En las palabras introductorias a sus Memorias insulares, Ambrosio Fornet se muestra preocupado por el riesgo que corre al reunir esa “amalgama de propuestas ensayísticas y periodísticas”, esos textos “tan disímiles entre sí”, “este inclasificable repertorio de propuestas”, insiste, casi como quisiera alejar al lector de su centenar de páginas. “¿A qué conjunto de inquietudes responden?”, se pregunta, “¿A qué público se dirigen?”. Como el excepcional editor que es, sabe que necesita dar a la totalidad “cierta coherencia temática y discursiva”, y la encuentra en las obsesiones o ideas recurrentes que lo han hecho volver, a lo largo de varias décadas, sobre asuntos a los que ha consagrado gran parte de su obra: “Ciertos rasgos de nuestra historia, los vínculos de nación e identidad, el movimiento editorial cubano y, desde luego, la relación de la cultura con el medio y viceversa”.
Hay, sin embargo, otra coherencia mucho más básica, radical, que es, a mi juicio, lo que sostiene ya no la unidad de este manojo diverso, sino un quehacer (mejor que una obra) intelectual. Cintio Vitier, apelando a la etimología de la palabra, gustaba decir que lo radical es lo que va a la raíz, o lo que procede de ella.
“Si una de las proezas de la Revolución encabezada por Fidel fue iniciar el desmontaje de las estructuras coloniales y neocoloniales a las que Cuba y la América Latina estaban (…) sometidas, Ambrosio Fornet fue de los intelectuales que profundizó y complejizó ese pensamiento emancipador”.
Como el mismo Ambrosio reconoce de manera explícita o implícita, su cosmovisión procede de su origen bayamés, de las lecturas que realizó en la adolescencia y la juventud, de sus experiencias en La Habana de los 40 y los 50 del pasado siglo, de su paso por circuitos intelectuales y académicos de otros países del primer mundo (los Estados Unidos y España), y toma forma definitiva luego de 1959, cuando regresa a Cuba.
Si una de las proezas de la Revolución encabezada por Fidel fue iniciar el desmontaje de las estructuras coloniales y neocoloniales a las que Cuba y la América Latina estaban (y aún, en buena medida, continúan) sometidas, Ambrosio Fornet fue de los intelectuales que profundizó y complejizó ese pensamiento emancipador. Pero lo hizo, y permítaseme usar de nuevo la palabra, de forma radical. Quiero decir con ello que se ha opuesto siempre a toda forma de colonialismo o neocolonialismo: tanto a las que provienen de la ideología imperialista estadunidense, como a las que llegaron, marcadas por el estalinismo, desde el pensamiento soviético.
Debo haberlo conocido personalmente alrededor de 1976, y estoy seguro de que fue Víctor Rodríguez Núñez, por entonces estudiante de Sociología, quien me dijo que Ambrosio estaba al frente de la revista Universidad de La Habana. En la práctica, era el director, aunque en los créditos aparecía como “editor”.Yo estudiaba en la llamada por entonces Facultad de Filología y me convertí (o me convirtió él) en colaborador sistemático de la publicación. Al revisar nuestra correspondencia, advierto que mis colaboraciones con Universidad de La Habana fueron más sistemáticas después de graduarme. Como fui a vivir a Matanzas, conservo sus cartas mecanuscritas.
“Ambrosio quería rodearse de jóvenes dispuestos a atender lo nuevo que podía encontrarse en las librerías”.
Convencido de que las interrelaciones entre las obras de creación, la crítica y los receptores son imprescindibles para la vitalidad del universo literario de un país, Ambrosio quería rodearse de jóvenes dispuestos a atender lo nuevo que podía encontrarse en las librerías. “No olvides nuestro interés por las críticas literarias”, me escribió, “¿Qué estás leyendo en las quietas tardes matanceras? Hazlo lápiz en mano, reúne después las notas, ponlas en esa prosa sobria que es sin dudas una de tus virtudes —una rara virtud— y mándamelas. Dos, tres, cuatro páginas…”.
