La soledad del pensador de fondo

Juan Antonio García Borrero
15/12/2016

Con la muerte de Julio García Espinosa perdemos al pensador cubano que más lejos había llegado en el análisis del lenguaje cinematográfico y de su vínculo con la tecnología que lo hacía posible.

Si con la creación del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) —del cual fue, junto a Alfredo Guevara y Tomás Gutiérrez-Alea, uno de sus más entusiastas fundadores—, se introduce en Cuba la búsqueda del cine como arte, con García Espinosa muy pronto comienzan a sembrarse las dudas sobre la validez de esa herencia que nos promete la dimensión artística, siempre que se cumpla con los parámetros diseñados por la “institución”.


Gabriel García Marquez, Jorge Rufinelli,  Fernando Birri y Julio García Espinosa. Foto: Cortesía Dolores Calviño

Eso explica la resonancia y la vigencia del texto Por un cine imperfecto, único ensayo vinculado al cine escrito por un cineasta cubano, que sigue recibiendo sistemáticas lecturas desde una academia que, no importa si para rechazarlo, aún encuentra en ese conjunto de reflexiones las interpretaciones más intensas que por entonces consiguieron hacerse en Cuba, desde una práctica fílmica que aspiraba a competir con la gran revolución política y social que se vivía en el país.

Hay que recordar el contexto en que surgieron esas meditaciones. Hoy existen, en esa amplia bibliografía dedicada al cine que han producido los cubanos en los últimos 30 años, varios ensayos valiosos. Pero en la fecha en que apareció publicado Por un cine imperfecto, el ensayo era la zona menos transitada de esa literatura. Estaban las crónicas de Guillermo Cabrera Infante, todavía insuperables en cuanto a estilo, y críticos como Mirta Aguirre o José Manuel Valdés Rodríguez, por citar apenas dos que habían conseguido imponer el respeto con su erudición. Pero lo que se dice ensayo —no crítica ni tampoco aproximaciones académicas, que por entonces no existían—, ni soñarlo.

Los ensayistas, a diferencia de los críticos tradicionales, buscan dejar a un lado la circunstancia para dirigir la mirada hacia aquello que solo puede apreciarse apelando a la perspectiva de conjunto. Y al hacer la pasión intuitiva —que nada tiene que ver con la serenidad de los analistas, más propensos al examen metódico—, la principal herramienta para construir conocimiento, suelen convertirse en los blancos más vulnerables de su época. Eso explica que Por un cine imperfecto se convirtiera de inmediato en objeto de ataque de algunos, y que hoy sea una suerte de texto maldito, apenas tomado en cuenta por los creadores de audiovisual del patio, pese al gran número de argumentos que ofrece para hacer de la herejía algo creativo.

Pienso que García Espinosa siempre tuvo claro lo que en términos de soledad intelectual ella le reportaría. Porque, bien mirado el asunto, era de esperar que una voluntad tan radicalmente cuestionadora como la de Julio estuviese destinada a ser tomado en serio por unos pocos, incluso dentro del ICAIC.

Estamos hablando de una teoría y de una práctica que ponían bajo sospecha toda la legitimidad de una manera de narrar en el cine que, hasta ese momento, era aceptada como la norma; así como una suerte de cruzada contra el uso banal de la emoción que, según sus propias palabras, “se ha usado para manejar y controlar al público (…). Creo que el público debe manejar ideas. Una cosa es emocionarse a través de la belleza, del placer que revela una verdad, y otra son los mecanismos ambientales para ganar el interés y la identificación, que son demasiado fáciles y demasiado peligrosos”.

Con Las aventuras de Juan Quin Quin trató de llevar a la pantalla esos argumentos. Contra todo lo que se podía sospechar, la película funcionó a nivel de público: sigue siendo uno de los filmes que encabeza el listado de nuestras películas más populares. En lo personal, interpreto eso como una de las confusiones más colosales en las que ha incurrido el público nacional, que se dejó seducir por lo que connota el término “aventura” en el título de una película, y terminó enredado en una de las cintas más experimentales y osadas que ha parido la cinematografía revolucionaria.

Lo interesante es que García Espinosa no se dejó sobornar por ese respaldo de su audiencia. Al contrario, su cine posterior no solo conservó ese aire de trasgresión que ya estaba presente en la adaptación que hizo del original literario de Samuel Feijóo, sino que lo llevaría hasta el límite en una cinta como Son o no son, esa película experimental donde, de acuerdo con sus declaraciones, “me propuse hacer el filme más feo del mundo. Quiero decir, que me propuse eliminar las fascinaciones habituales: intriga de suspense, primacía de la imagen, virtuosismo de la puesta en escena, actores seductores, bella fotografía, etc. Se trataba de sostener el filme únicamente con la propuesta dramatúrgica. Propuesta que se plantea destruir el núcleo central de la dramaturgia tradicional o aristotélica”.

Ahora bien, el hecho de que a García Espinosa lo animara esa tendencia al aniquilamiento del modo más común de representación cinematográfica, deja ante nosotros una de las paradojas que, a mi juicio, más enaltece su aspiración de democratizar el placer cinematográfico. Porque muchos de los que ven el cine de Julio como especie de paradigma del anticine, olvidan que esas negaciones nacen de un profundo conocimientos del cine como espectáculo y del vínculo con sus espectadores.

