El Odin Teatret, los maestros y Cuba

Eberto García Abreu
29/12/2016

A propósito de la Odisea 2016, que por tercera vez trajo de regreso al Odin Teatret a Cuba, vienen a la mente muchas preguntas que perduran, y fuertes emociones por los reencuentros, las enseñanzas y los afectos construidos desde las lecturas iniciales, las primeras imágenes de videos traspasadas de mano en mano y, por supuesto, los encuentros con Eugenio Barba, Roberta Carrieri, Julia Varley, y más tarde con toda la tropa de los odines.

Entre viajes de ida y vuelta, con rumbos y viajeros a veces impredecibles e inconstantes, se han armado las relaciones esenciales del Odin Teatret con diversas zonas del teatro cubano contemporáneo. Esos nexos han dejado sedimentos creativos intensos, modelos poéticos y estilísticos de valiosa impronta; han impulsado proyectos y polémicas. Han sembrado, cultivado y cosechado verdaderos frutos que, como toda ofrenda construida de manera conjunta, se multiplican, se diseminan y se transforman en el tiempo, la memoria y los sentimientos de las personas que las comparten.

Eugenio Barba y Julia Varley en Casa de las Américas durante la tercera gira del Odin Teatret en Cuba.
Foto: Cortesía Angélica Moreno

Han tratado de confrontarse y confrontarnos con nuestros andamiajes técnicos, conceptuales y de procedimientos creativos, articuladores de las dimensiones culturales, sociales y humanas del teatro cubano.

De esos viajes azarosos, permanecen las vivencias edificadas entre los individuos que a lo largo de los años han participado de las experiencias escénicas, investigativas y formativas que el Odin, en tanto núcleo de gestación y gestión de nuevos conocimientos, nos ha propuesto. E insisto en el sentido de propuestas, sugerencias o preguntas que tales encuentros significan, porque los actores y maestros del Odin no han hecho más que abrir sus bitácoras de saberes diversos a nuestros propios paradigmas creadores, a nuestras maneras de ser y estar en el teatro; o lo que es lo mismo, a nuestros dinámicos, movedizos y persistentes imaginarios teatrales.

Ellos no han tratado de plantar o imponer sus nociones o prácticas creadoras. En todo caso, han tratado de confrontarse y confrontarnos con nuestros andamiajes técnicos, conceptuales y de procedimientos creativos, articuladores de las dimensiones culturales, sociales y humanas del teatro cubano, de sus creadores y espectadores; entendiéndonos unos y otros como una gran tribu que anda siempre en tránsito, afirmando su sentido histórico y variable. De ahí las aportaciones que sus viajes generan en lo inmediato y a más largo alcance. De ahí las dilataciones que hemos podido reconocer respecto a las fronteras de nuestros paisajes teatrales habituales. De ahí también el reencuentro con las prácticas del teatro de grupo, la investigación como ejercicio básico para la creación, y la formación de nuevos discursos y sentidos éticos y profesionales para el oficio del teatro.

Visita del Odin Teatret a Cuba en 2002. Foto: Abel Carmenate

A partir de tales convergencias, Eugenio supo recorrer el camino hacia los maestros del teatro cubano y de otras tierras. Esos son mis primeros recuerdos de aquellos años finales de la década del 80. Eugenio Barba, rodeado de jóvenes creadores y otros de mayor edad, tributando respeto hacia Vicente Revuelta, Flora Lauten, Graziella Pogolotti, Raquel Carrió, Carlos Pérez Peña, Rafael González, Helmo Hernández, Osvaldo Dragún, Santiago García, Enrique Buenaventura, Atahualpa del Cioppo, Augusto Boal, Miguel Rubio; y junto a ellos, los artistas del Teatro Escambray, Teatro Estudio, Teatro Buendía y la naciente Escuela Internacional de Teatro de América Latina y el Caribe.

Las obras de Teatro La Candelaria, el Teatro Experimental de Cali, El Galpón, el grupo Yuyachkani y las creaciones de Boal, recibían nuevos reclamos de atención por nuestra parte ante las visiones que Barba y sus actores nos compartían, con igual sentido de admiración y respeto al de sus referentes europeos, asiáticos o de otras tierras y tiempos diversos.