Yo había terminado la especialidad en Estudios Cubanos y me atreví a enviarle un trabajo de clases sobre la “cubanía” de Zequeira y Rubalcaba, marcado (para mal) por la concepción sociologizante de la cultura que recibíamos en las aulas. La atención con que leyó aquel texto balbuciente, el respeto con que lo comentó, la inmediatez de sus respuestas, fueron la primera lección que recibí sobre el trabajo de un editor. Aprendí con él que quien hace una revista tiene que ser inclusivo, sobre todo cuando es una publicación institucional. “El trabajo me pareció publicable”, me escribe el 6 de noviembre de 1977, y anuncia que aparecerá en la revista aunque, como aclara más adelante: “yo mismo no comparto algunos de tus criterios”.
Poco después, preparó un número con motivo del XI Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, a realizarse en Cuba en el verano de 1978. Sospecho, de nuevo, que la propuesta surgió de Víctor: Ambrosio me solicitó un trabajo sobre “la cuentística joven contemporánea”, tomando como corpus aquellos que hubiesen publicado libro antes de los treinta años. Conservo una carta suya del 13 de junio de ese 1978 que me permite poner en sus palabras esas lecciones, más que editoriales, intelectuales, de que fui beneficiario. Me envió mi texto corregido para que dé “o no el visto bueno”, y da por descontado que puedo “añadir, quitar, variar o reescribir a discreción”. “Considera esto”, dice, “el sustituto de una conversación imposible”.
Conocedor de las artes de la retórica, comienza por dedicar elogios desmesurados al texto en cuestión: “Te repito que el trabajo me pareció excelente”, “Si tú no lo hubieras escrito hubiera habido que inventarlo porque solo a partir de aquí puede empezar a hablarse seriamente del proceso y los rasgos de nuestra cuentística en los últimos veinte años”. Luego, blande la maza, sin piedad: “la redacción me pareció bastante descuidada —cosa rara en ti—”, alivia el golpe, y al analizar algunos casos, “[eres] demasiado explicativo y prolijo”, y advierte que no me apresure “a dar nombre a lo que aún no lo tiene […] Dejemos eso al tiempo”.
Pocho vivía en un edificio que mis amigos y yo frecuentábamos. Él (y su familia, claro está) ocupaban el magnífico penthouse, en el piso 10. En el 9, vivió Margaret Randall. Conservo fotos de la única vez que coincidimos allí. El poeta nicaragüense Francisco de Asís Fernández estaba de visita en Cuba, y en el Ministerio de Cultura sandinista, encabezado por Ernesto Cardenal, le habían encargado fundar una editorial. Margaret nos convocó (mejor: nos citó) para que le trasmitiéramos nuestras experiencias y consejos. Estábamos, según las fotos, Bladimir Zamora, Omaida y yo. De seguro también Víctor Rodríguez Núñez, quizás Alex Fleites y Norberto Codina. Y Ambrosio, a quien estuvimos escuchando toda la noche. Su mirada, como es habitual, partía de la comprensión del contexto: ¿qué debe proponerse un editor en un país subdesarrollado, dependiente, con una tradición editorial muy débil y, a la vez, con una espléndida literatura? ¿Cómo formar a los lectores para que descubran las claves de ese país en las obras de José Coronel Urtecho, de Ernesto Cardenal, de Carlos Martínez Rivas, de tantos y tantos poetas notables? ¿Cómo formar lectores? Los consejos de Pocho tenían su origen en los años en que estuvo en la Imprenta Nacional de Cuba, en la Editora Nacional y en el Instituto del Libro, sucesivamente, donde se dio el lujo de poner en circulación, en miles de ejemplares, gran parte de lo más notable de la literatura contemporánea, cubana y universal, y de sacar a la luz textos que reconfiguraran la memoria histórica de la Nación.