Julio es, de nuestros realizadores, uno de los que más obsesionado se ha sentido con la suerte del receptor. Es cierto que Titón escribió ese ensayo mayor que es Dialéctica del espectador, pero en García Espinosa uno adivina sus pretensiones de poner en situación límite a ese público que asiste a cualquier función cinematográfica confiado en las seguridades que aporta una formación acrítica. De allí su desvelo por impulsar una producción donde estuviese presente lo popular —que no lo populista—, no tanto a través de su obra individual, como de la colectiva —en este caso, el cine realizado en los 80 respondió a una política del ICAIC diseñada bajo su mandato—. Es obvio que pensar el diseño general de una producción así siempre reportará más desencuentros que apoyar una sola línea.

García Espinosa también fue un adelantado (y, como todo adelantado, también aquí encontró mucha soledad), a la hora de meditar el peso que tiene lo tecnológico en la construcción de sentidos fílmicos. Para el grueso de la gente (incluidos los críticos) la Historia del cine, con mayúsculas, está conformada por un conjunto de filmes donde un Autor (entendido en su dimensión más romántica) pone en pantalla grandes ideas e historias.

En el cine cubano, desde luego, hay cineastas que responden a ese perfil, y obras donde uno descubre la sensibilidad única de un artista. Pero falta por escribir una Historia del cine cubano donde se advierta el peso fundamental que han tenido los dispositivos a la hora de organizar los discursos. De la misma manera en que algunos filósofos advirtieron que la mayoría de las veces no hablamos el lenguaje, sino que el lenguaje heredado habla a través de nosotros, también García Espinosa nos iluminó sobre el poder inadvertido de la tecnología en todos esos modos de representación que compartimos como si fuera nuestra gran creación personal.

Someter a crítica estos asuntos de fondo no reporta demasiada popularidad en  la época en que se vive. Ha pasado con todos los grandes pensadores que se  atrevieron a fiscalizar el origen de esas ideas, que a diario nos dictan los modos de convivir. En esos casos, siempre es necesario que el tiempo transcurra, y que las generaciones que ya se vienen formando hagan a un lado los anacronismos que esos intelectuales de valía se encargaron de ir iluminando.

Suerte que en el caso de Julio García Espinosa esa soledad intelectual fue perfectamente neutralizada con la compañía espiritual de muchos de los que trabajaron a su lado en el ICAIC, aun cuando no compartieran el mismo credo estético. Por allí anda una foto donde se ve a Julio rodeado por Santiago  Álvarez, Mirita Lores, Enrique Pineda Barnet, Luis Felipe Bernaza, Daniel Díaz Torres, Manuel Pérez Paredes, Juan Carlos Tabío, Tomás Gutiérrez Alea y Rolando Díaz, mientras que García Espinosa sostiene con sus manos un dibujo de Rapi Diego aludiendo a la historia de Lewis Carrol, Alicia en el país de las maravillas.

Esa instantánea es de esos días en que Julio tuvo que dejar atrás el  ICAIC, debido a todo lo que venía asociándose con el filme Alicia en el pueblo de Maravillas, de Daniel Díaz Torres. Recuerdo que cuando preparábamos el libro Las estrategias de un provocador, quise dejar a un lado por un momento todas nuestras disquisiciones intelectuales, metafísicas, para preguntarle por esta parte más íntima de la vida que también define el sentido de nuestras visiones del mundo. Porque si algo agradezco de esa oportunidad que tuve de conocer personalmente a García Espinosa, es que pude entender mucho mejor lo que se proponía con su teoría del cine imperfecto una vez que hablamos desde la vida misma, con todo lo que ella implica en términos de luces, sombras, contradicciones.

Me llamaba la atención la vitalidad de un hombre que, no obstante los golpes recibidos, las incomprensiones, las lecturas fallidas de sus propuestas, mantenía un optimismo que, lo confieso, se me hace difícil de compartir todo el tiempo. Estoy pensando sobre todo en aquel Julio García Espinosa que abandonaba contra su voluntad la presidencia del ICAIC, con la sombra de Alicia en el pueblo de Maravillas anticipándose a todo movimiento que hiciera. Y que, a pesar de eso, seguía hablando de la gran utopía como si nada, y yo sin entender qué lo podía mantener en pie en medio de aquellas circunstancias.

Hasta que reparé en Lola Calviño, todo el tiempo a su costado aun cuando no la viese, y no pude dejar de preguntar. Entonces me respondió aquello que todavía me permite entender que la soledad intelectual solo es llevadera si encontramos la complicidad de otra persona (basta una sola), que nos permita pensar en el mundo no como algo hecho, sino como un camino del cual siempre seremos parte mientras estemos vivos. Aquella respuesta todavía me estremece:

“Me emociona lo que dices, porque es señal de que nuestros nombres no se conciben separados. Es decir, que hemos logrado instituir una pareja. Y,  como todas las que se forman, representa el más grande desafío de nuestras vidas. No hay triunfo de la pareja si no hay triunfo individual de cada uno. Son muchos años de pequeñas y grandes turbulencias. Son muchos años de concesiones mutuas. Son muchos años de pasiones y de ternuras. Son muchos años en que el amor, solo el amor, unas veces sin riendas, pero siempre latente, nos llega a hacer más humanos. Los dos hemos sido protagónicos de este empeño. Pero Lola ha marcado los hitos. Como en aquel momento en que, después de tantos años, tuve que abandonar el ICAIC. No me dijo nada, solo me regaló una pareja de periquitos. Ese gesto me hizo volver a lo que ya tenía olvidado: la familia, los amigos, la naturaleza. Los periquitos se llamaban Adán y Eva”.