Mayo Teatral Encuentro de Teatristas 2001 . Foto: Abel Carmenate

El cruce de los magisterios, y de esas maneras de hacer y pensar el teatro más allá de fronteras, historias y circunstancias particulares, fue un estímulo fundamental para desprendernos de los academicismos y las restricciones que las lecturas o interpretaciones demasiado “literales” podían encorsetar al Odin y sus potenciales enseñanzas, en un manojo de métodos y ejercicios técnicos que —lejos de abrir el alma del teatro en toda su plenitud— podían ocultarla aún más entre los vericuetos de las confrontaciones ideológicas latentes bajo las imágenes y los aprendizajes crecidos a partir de la interacción del Odin con nuestra equitativa realidad social. 

Izquierda o derecha, progresista o reaccionario, dejaron de ser ante nuestras propias vivencias, polos irreconciliables o transparentes de una confrontación ideológica y política.

Junto a sus espectáculos, el Odin ha traído su ética de la profesión. Pero ha traído también un renovado modelo de pensamiento cuestionador del teatro y de las prácticas sociales en las que interviene. Izquierda o derecha, progresista o reaccionario, dejaron de ser ante nuestras propias vivencias, polos irreconciliables o transparentes de una confrontación ideológica y política, al margen de las maneras de trabajar, producir, crear y vivir.

En las complejas confrontaciones que hemos tenido en estos años, han aparecido nuevos enfoques para términos como “revolución” y “revolucionario” en el contexto creativo y en las prácticas teatrales y sociales, cargándose estos términos de sentidos operativos más reales y tangibles, para muchos de los que hemos asumido el ejercicio del teatro más allá de sus connotaciones estéticas o artísticas.

Las grandes ciudades bajo la luna Foto: Tomada del sitio web del grupo

Trabajar, desmontar, develar y poner a dialogar a mitos, pasajes históricos y personajes célebres con las nuevas realidades de artistas y espectadores, no ha sido solo la evidencia de virtudes estéticas o técnicas y de procedimientos formales, apreciables en los espectáculos y seminarios a través de la sensibilidad y el gusto personal. Ello implica también el desplazamiento de ciertos paradigmas ideológicos que históricamente han afirmado, desde la izquierda y sus diversas prácticas políticas, un único rumbo para la resolución revolucionaria de los conflictos que en Cuba y América Latina afectan a los sectores sociales excluidos de las grandes transformaciones de la Historia.

Desde sus primeras visitas y trueques, el Odin aportó otras voces y visiones para complejizar y ensanchar las dimensiones políticas de nuestros teatros. A partir de sus propias exclusiones y márgenes, Eugenio y sus compañeros propusieron estrategias más abiertas, reflexivas y contrastantes, con el objetivo de entender, construir y participar en los relatos históricos y en los debates ideológicos que los atraviesan, desde un posicionamiento más sensible y palpable de la condición humana.

Foto: Tomada del sitio web del grupo

Por tanto, dilatar el cuerpo y la mente de actores y espectadores no era, y no es, solo una pretensión dramatúrgica, o una más entre las tantas exploraciones en las teatralidades convergentes a través de los tiempos y las culturas disímiles compartidas por el Odin Teatret con nosotros. Al tomar parte en sus propuestas, emerge la posibilidad de aprehender la vida y los procesos sociales con ojos atentos. Porque se trata de construir ideas que fluyan como las imágenes hacia nuevas plataformas para el conocimiento y el encuentro con los individuos, sus biografías y realidades. Se trata de mirar el pasado como una afirmación irreversible del futuro. Se trata de aprender de nosotros mismos, sobre nosotros mismos y con nosotros mismos. Así, lo social y lo personal, lo individual y colectivo, el hombre y la masa, se nos presentan con nuevos ropajes, nuevos relatos, nuevas preguntas y nuevas libertades para decir, dudar, construir y mirar de frente al presente, al “aquí y ahora” de todo hecho teatral y de vida. No importa demasiado si ese individuo —hombre o mujer— emprende su lucha en la más angustiosa soledad, o en la compañía más reconfortante. Lo importante es no detener la marcha, ni el sentido de la lucha por cambiar el orden establecido a contrapelo de las necesidades más urgentes de cada persona.

