Los Documentos de la Revolución Cubana (I)
Lenta y calladamente, la Editorial de Ciencias Sociales avanza desde hace algunos años en la publicación de Documentos de la Revolución Cubana, serie imprescindible para estudiar la historia de Cuba año por año. La bien seleccionada colección tiene en cuenta los sucesos más relevantes del acontecer revolucionario, e incluye instrumentos jurídicos, noticias y discursos, entre otros materiales, sin interpretaciones que pretendan intencionar la lectura. No he podido conseguir todos los volúmenes publicados hasta el presente, pero en la recientemente concluida Feria del Libro compré el correspondiente a 1968, compilado por José Bell Lara, Delia Luisa López García y Tania Caram León.
Con similares valores, aparecieron ya hace algunos años los imprescindibles Documentos para la historia de Cuba de Hortensia Pichardo, y el clásico La fidelísima Habana, de Gustavo Eguren, que brindan acceso a documentos originales que ayudan a entender el origen de la organización social, económica, cultural y política de la nación cubana, así como su desarrollo en sucesivos siglos. Ojalá que en algún momento dispongamos de la documentación correspondiente al período republicano, sin ninguna intervención o exégesis que no sea la contextual de los períodos 1902-1923, 1923-1935, 1935-1952 y 1952-1958. Por cierto, a este último año dedicó estudios ineludibles Guillermo Jiménez (Jimenito).
Documentos de la Revolución Cubana: 1968 deja constancia irrefutable de sucesos decisivos para la reorientación político-cultural de nuestro proceso: la conmemoración del centenario del inicio de las guerras cubanas de independencia contra España, el enjuiciamiento a los miembros de la llamada “microfracción” dentro de las filas del Partido Comunista de Cuba, los contextos y fundamentos de la Ofensiva Revolucionaria, el importante Congreso Cultural de La Habana o la invasión de las tropas del Pacto de Varsovia a Checoeslovaquia, y lo hace mediante intervenciones de representantes gubernamentales o partidistas, declaraciones oficiales, leyes y resoluciones relacionadas con estos y otros importantes acontecimientos históricos, como la respuesta a las continuas agresiones del gobierno de Estados Unidos contra la Isla, así como el apoyo incondicional a la lucha del pueblo vietnamita.
Para construirse un criterio propio es preciso leer estos textos, en medio de la avalancha de informaciones falsas, tergiversaciones conscientes, evasivas y silencios, bajo una gama de intereses que van desde las pretensiones imperiales hasta las vanidades y las bajas pasiones; el resultado de no pocas maniobras y falsedades intencionadas por el enemigo, y también de esquematismos y mecanicismos nuestros, ha sido, en ocasiones y entre otros males, la causa de la pérdida de objetividad, el olvido de contradicciones esenciales, la monotonía de ciertos discursos en la enseñanza de nuestra historia, y, con ello, el peligroso desinterés hacia esos temas por parte de muchos jóvenes.
El Congreso Cultural de La Habana, celebrado en el Salón de Embajadores del hotel Habana Libre entre el 4 y el 12 de enero, constituyó el primer gran acontecimiento de ese año. Allí se reunieron más de medio millar de intelectuales de unos setenta países para discutir los problemas más acuciantes de la humanidad, especialmente las principales dificultades culturales en el llamado Tercer Mundo, y analizar el proceso revolucionario de construcción socialista para defender la libertad de la pluralidad y las identidades nacionales frente a la hegemonía del imperialismo yanqui. Entre los asuntos debatidos se encontraban los conflictos de la liberación de los pueblos y el ejercicio de la creación artística y literaria, la rigurosa crítica de los intelectuales a la realidad revolucionaria, rehuyendo la superficialidad y ahondando en el rigor analítico.
El drama del subdesarrollo, el colonialismo y el neocolonialismo cultural que ha asolado históricamente a nuestros pueblos, fue objeto de debates e intercambios, y se declaró como tarea de aprendizaje y creación continuos. Se desenmascararon los cantos de sirena de la propaganda imperialista y se percibió la enorme complejidad y utilidad de la ciencia y la técnica para el desarrollo integral de la cultura de los pueblos bajo la influencia de la subcultura propagada por Estados Unidos. Ya desde esa época se advertía que George Washington, en 1783, leía las cartas de Voltaire y el Ensayo sobre el entendimiento humano de Locke; sin embargo, doscientos años después Eisenhower solo leía historias de vaqueros y novelas de misterio. Hoy es un misterio lo que ha leído Donald Trump…
Lenta y calladamente, la Editorial de Ciencias Sociales avanza desde hace algunos años en la publicación de Documentos de la Revolución Cubana, serie imprescindible para estudiar la historia de Cuba año por año.
