Pedro Juan Gutiérrez, y lo convincente de ser periodista y escritor
En un viaje en ómnibus, en el otoño del 2018, de regreso de las intensas jornadas de la cultura pinareña, surgió la conversación entre Pedro Juan Gutiérrez y yo de la propuesta de un libro que él acababa de sugerirle a Luis Enrique Rodríguez Ortega, el inefable Kike, director de Ediciones Loynaz, y que este había asumido con el entusiasmo que le caracteriza. Durante el trayecto fuimos armando y desarmando, sin parar, el futuro volumen, y especulando sobre posibles títulos, hasta consensuar el de Escritores peligrosos y otros temas,[1]que me pareció muy adecuado. Como me confesó después, no era la primera vez que en la carretera que lo traía de la tierra de sus mayores se “matraqueaba” el proyecto de un nuevo libro suyo.
En ese mismo recorrido me adelantó que había pensado en el amigo y narrador Alfredo Galiano como editor. Justo veníamos de nuestra última actividad de aquellas andanzas identitarias de Vuelta Abajo, la presentación de un volumen de narrativa de Galiano, Todavía la mitad del día y otros relatos, título que nos regaló y dedicó a ambos con la generosidad que le caracterizó. Con justicia en las palabras introductorias de Escritores peligrosos…, el autor agradece a Alfredo su trabajo eficaz y minucioso. Dedicación de la que fui testigo, pues incluso la terraza de mi casa fue espacio natural para que ambos dialogaron sobre su proceso de edición. Por eso quiero dedicarle estas palabras al hijo de La Palma, que ya físicamente no está con nosotros.
“El periodismo (…) es el oficio más peligroso del mundo”.
El Pedro Juan periodista no ha sido tan conocido como el narrador o el poeta, aunque más que el pintor. Como periodista lo conocí en el pinareño balneario de Bailen, hace casi medio siglo. Y lo rencontraría en la segunda mitad de los ochenta en las páginas de Bohemia y a fines de esa década como colaborador de La Gaceta de Cuba. Desde un inicio pude descubrir en él la conciencia inquisitiva que hay debajo de ese ejercicio, y que enriquecería su condición de cuentista, novelista, incluso de poeta. Son muchos los ejemplos de escritores que vienen del periodismo y aunque en apariencia sean dos experiencias diferentes, dos visiones distintas, se retroalimentan como vasos comunicantes. Cuando periodismo y literatura se funden como oficios, y se reinventan como un estilo y una posición en la vida, más allá de los compartimentos estancos, se suele alcanzar una expresión literaria superior.
En un artículo que sobre literatura y periodismo le pedimos para La Gaceta de Cuba por su cincuenta aniversario (revista que justo en estos días celebra sus seis décadas), Pedro especula sobre la tan trajinada contaminación entre ambas manifestaciones: “el periodismo es un oficio que prácticamente nace en la segunda mitad del siglo XIX y se consolida y extiende hace poco más de cien años. Además, es el oficio más peligroso del mundo (…) Y sabemos que no hay escritor inocente. Tampoco existe el lector inocente”.[2] De ahí tal vez viene la semilla del título de estas páginas, desdoblado en ambas profesiones.