Quizá por ello, en los espectáculos, demostraciones, talleres y charlas que durante tres décadas el Odin Teatret ha desarrollado en Cuba, podemos vislumbrar que la Historia no se revela solo como el fragmento de memoria o historicidad asumida por cada individuo, tanto a nivel íntimo, como público o social. Las experiencias aportadas por el Odin, con sus maestros y compañeros de contiendas, nos han indicado preguntas y enfoques concretos respecto al lugar, los roles y los encargos que cada uno de nosotros debe resolver, en tanto hacedores del teatro con nuestros múltiples oficios. De esas ideas y prácticas puede llegar una mayor lucidez para rehacer la Historia que nos engloba o difumina entre sucesos y acontecimientos impredecibles en sus rumbos y consecuencias.

En el cruce de paradigmas para el teatro cubano acontecido en el paso de los 80 a los 90 —debidamente reconocido entonces por investigadores y críticos como Rosa Ileana Boudet, Raquel Carrió, Graziella Pogolotti, Rine Leal, Magaly Muguercia, Vivian Martínez Tabares, Ileana Azor, Ileana Diéguez, Osvaldo Cano, junto a muchos creadores como Abelardo Estorino, Vicente Revuelta, Flora Lauten, Carlos Díaz, Carmen Duarte, Salvador Lemis, Ricardo Muñoz, Víctor Varela, Nelda Castillo, Carlos Celdrán, Antonia Fernández, Abilio Estévez, Alberto Pedro, Rafael González y Joel Cano, entre otros más que seguramente enriquecerían y matizarían esta lista que parte ahora de la memoria caprichosa—, de manera más o menos explícita se reconoce el viraje de la mirada y las prácticas creativas hacia las problemáticas del individuo en su dimensión más humana y real, confrontando su entorno inmediato, su historia personal y social, su contexto y sus valores éticos, espirituales e ideológicos. En este ámbito de creación y pensamiento, complejo, tenso y contradictorio, fecundaron los diálogos iniciales con Eugenio Barba y el Odin Teatret.

Por ello, los espectáculos, clases, conferencias y escrituras disímiles aportados por Eugenio Barba y sus actores, pueden verse como la confirmación de sus trabajos teatrales articulados en un cosmos de imágenes y conocimientos que trascienden el fugaz encuentro de las representaciones o las sesiones pedagógicas. Al revelar las teatralidades que concurren en las prácticas escénicas del Odin, sus obras y acciones formadoras tejen a profundidad raíces y relaciones que nos permiten viajar más allá del momento esclarecedor de los espectáculos o los seminarios y talleres. Promueven el reconocimiento de un territorio poblado por técnicas e ideas que discursan, a través de los relatos teatrales, hacia el redescubrimiento del artesanado técnico, conceptual y ético que soporta a la dimensión viva del teatro que nos presentan. Esas acciones creadoras han enriquecido el sostenido trabajo de trueques entre el Odin y los hacedores teatrales cubanos. En tales fundamentos descansa, igualmente, el verdadero terreno que compartimos el Odin y quienes asumimos el sentido del teatro de grupo y el ejercicio de la investigación como caminos de larga travesía precedente.

El surgimiento, reorientación y apertura de nuevas líneas de trabajo al interior de varios grupos, y la fundación de nuevos colectivos teatrales en ese período, deben mucho y de maneras diversas a los primeros encuentros del Odin con Cuba. Teatro a Cuestas, fundado por Ricardo Muñoz; Teatro del Obstáculo, fundado por Víctor Varela; el Estudio Teatral de Santa Clara, fundado por Joel Sáez y Roxana Pineda; Teatro Espectro 11 (hoy Teatro Viento de Agua), fundado por Boris Villar, Maribel Barrios y Eberto García Abreu; Teatro de los Elementos, fundado por Oriol González, y Teatro del Espacio Interior, fundado por Mario Junquera, son, entre otros referentes a considerar y estudiar, procesos creadores y culturales que evidencian los fecundos intercambios de nuestros creadores con Barba y sus actores-maestros, desde los 80 hasta la actualidad.

