Del ballet al danzón, una misma y diferente Gioconda
Ben Stevenson, el afamado coreógrafo británico, al anunciar el programa que trabajaría con el Ballet Nacional de Cuba con motivo del homenaje que la compañía le tributaría por su larga y fecunda trayectoria, adelantó el estreno de una obra titulada Los corceles de la Reina.
Las jornadas efectuadas en el Teatro Nacional celebraban los 120 años de relaciones diplomáticas entre Reino Unido y Cuba y, particularmente el estreno coreográfico, estaba dedicado al Jubileo de Platino de la reina Isabel II, figura que para los habitantes de las ínsulas europeas posee connotación simbólica.
Al margen de los trajines y avatares del Palacio de Buckingham, de las históricas controversias sobre la legitimidad o el rechazo a las instituciones monárquicas, la obra de Stevenson, por demás simpática, aunque intrascendente dentro de su catálogo danzario, llamó la atención por la música utilizada, nada menos que “La danza de las horas”, del compositor italiano Amilcare Ponchielli.
“La danza de las horas” pertenece a la ópera La Gioconda, estrenada el 8 de abril de 1876 en el célebre Teatro Alla Scala, de Milán. Es sin dudas la ópera más representada de Ponchielli.
“La danza de las horas” pertenece a la ópera La Gioconda, estrenada el 8 de abril de 1876 en el célebre Teatro Alla Scala, de Milán. Es sin dudas la ópera más representada de Ponchielli, autor de muchas más pero que corrió la mala suerte de coincidir con Giuseppe Verdi, el más exitoso de los operistas italianos de la segunda mitad del siglo XIX.
De La Gioconda, cuando no se representa en su totalidad, se suele cantar el aria “Suicidio”, de la cual la gran María Callas legó una grabación memorable, y la romanza “Cielo y mar”, la que, por cierto, fue interpretada en el estreno por el tenor español Julián Gayerre, que en su día impresionó a nuestro José Martí.
Pero nada comparable a “La danza de las horas”, momento en el que irrumpe el movimiento, con ánimo de aligerar la escena, al final del tercer acto. De acuerdo con la crítica, el paréntesis bailable se debió a que las audiencias de los años 80 del siglo XIX comenzaban a cansarse de obras largas y cargantes a las que era menester adicionar algún elemento extra al desarrollo de la historia dramática.
Luego, en el siglo XX, “La danza de las horas” dio un salto espectacular al cine, de la mano de Walt Disney, que en su película de animación Fantasía la empleó para poner a bailar a danzantes hipopótamos, avestruces, lagartos y elefantes en puntas y con tutú. Humor y fina música en un mismo nicho al que penetraron audiencias de medio mundo, obnubiladas por la hegemonía audiovisual estadounidense.
Sin embargo, antes del filme de Disney, en Cuba “La danza de las horas” se había convertido en un suceso dentro de uno de los géneros más representativos de la música popular: el danzón. Con el título prestado de la ópera, La Gioconda, puso en boga la famosa danza en una muy gustada obra de Juan Quevedo, con la orquesta de Belisario López.
A los bailadores cubanos de los años 30 y 40 del siglo pasado les pareció una delicia el modo respetuoso y sutil con que Juan Quevedo introdujo “La danza de las horas”, en medio de un danzón que sonó una y otra vez en los salones de la época, mediante una de las orquestas de fuste en un plazo en que hubo una fuerte competencia entre las danzoneras típicas cubanas.
Belisario López, Cheo Belén Puig y Antonio María Romeu dominaban el panorama, antes de que Arcaño irrumpiera. Belisario contribuyó particularmente a que el danzón trascendiera las fronteras de la Isla. Quevedo era violinista de la orquesta y conocía los procedimientos para hacer que el repertorio danzonero cumpliera con las exigencias del público tanto como con las suyas propias de músico bien informado de los sucesos de la música de concierto y la escena lírica musical.
A los bailadores cubanos de los años 30 y 40 del siglo pasado les pareció una delicia el modo respetuoso y sutil con que Juan Quevedo introdujo “La danza de las horas”, en medio de un danzón que sonó una y otra vez en los salones de la época.
Era habitual entonces tomar pasajes de óperas, sinfonías y conciertos para insertarlos en la parte central de las partituras, antes de que se desataran los más sabrosos y trepidantes montunos. “La danza de las horas”, de La Gioconda, no fue una excepción. El Mozart de La flauta mágica, el Rossini de El barbero de Sevilla, se popularizaron entre nosotros en el baile mucho más que en los teatros. Y nadie detentaba la exclusividad de los repertorios. En los años 50, la orquesta Aragón, en el tránsito de Cienfuegos a La Habana, traía consigo, y logró un resonante éxito, con su versión de La Gioconda, de Quevedo.
Al escuchar a Belisario López y la Aragón, y a propósito de la coreografía de exaltación monárquica de Ben Stevenson estrenada en la reciente temporada habanera del Ballet Nacional de Cuba, vino a la memoria un dato curioso. En esos mismos mencionados años 50, hubo un autor de danzones que hizo época en Santiago de Cuba, Electo Rossell, Chepín, con la orquesta que bautizó con su apodo y el apellido de su socio musical, Chovén. Para nadie es un secreto: Chepín-Chovén registra una marca danzonera para respetar en los anales de la música cubana.
Uno de sus más singulares aportes al género apunta una referencia monárquica desde el legítimo humor criollo: Hasta la Reina Isabel baila el danzón. La obra nunca ha dejado de sonar y forma parte del imaginario sonoro de muchísimos cubanos, más con el refuerzo que tuvo recientemente al ser incluida en el disco Vamos pa’ la fiesta, del Septeto Santiaguero, con la colaboración del trombonista Jimmy Bosch. Toda una joya en términos de actualización de una obra patrimonial.