A la vuelta de mis estudios en Nueva York, finalizando la década de los 40 del siglo pasado, tuve una fuerte experiencia en una presentación que hice en el cine Astral de aquella época. Un empresario que conocí en la Sociedad de Artistas de Cuba, estaba empeñado en ofrecer un espectáculo alejado de los moldes frívolos al uso en varias importantes salas de cine de la capital, con buenos escenarios y que ofrecían variedades musicales y danzarias junto con las películas que usualmente se exhibían con categoría de estreno. El Astral era un bello coliseo cinematográfico situado en el centro de la barriada estudiantil que rodeaba a la Universidad. Toda la muchachada de provincia vivía en casas de huéspedes, que yo bien conocía desde mis años de estudios, pues estaba graduado en la carrera de abogacía.
Dicho empresario tuvo la peregrina idea de presentar un show serio con motivo de la Semana Santa y me contrató para actuar en un programa con cierto matiz selectivo. Me lancé a la aventura a sabiendas del peligro de enfrentarme a los prejuicios machistas de mis excompañeros universitarios. En el escenario, un piano de cola hacía sonar un preludio de Chopin que yo interpretaba solo en el espacio escénico.
No bien fue percibido un hombre bailando solo sobre la escena, una tempestad de gritos, insultos y risas estalló ante mí. Afortunadamente, había desarrollado un gran poder de concentración y seguridad técnica que me permitió llegar hasta la última nota en medio de la tormenta desatada al borde de mis pies y también desde lo alto del balcón.
Cuando terminé y me retiraba por la escalera que iba hacia los camerinos, una pareja de bailes españoles que debía sucederme, me dijo al pasar por mi lado que mis pies estaban sangrando. Al mirarme descubrí que había sido terriblemente desgarrado por un clavo en la planta de un pie. Y, curiosamente, fue solo al mirarme cuando comencé a experimentar un dolor terrible. Es decir, que el esfuerzo de concentración que hice en escena, absorbió todas mis potencialidades sensoriales, al extremo de no dejarme sentir el desgarrón. Ese fue mi bautismo danzario, al aparecer solo en un escenario de mi país. Algo así como el gladiador del circo romano ante las fieras de aquella jauría que era el público del Astral en aquella época. Inolvidable experiencia.
“(…) el esfuerzo de concentración que hice en escena, absorbió todas mis potencialidades sensoriales, al extremo de no dejarme sentir el desgarrón. Ese fue mi bautismo danzario, al aparecer solo en un escenario de mi país”.
Sabía que tendría que afrontar otras situaciones como esta, y así aprendí a lanzarme muchas veces en la vida a piscinas sin agua. Todavía estoy vivo, lo que prueba que la timidez es una cosa que puede coexistir con la testarudez, basada en convicciones. Años más tarde, no demasiados, en otra ocasión pude vencer a esa misma muchachada y más aún, dentro del mismo recinto universitario, en el Aula Magna. Yony Ibáñez, un amigo que tuve después, me cuenta que él estuvo presente en esas dos ocasiones y que mucho le sorprendió el arrojo de aquel individuo que se mantuvo bailando hasta el final en medio del escándalo más tremendo que jamás había oído en su vida. Por eso, cuando supo que me presentaba en un recital en la Universidad de La Habana, asistió con el solo fin de ver qué iba a pasar allí.
La sala estaba lista para abuchearme: algunos estaban preparados para tirar desde lo alto pajaritas y aviones de papel, y otros escupirían hacia abajo, entre ellos alguien que tiempo después se casó con un colaborador mío, y se convirtió en una gran amiga. Cuando salí al proscenio noté la atmósfera cargada y como a punto de estallar. Bailaba una versión de una zarabanda barroca con música de Bach. Yony, que estaba entre la turba, me cuenta que él mismo no sabe qué pasó, pero notó que la atmósfera se fue tranquilizando y el público interesándose por lo que yo estaba haciendo. Por mi parte, puedo decir que solamente dejé de preocuparme por lo que pudiera ocurrir y dediqué todas mis fuerzas a concentrarme en cada una de las danzas del programa.
“Aprendí a lanzarme muchas veces en la vida a piscinas sin agua”.
Al principio, los aplausos no se dejaron sentir mucho, pero a medida que transcurría la función fueron aumentando, y al final el más sorprendido fui yo, pues en el transcurso de dos horas, aquella jauría fue entrando poco a poco en un túnel de silencio y atención sorprendente. “Las fieras habían sido vencidas”, me dijo mi amigo Yony. Yo también así lo creí. Esto debió pertenecer a la historia de la danza en Cuba, pues fue la primera vez que un hombre solo se pasaba toda una noche bailando ante un público bien ajeno culturalmente a aquel acontecimiento, sin ser inminentemente lapidado. Fue como plantar la primera piedra por el respeto al bailarín masculino en las endemoniadas tierras del subdesarrollo.
* Capítulo de las memorias inéditas de Ramiro Guerra.