Entre los ejemplos ilustres que comparte, sobre un llamado “periodismo-literario”, o viceversa, están los de ese adelantado que fue Daniel Defoe, nuestro universal José Martí, o dentro de los contemporáneos, la cátedra que representa Tom Wolfe. Autores los tres en los que comparto la preferencia que les profesa el autor de Trilogía… La quinta esencia de sus especulaciones sobre esta lanzadera que nos esboza se puede resumir, cuando escribe: “La literatura tiene que ser convincente. La realidad no tiene ese problema. No tiene que convencer a nadie”.[3]
Ese nuevo periodismo que Pedro Juan, como tantos otros reivindica, tuvo su fragua en Estados Unidos y en el parte-aguas de los siglos XIX y XX, y devino como una nueva expresión de la conciencia literaria. El lúcido Ambrosio Fornet, cuya cercana muerte no cesamos de lamentar, puso ejemplos que constituyen clásicos universales, como el sedicioso Spoon River Antology, de Edgar Lee Masters —quien pone a volar la imaginación a partir de los epitafios de los cementerios—, o la narrativa siempre renovadora de Mark Twain. Un dato curioso, Huckleberry Finn, imaginado por su autor para un público universal, pero que con el paso del tiempo se convertiría en una lectura definitiva para adolescentes, fue suprimido en 1885 por la censura de su país, lo que corrobora su condición canónica. “No por gusto Hemingway decía que la nueva literatura estadounidense había nacido”[4] con ese libro. Me atrevería a adelantar que en el caso cubano pudiéramos marcar ese comienzo, entre otros antecedentes de ese entre siglos, en las crónicas martianas —mencionadas en su momento por Pedro Juan—, Mío tío el empleado de Ramón Meza, o la poesía de Casal, Boti y Poveda. Fornet más de una vez nos recuerda un principio marxista relativo al arte que, adaptado al campo de la prensa, implicaría que, al fomentar un nuevo periodismo, estamos creando un nuevo lector.
“No hay escritor inocente. Tampoco existe el lector inocente”.
El autor en su prólogo nos revela las primeras claves de su génesis como creador: “A los dieciocho años leí Desayuno en Tiffany´s, de Truman Capote. Y fue una epifanía. Encontré mi vocación definitiva. Me dije: ‘Quiero escribir como Truman Capote y vivir como Hemingway. Viajar, conocer a mucha gente de todo tipo, tener una vida intensa y no estudiar letras’. Ya desde entonces sabía que mi escritura funcionaría libremente, con espontaneidad, más por el corazón y la intuición que por investigaciones y conocimientos académicos”.
Al rememorar su primer aprendizaje en una emisora matancera le rinde tributo al buen periodista y mejor persona que fue Manolo García, “a quien mucho agradezco. Un periodista experimentado y generoso, que confiaba en mí y me enseñó cómo preparar en diez minutos un programa de media hora”. Tuve la oportunidad de conocerlo, gracias a Luis Lorente, y doy fe de su magisterio en aquella provincia. Pedro Juan sucesivamente encadena otras experiencias que nos llevan de la mano a su génesis literario-periodística. Un resultado de sazonada madurez de esa vocación sería, a manera de un gran reportaje de trescientas páginas, Corazón mestizo. El delirio de Cuba, que hace quince años publicara bajo el sello editorial Planeta.
“La literatura tiene que ser convincente. La realidad no tiene ese problema. No tiene que convencer a nadie”.
El presente libro, por demás, está estructurado de una manera redonda. En la primera parte el autor reunió entrevistas en su casi totalidad a escritores. En la segunda se encontrará una selección de crónicas y algunas encuestas a otros artistas, y en la tercera, como nos describe el mismo Pedro, “algunas crónicas que originalmente aparecieron en la década de 1990, en la revista Habanera, editada por el Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos (ICAP) y dirigida por mi amigo y excelente periodista Julio García Luis. Se publicaron en una sección titulada ‘La Cuba de Pedro Juan Gutiérrez’”. Recuerdo como si fuera hoy cuando, después de varios años sin noticias del amigo, lo rencontré al caer en mis manos en una librería de la calle Línea un ejemplar de esa revista.
