a lógica formal. Ante todo, hay que ampliar el alcance de esta a la lógica dialéctica, sustantivar el contenido, aunque emerjan contradicciones profundas, que no son necesariamente erróneas. Todo salto en el conocimiento indica la aceptación, la comprensión y la superación de una paradoja; es una síntesis esencial que resuelve una oposición aparentemente insoluble. Por eso, paradójicamente, las paradojas son el demonio de la lógica formal y el ángel de la dialéctica. En segundo lugar, es preciso compensar, trascender el carácter abstracto de ambas lógicas con la historia concreta. Y esto solo se consigue con la práctica. La práctica decanta, filtra y purifica el pensamiento, y constituye la vacuna más eficaz contra la especulación filosófica. El principio es sencillo: con práctica no hay metafísica y sin práctica no hay ciencia. Gracias a ella, la astrología se transformó en astronomía, la alquimia en química y el naturalismo en biología. Y el método filosófico que apoya un pie en la teoría y el otro en la práctica es la dialéctica racional.


Notas:

[1] La brevedad es el alma del genio.

[2] La relación de Wittgenstein con Russell merece un capítulo aparte. Recomendado por Gotlob Frege, un lógico alemán de renombre, el joven austriaco viajó a Cambridge para conocer al inglés. Se cuenta que Wittgenstein se presentó ante Russell y le pidió que lo pusiese a prueba, y que, si en realidad creía que tenía condiciones para ser filósofo, dejaría la ingeniería. Russell lo escuchó y lo alentó en sus estudios de lógica. Luego, cuando el Tractatus era un hecho, redactó una introducción para facilitar su publicaciónen inglés y propició que se le reconociera en Cambridge. Wittgenstein, en cambio, consideraba que el inglés no entendía del todo su doctrina, y parece ser que la relación, con el tiempo, se fue apagando.

[3] Tal vez esta coincidencia entre Ludwig Wittgenstein y Lewis Carroll pueda explicarse con una anécdota. Se dice que, cuando la reina Victoria leyó Alicia en el país de las maravillas (1865) y Al otro lado del espejo (1872), le gustaron tanto que ordenó que le trajesen todo lo escrito por el autor. ¿Y qué le trajeron?: libros de trigonometría y teoría binómica. Resultó que el fantástico escritor de absurdos Lewis Carroll no era otro que el riguroso profesor de matemática Charles Lutwidge Dodgson de la Universidad de Oxford.

[4] Se dice que el cretense Epiménides afirmó, con cierto matiz autocrítico: “todos los cretenses son mentirosos”, frase que dio pie a una paradoja pues, si lo que dice es cierto, entonces es falso porque está diciendo la verdad y, si lo que dice es falso, entonces es cierto porque él es un cretense.

[5] Ese día, después que Einstein expuso su teoría de la relatividad y su concepto novedoso del tiempo, Bergson, veinte años mayor, lo elogió, pero subrayó el hecho de que esta teoría no agotaba la naturaleza compleja del tiempo. Entonces se dice que aquel replicó: “El tiempo de los filósofos no existe” Tengamos en cuenta que, seis años antes, Bergson había escrito: “El tiempo es una invención o no es nada” (Évolution créatrice, 1916). Lo decía en el sentido, claro está, de creación, no de quimera. De manera que estamos ante un dilema: según el judío alemán, el tiempo es un fenómeno objetivo y discontinuo que puede pensarse y medirse con relojes; de acuerdo con el judío francés, el tiempo es un fenómeno subjetivo y continuo que solo puede intuirse y crearse con la mente. Se trata de un choque entre la visión neopositivista y antirromántica de un científico que filosofa y la visión neorromántica y antipositivista de un filósofo que hace ciencia. ¿Quién tiene la razón?: ¿ninguno, uno de ellos, los dos? ¿Es el tiempo objetivo o subjetivo? ¿Es continuo o discontinuo? ¿Se piensa o se siente? ¿Se mide o se crea? La teoría cuántica, que Einstein nunca llegó a asimilar del todo, advierte cuán peligroso es extrapolar los criterios. Por algo Niels Bohr enunció el principio de complementariedad, porque las cosas ―como decimos los dialécticos― son esencialmente duales. Si la luz es onda y partícula, ¿por qué no ha de serlo el tiempo? Cópula, no disyuntiva. Como acostumbro a decir, if to be or not to be is the question, to be and not to be is the answer.

[6] Las Investigaciones filosóficas (1953) se publicaron post mortem, a partir de las notas de los alumnos de Wittgenstein.

[7] Cf. Fritjof Capra, La trama de la vida (1996), cuarta parte, cap. 11 “El alumbramiento de un mundo”.

[8] “La expresión ‘juego del lenguaje’ ―aclara Wittgenstein en sus Investigaciones filosóficas― debe poner de relieve aquí que hablar el lenguaje forma parte de una actividad o de una forma de vida” (§23). Más adelante añade: “Puede decirse que el concepto de juego es un concepto con bordes borrosos. —‘¿Pero es un concepto borroso siquiera un concepto?’ ¿Es una fotografía desenfocada siquiera una imagen de una persona? ¿Acaso es siempre ventajoso reemplazar una fotografía desenfocada por otra nítida? ¿No es la desenfocada la que a menudo necesitamos?” (§ 71).

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