En ese nuevo paisaje creativo hemos ampliado los estudios sobre Stanislavski, Meyerhold, Vagtangov, Brecht, Grotowsky, Brook y otros maestros que afirman, con Barba, el valor de “aprender a aprender”; revelándonos la necesidad permanente de indagar y profundizar en las fuentes técnicas, filosóficas y éticas del teatro como oficio y profesión. Barba y los odines han procurado encontrar y palpar, más allá de las formas y los temas —por demás pasajeros y fugaces—, los cuerpos, los rostros, las memorias y las almas de sus camaradas de expedición; atravesando otras islas flotantes en mares intranquilos, donde el azar, la buena voluntad, la intuición, la resistencia y la firmeza de las decisiones de trabajar y crear juntos, han llevado a puertos seguros “las canoas de papel en las que nos montamos en aquellos años de fundación, como diría el abuelo mambí de Las perlas de tu boca, el espectáculo de Teatro Buendía dirigido por Flora Lauten en 1989.

En 2016, la realidad teatral, cultural y social de Cuba es muy distinta a la que 30 años antes recibiera a Eugenio Barba y el Odin Teatret por primera vez. En una aparente rutina cotidiana, la sociedad cubana se ha transformado a profundidad. Los ideales y proyectos colectivos e individuales han mutado de rostros, propósitos y destinos. Junto a las carencias materiales y espirituales sostenidas, la austeridad, las fragmentaciones y las emigraciones; así como la llegada de nuevas generaciones de artistas y espectadores abocados a emergentes (o reiterados) conflictos sociales, en su mayoría tamizados por las sensibilidades que revelan las preguntas sobre el sentido de la vida en las condiciones económicas, políticas y sociales de la actualidad; también han irrumpido diversos procedimientos creativos, que en algunos casos no hacen más que vivificar las construcciones poéticas y los caminos temáticos recurrentes en nuestra propia tradición. Mientras, otros erigen inusuales fórmulas para intervenir en los problemas de estos tiempos; apelan a la documentación de la inmediatez y a las biografías recientes como territorios donde legitimarse con mayor hondura. De ahí la confrontación del individuo consigo mismo, sin que se examinen a fondo las connotaciones y los rumbos de la Historia, por encima de las notables diferencias sociales y los diversos problemas que hoy se cruzan en la sociedad cubana.


En este territorio teatral, cultural y social diferente, rememoro los relatos de Judith, El castillo de Holstebro, Itsi Bitsi, Kaosmos, Las mariposas de Doña Música, Mythos, Sal, El libro de Esther Ave María, conmovido por la intensidad, la crudeza y la transparencia de los nuevos relatos con que La vida crónica y Las grandes ciudades bajo la luna nos acaban de convocar en La Habana para otro encuentro con los maestros del Odin.

Había leído algunos reportes sobre estos espectáculos más recientes; comentarios, reseñas o valoraciones que, en definitiva, me daban pistas sobre las propuestas, pero nada más. La identidad poética del Odin Teatret, sus discursos y estrategias de construcción escénica, así como sus visualidades y andamiajes actorales y representacionales, en mi opinión, quedaban en un segundo plano en las atenciones ante los nuevos espectáculos. Lo significativo de este encuentro sería, sin dudas, la posibilidad de asistir y acompañar un trabajo de todo el grupo, distinguido por los muchos años de vida y creación que los actores-maestros depositaban sobre el escenario, como un acto de fe renovada en el teatro y, particularmente, en su teatro.

La pulcritud, claridad y belleza escénica que distinguen a La vida crónica y Las grandes ciudades bajo la luna, me revelan un contundente gesto colectivo de rebeldía ante el cansancio, la indiferencia y la certidumbre del tiempo que avanza, inefable, hacia la muerte. Por eso, la vida y las travesías creadoras de Barba y sus actores-maestros, junto a las ricas teatralidades que han atesorado en sus propios cuerpos, vuelven a ser la sustancia matriz de los caminos que se cruzan, superponen y se abren a nuevos encuentros con historias, biografías, personajes y relatos que transcurren hacia la concertación de las citas con sus espectadores históricos y los que cada día acuden a los nuevos encuentros con el Odin.