El bien documentado discurso del presidente Osvaldo Dorticós en el Congreso aseguraba que el gobierno revolucionario cubano no había titubeado en dedicar recursos al desarrollo de los cuadros en el terreno de la literatura y el arte, y enfatizaba que no solo se trataba de crear grandes obras literarias o artísticas, sino que el reto era crear un pueblo nuevo, una sociedad nueva que tuviera en su seno hombres y mujeres creativos y de acción, seres humanos con una cultura integral. En las presidencias rotativas de las cinco comisiones de trabajo aparecen los nombres de prestigiosos intelectuales, como el pintor chileno Roberto Matta, el economista mexicano Jesús Silva-Herzog, el poeta y ensayista martiniqués Aimé Césaire y el narrador argentino Julio Cortázar, y se debatieron los temas “Cultura e independencia nacional”, “Formación integral del hombre”, con la presencia de más de cien delegados; “Responsabilidad del intelectual ante los problemas del mundo subdesarrollado”, presidida por Roberto Fernández Retamar y en la que participaron Mario Benedetti, Jorge Enrique Adoum, René Depestre, Enrique Lihn, Onelio Jorge Cardoso y José Lezama Lima, entre otros; “Cultura y medios masivos de comunicación”, y “Problemas de la creación artística y del trabajo científico y técnico”, entre cuyos ponentes estuvieron el mexicano Adolfo Sánchez Vázquez y el español José Ángel Valente.
En la “Declaración general del Congreso Cultural de La Habana” se anticipaba un porvenir que es el hoy: “la guerra popular en defensa del futuro de la humanidad”. Se analizaban el retraso económico y la miseria generados por la explotación, el analfabetismo y la carencia de oportunidades de acceso a la educación, la sustitución de los auténticos valores culturales de los pueblos por una degradación de carácter colonial y neocolonial en que se falsifican y desfiguran las mejores tradiciones nacionales, para generar matrices dominantes. Estos problemas, lejos de solucionarse, se han agudizado dramáticamente, imponiéndose los modelos del explotador. Se llamaba a “huir del nacionalismo estrecho” y se enfatizaba en la carencia de cuadros culturales capacitados en los países subdesarrollados para llevar adelante tan colosal tarea, por lo que el creador y el intelectual debían convertirse en divulgadores y educadores. Ya se alertaba que la comunicación oral en los países del Tercer Mundo se constituía en fuerza revolucionaria, y los medios de comunicación se planteaban como auxiliares de la educación pública, con un lenguaje adecuado y preciso, y el acompañamiento de más ciencia y técnica.
El discurso de clausura del primer ministro Fidel Castro en el teatro Charles Chaplin —hoy Karl Marx— resaltó el resultado productivo del Congreso, al que calificó como exitoso debido a las polémicas de toda índole, y subrayaba que los allí reunidos no vinieron como militantes de ninguna organización política. Destacaba la profundidad de análisis ante la gravedad de los problemas que amenazaban a la humanidad, motivo de preocupación para cualquier ciudadano con aspiraciones de justicia social. El líder cubano se extendió en las consecuencias de la hegemonía imperialista y arrancó aplausos al señalar que hasta los europeos estaban bajo el mandato del gobierno de Estados Unidos; hacía un llamado a los intelectuales del llamado Viejo Continente para que manifestaran mayor combatividad ante esa silenciosa neocolonización —hoy escandalosa—, y exclamaba: “¡En ocasiones hemos visto supuestas vanguardias en lo más profundo de la retaguardia en la lucha contra el imperialismo!”. Fidel, como intelectual revolucionario, lamentaba que los “adelantos” se concentraran en hacer más mortíferas las guerras, elogiaba la causa del sacerdote colombiano Camilo Torres y declaraba abiertamente que “hay ideas que incluso se esgrimen en nombre del marxismo que parecen verdaderos fósiles”, insistiendo en la necesidad del desarrollo del marxismo creador en nuestros pueblos. Estos señalamientos se mantienen hoy vigentes, y no pocas ideas momificadas a que se refería, se montan falsamente en el ideario dialéctico fidelista o guevariano.