La mayor “acusación” a favor y en contra de Pedro Juan ha sido la de ser considerado un “Bukowski tropical”. Por eso no puedo dejar de mencionar unas palabras que intercala en la presentación de su compendio periodístico, palabras que, como dije, están sazonadas de referencias intertextuales, en las que traza el decálogo del buen entrevistador: “Tengo un libro con una selección de entrevistas que le hicieron a Charles Bukowski (…) desde la primera en 1963 hasta la última en agosto de 1993. Ya Bukowski tenía leucemia y falleció unos meses después”. Este cierre lapidario nos recuerda el signo sórdido y cargado de obsesiones que a manera de destino inapelable ha representado el estadounidense para sus lectores
Entre las encuestas del primer bloque, están varios escritores que me son cercanos por diversos motivos, y con los que en su momento compartí, y en algún caso incluso entrevisté. Por eso tal vez reconozco como mis preferidas las del impenetrable Gunter Grass —Pedro Juan me ha contado más de una vez las varias peripecias, con el entrevistado y con los editores, de la que aquí se reproduce—; Ernesto Cardenal; Mario Benedetti; Juan Gelman; y Julio Cortázar, por cierto, uno de sus escritores preferidos. De la segunda parte me detendría en la de Ever Fonseca, que amén de que la publicáramos por primera vez en La Gaceta de Cuba, recrea junto a su valía como artista la del personaje que siempre ha sido ese hijo de la cuenca manzanillera.
De todas las crónicas, por demás de temas diversos y originales —donde sobresalen entre otras las del ciclo mexicano—, quisiera detenerme en una, por el personaje ciento por ciento “pedrojuanesco” que envuelto en su halo de misterio la protagoniza, señor de la noche habanera y músico sin clasificaciones que se hizo llamar El Chori. Me alcanza la memoria para recordar en mi infancia su firma con tiza blanca en paredes y carretillas de las calles capitalinas. Y su imagen de auténtico showman en el polémico corto fílmico de PM, o en las fotos inolvidables del Chinolope, que igual alimentan el imaginario popular.
Fue sin duda una de nuestras grandes leyendas urbanas. Marlon Brando durante su visita a La Habana en los años cincuenta conoció al fotógrafo Cala. Chapurreando un poco de español y de inglés comenzaron a hablar de música, de bongoes y tambores, de los famosos cabarets de la playa y La Choricera, la meca del gran Chori, de quien el fotógrafo era un buen “socio”. Por eso el actor le pidió que lo acompañara esa noche a los cabarets de la playa y le presentara al singular percusionista.
A propósito de estos laberintos donde entre las brumas del pasado se escucha “el suave rumor de la nostalgia”, quiero cerrar mis breves apuntes citando en extenso un pasaje que, en mi “inmodesta” opinión, es un ejemplo cardinal del periodista y el escritor que hemos podido reconocer en Pedro Juan Gutiérrez, dibujado en este pequeño volumen: “El Chori se retiró en 1963. Muchas cosas cambiaron en esa década. El Coney Island comenzó a decaer. Los bares cerraron y los burdeles desaparecieron. Empezaron a escucharse Los Beatles. El feeling se puso de moda entre los adictos a clubes y cabarets pequeños. A los jóvenes no nos gustaba porque todavía no habíamos amado a alguien con rabia y dolor. Los que teníamos diecisiete años en 1967 —más o menos— íbamos a Teatro Estudio en la sala Hubert de Blanck y nos atiborrábamos hasta encima del escenario en unos recitales de canciones muy distintas a todo lo existente hasta aquel momento. Las cantaban tres tipos mal vestidos, medio locos y conflictivos que siempre andaban juntos y se llamaban Silvio, Pablo y Noel. De ese modo El Chori se fue quedando en silencio…”.
Silencio del que, con su escritura convincente, hace el periodista —enrocado en el escritor— cómplice a sus lectores.
Notas:
[1] Pedro Juan Gutiérrez. Escritores peligrosos y otros temas (Ediciones Loynaz, Pinar del Río, 2019).
[2] Pedro Juan Gutiérrez. “Pedro Juan c’est moi o una notita candorosa sobre literatura + periodismo, sobre periodismo + literatura y ver que hay adentro” (La Gaceta de Cuba, número dos marzo-abril de 2012), pp. 40-41.
[3] Pedro Juan Gutiérrez. “Pedro Juan c’est moi o una notita candorosa sobre literatura + periodismo, sobre periodismo + literatura y ver que hay adentro”. Ob. cit.
[4] Luis Raúl Vázquez. “Ambrosio Fornet: ‘en los sesenta la literatura se alió con el periodismo’” (La Gaceta de Cuba, número dos, marzo-abril de 2012), pp. 18-21.