Volver a Cuba ha significado un rencuentro con nuestros teatros, con sus alianzas y fracturas, con los viejos y nuevos espectadores.

Tal vez por esas razones, la Odisea 2016 no ha sido una gira más en la larga lista de viajes teatrales emprendidos por el Odin Teatret. Volver a Cuba ha significado un rencuentro con nuestros teatros, con sus alianzas y fracturas, con los viejos y nuevos espectadores. Un reencuentro con las utopías compartidas y las rebeldes necesidades creativas de los que defendemos el mismo oficio, con independencia de nuestras identidades y sentidos del teatro resguardados en el tiempo.

Según palabras de Eugenio en las notas de presentación de la gira, el grupo venía a nuestra isla “para descubrir cómo han cambiado la cultura y la política los sentimientos, los pensamientos y las expectativas de todos nosotros”. Por tanto, se trata de confrontar no solo las expectativas de quienes vienen desde el lejano Mar del Norte, sino nuestras contradictorias esperanzas ante los destinos de la sociedad cubana, en las actuales circunstancias sociales, económicas y políticas.

Las grandes ciudades bajo la luna.  Foto: Tomada del sitio web del grupo

La vida crónica Las grandes ciudades bajo la luna, con sus identidades y dimensiones teatrales diferentes, funcionaron como caras de una misma carta; es decir, como páginas de un mismo mensaje. El primero de los espectáculos me llenó de sentimientos muy contradictorios. Ver en la escena a los actores-maestros del Odin revelándose contra sus años y sus espesas cargas de emociones y recuerdos; reinventándose a través de nuevas fabulaciones esencialmente arraigadas en las crisis más apremiantes de muchos seres en distintas partes del mundo y relatadas teatralmente desde la visceralidad de sus propias vidas, no solo me permitió compartir la pertinencia de sus reclamos de solidaridad, comprensión y respeto entre los seres humanos, amenazados por los mismos problemas en esta época poblada de guerras, emigraciones y, sobre todo, desmemoria.

En esa especie de arca de Noé que sobrevive a innumerables tempestades,  solo quedan rastros de existencias que perviven en la caótica adversidad de sus desencuentros. Sobre esa balsa a la deriva se cruzan historias y biografías de seres que nos arrojan sus desamparos y sus silencios arropados por palabras y sonoridades disímiles. Palabras que convocan la mirada y la atención por el tono en que son dichas, por las intenciones que develan, y el desconcierto que sus convergencias generan para quienes creen que con palabras podemos entender el sentido de nuestras vidas.

Por eso, las lenguas que las soportan nos llevan hacia los estados del alma de esos seres que, aun cuando intenten sobrevivir en medio de recuerdos hermosos o terribles —eso es difícil de valorar dentro de sus inefables travesías—, no tienen otra opción que reeditar sus vivencias fragmentadas y superpuestas en el momento de las lúcidas confesiones que el teatro les ofrece en cada representación, ante espectadores de procedencias igualmente diversas y contrastantes.

Los cuerpos envejecidos de los actores, con inequívoca vitalidad, revelan, sin embargo, dimensiones sólidas para sostener las palabras traspasadas en las situaciones de los personajes en el relato teatral, verdadero motivo para el encuentro inaplazable entre los creadores y sus espectadores. De la confluencia de las edades y las teatralidades habitadas en las voces, los gestos y las miradas de los actores maestros del Odin, emerge la estatura real de esos diálogos irreverentes que ellos, cual perdurable señal de vida, se empeñan en arrostrar ante la incomunicación siempre amenazante. Importan, más que sus discursos, las situaciones que los agolpan sobre estas tablas de salvación en las que el ritual de la muerte y sus múltiples máscaras y procederes no es una historia evocada o una quimérica ilusión que a otros puede acontecer. La vida opera, actúa y puja entre estos individuos, como un intento de resistencia y de posibilidad de cambio del orden de las cosas, de los destinos inciertos que a todos nos esperan, de la certeza de la soledad y también, obstinadamente, del valor del teatro para aliviar los rigores de la existencia.