Para construirse un criterio propio es preciso leer estos textos, en medio de la avalancha de informaciones falsas, tergiversaciones conscientes, evasivas y silencios.
Ese mismo año, y a pocos días de la clausura del Congreso, Fidel tuvo que enfrentarse por segunda vez en la historia de la Revolución a los neoestalinistas. En las Organizaciones Revolucionarias Integradas —ORI—, creadas a mediados de 1961, avanzó un peligroso sectarismo, y el Comandante en Jefe, en varias intervenciones públicas de 1962 entre marzo y mayo, alertó y denunció esos procedimientos, mayormente liderados por Aníbal Escalante, antiguo militante del Partido Socialista Popular (PSP) separado de la dirección revolucionaria desde 1965. A Escalante se unieron algunos militantes del antiguo PSP que logró captar —el PSP había criticado el enfrentamiento armado contra la dictadura batistiana, pero sumó su apoyo a la lucha insurreccional en el segundo semestre de 1958—, así como adeptos de otras filas; para sus seguidores, él era el más genuino representante de la ideología del proletariado. A este grupo se le denominó “microfracción”. En reunión del Comité Central del Partido Comunista de Cuba (PCC) entre el 24 y el 26 de enero, Raúl Castro, como segundo secretario del PCC y jefe de las Fuerzas Armadas Revolucionarias —FAR—, presentó un amplio informe sobre las actividades conspirativas de la microfracción, comprobadas mediante el trabajo operativo aprobado por el Buró Político; en dicho documento se recogieron actividades que incluían contactos con soviéticos, alemanes y checoslovacos, miembros de sus respectivos partidos comunistas y, algunos, representantes de sus gobiernos.
En la “Declaración general del Congreso Cultural de La Habana” se anticipaba un porvenir que es el hoy: “la guerra popular en defensa del futuro de la humanidad”.
Según la microfracción, el gobierno y el PCC habían adoptado una línea pequeñoburguesa, y existía en su dirección una corriente antisoviética interesada en marginar a los viejos militantes del PSP. Aníbal Escalante se creía el Lenin cubano, y él y sus seguidores, que se reunían y circulaban documentos para realizar “círculos de estudio”, consideraban que no se tenía en cuenta la línea de la “clase obrera”; se intercambiaban informes críticos y se elogiaban entre ellos; mantenían contactos regulares con algunos asesores, periodistas y funcionarios de embajadas de los llamados países socialistas; criticaban los fracasos económicos de la Revolución y mezclaban realidades con mentiras; actuaban con hipocresía, sin planteamientos directos concretos, y sobre todo, intentaban establecer un liderazgo alrededor de la figura de Aníbal. Algunas críticas relacionadas con decisiones económicas, a la luz de la historia, podían ser acertadas, pero la principal motivación era tomar el poder político y erigirse en la “vanguardia” de la Revolución, sin tener en cuenta que no contaban con el apoyo de la mayoría del pueblo, pues el liderazgo de Fidel era imbatible.
Carlos Rafael Rodríguez, en su lúcida intervención, analizó que se trataba de un segmento no representativo del PSP, y consideró que el gran peligro y “crimen” de Escalante estaba en el daño al proceso de unidad logrado entre las fuerzas revolucionarias. Según Carlos Rafael, Aníbal se creía dueño no solo del Partido, sino del país, iluminado por las ideas más esclarecidas y revolucionarias. Remitidos a los tribunales, se comprobó la responsabilidad política y penal de Escalante y 36 implicados más, algunos con cargos en el Partido y el gobierno. En el Informe del fiscal se evitó traslucir otro sectarismo contra este sectarismo, pues lo más importante era preservar la unidad. Después de tantos años, todavía debemos cuidarnos de que algún enfermo de vanidad se crea poseedor de la verdad absoluta, el más “esclarecido” intérprete del proceso revolucionario cubano, del marxismo y de las ideas de Fidel, desvinculándose del sentir de la mayoría del pueblo y etiquetando peyorativamente a quien no piense como él.