En las grandes ciudades, hoy día, la vida puede ser registrada como una crónica indiferente de alumbramientos, celebraciones y despedidas. Nuestros actos más trascendentes pueden reducirse a sutiles fotogramas o a cenizas que el tiempo desvanece bajo las mutantes caras de la Luna. Tras esas mutaciones del astro compartido en las latitudes y tiempos más distintos, todo acto de fe y cualquier intento de aviso, cercanía y acompañamiento, se convierten en una verdadera revolución de los afectos y la memoria. No podemos, por tanto, renunciar a la crónica que nuestras vidas ha ido creando a lo largo de los años, en los escenarios más insospechados. Esa es la savia de los relatos que nos llegan y que luego, con igual sentido de gratitud, compromiso y oficio, intentamos entregar a otros. Ese es el verdadero sentido de nuestros teatros, de nuestras imágenes, de nuestros cantos y gestos irreverentes al polvo y el olvido. Esa es la nueva marca que Eugenio Barba y los actores del Odin Teatret añaden a los caminos que hemos recorrido juntos, o en la solitaria acción cotidiana de nuestras vidas, a lo largo de las últimas tres décadas.

Eugenio Barba y Julia Varley en Casa de las Américas durante la tercera gira del Odin Teatret en Cuba.
Foto: Cortesía Angélica Moreno

Y porque esos caminos se construyen paso a paso, entre imágenes y aprendizajes, de la Odisea 2016 y los innumerables esfuerzos que le dieron vida, quiero resaltar dos momentos en los que se confirma, una vez más, la orientación de los trueques del Odin y el teatro cubano. El primero tuvo lugar en la Iglesia del Teatro Buendía, donde Flora Lauten recibió al Odin y a Eugenio para trocar gestos de gratitud, complicidad e irreverencia.

Flora afronta sus 74 años encarnando a Teresa de Jesús, la Monja de Ávila (1515-1582), en el espectáculo Éxtasis. En cada función no puedo evitar el sobrecogimiento que me llega a través de su presencia, de su voz, de sus miradas; y sobre todo, de su espíritu invencible, evocador de sus maestros y los míos. Entre los muchos planos del relato articulado en torno a las cartas escritas por la célebre monja, está en primer orden el relato físico que el cuerpo de la actriz, la maestra, la madre y la creadora, revela más allá de las palabras y la indumentaria escénica.

Las luchas de Teresa de Jesús por crear monasterios y espiritualidades altruistas e iluminadas, encuentran equivalencias en los emprendimientos creadores y humanistas de Flora Lauten y Eugenio Barba. Por eso la Iglesia, el teatro o los monasterios rememorados en el espectáculo, se reconocen como los espacios ideales para persistir en la acción de fundar que es, como dicen la actriz y el personaje, lo que importa. Ahí radica el mayor desafío en estos tiempos de tanta trivialidad y acomodamiento para el cuerpo y el espíritu. Barba y Flora, junto a sus tropas o familias de actores, por el camino de la creación y el magisterio han fundado nuevos territorios para la revolución de nuestros pensamientos y para la defensa obstinada de la fe en el teatro.

El mismo aliento de hermandad cómplice permanece en un segundo momento, durante el abrazo sutil y estremecedor de Iben Nagel Rassmussen y Carlos Pérez Peña, hombre grande y maestro entrañable de nuestro teatro, al finalizar la última función de Las grandes ciudades bajo la luna. Iben, Carlos, Roberta y las cenizas, un abrazo y una rosa roja, bien viva, intensa y real, dejan en mi espíritu los deseos irrenunciables de seguir atravesando los caminos del teatro, con el único pretexto de buscar otras reconciliaciones con la vida. Tal vez sea esa, a estas alturas de mi existencia, una buena posibilidad de sobreponerme a las adversidades imprevistas del camino en el que crecen las utopías, las esperanzas y los deseos de ir un poco más allá del horizonte que cada día enmarca nuestros territorios de acción. Seguramente de esos impulsos, tan discretos como las pequeñas piedras blancas que Barba repartió hace 30 años en el sótano de la “iglesia” del Buendía entre algunos creadores y maestros, resurjan nuevos sentidos para el acto revolucionario de hacer teatro, aquí y ahora.