En entrevista de agosto de 2019, Ambrosio vuelve a ese período fundacional, a las necesidades culturales, descolonizadoras, de los años 60: “¿teníamos realmente, como nación, una memoria colectiva? Habíamos sido engañados tantas veces que no quedaba más remedio que preguntarse, en caso de que creyéramos tenerla, ¿no sería una memoria adulterada? Y, en cualquier caso, la memoria compartida ¿nos daba un sentido real de pertenencia, de identidad cultural?”.
Y continúa ese recuento de 2019 con ideas que podían aplicarse, palabra por palabra, a la situación de la Nicaragua de 1980: “En un país como el nuestro, en el que la Nación aún no había cuajado del todo, en el que todavía la conciencia nacional se hallaba en proceso de formación, una de las maneras en que el escritor podía contribuir a dignificar a sus lectores era contribuyendo a afirmar el conocimiento de su lugar en la historia y por tanto su propia identidad, como persona y como ciudadano”.
Cuando emprendí la osadía de hacer en Matanzas una revista literaria, Ambrosio (a quien ya me atrevía a llamar Pocho), continuó impartiéndome clases con análisis minuciosos de algunos de los números de esa modestísima publicación. Aramís Quintero me dio unas notas que había escrito mucho antes sobre títulos aparecidos en Cuba en los 60. “¡Se me cayó el alma a los pies cuando vi reseñados títulos de Musil, la Sarraute, Boris Vian, el diluvio!”, se queja. “Hermano: hay decenas de libros cubanos, latinoamericanos y caribeños esperando una crítica. Los pobres no podemos darnos esos lujos”.
Mi conocimiento de Ambrosio se completó y se hizo más entrañable cuando me convertí en editor de Casa de las Américas, en julio de 1982. Y no solo por su cercanía esencial a la institución y a la revista (a cuyo Comité de colaboración perteneció), por los lazos fraternales que lo unían a Roberto Fernández Retamar, sino por el privilegio de trabajar junto a Silvia Gil y, paulatinamente, de ganarme el tesoro de su amistad. Silvia aúna, sin conflictos, una franqueza despiadada con una fidelidad que se prueba en las malas y en las peores circunstancias; puede ser dura y cariñosa en una sola frase, y le sobra aquello de que casi todos los seres humanos carecemos: sentido común. Sin conocer a Silvia, la imagen de Ambrosio está incompleta.
Mis vínculos con Pocho se consolidaron cuando, en 1986, él como asesor en el Icaic, me convocó a un taller de guiones cinematográficos cuyo propósito era acercar a quienes éramos jóvenes escritores a la creación de historias para el cine. Aprendí los fundamentos sobre las singularidades de la escritura audiovisual, leí por primera vez manuales de guion, estudié por una útil selección de textos que él preparó para nosotros, hicimos ejercicios para desarrollar un conflicto dramático… pero progresivamente cada sesión (eran los martes en la tarde) derivaba hacia intensas discusiones sobre las “relaciones de la cultura con el medio, y viceversa”. A quienes nos reuníamos en una salita del quinto piso del Icaic nos importaban los debates sobre los límites y la permisibilidad. Por vocación, por formación, la mayoría teníamos la necesidad de escribir, para el papel o para la pantalla, historias que conflictuaran nuestro ámbito, lo que nos llevaba a los modos a que podíamos acudir para enfrentar la censura. Eran asuntos sobre los que Pocho ejercía un magisterio indiscutible. Una de sus ideas más recurrentes era que la defensa principal de una obra, y de nosotros mismos, debían ser sus valores artísticos.
Ya para entonces Pocho se había convertido en mentor de un nutrido grupo de escritores y editores. Lo singular es que su magisterio está ejercido desde la cercanía cómplice; jamás desde la distancia del púlpito. En ese grupo de discípulos puedo incluir a Jesús Díaz y a Jorge Luis Hernández, a Eduardo Heras León y a Leonardo Padura, a Francisco López Sacha y a Norberto Codina.
Durante uno de los Encuentros de Narrativa realizados en Santiago de Cuba, a fines de los 80, la mano negra del dogmatismo asomó más de una vez. A alguien (¿fue a Joel James?) se le ocurrió pedir a Ambrosio unas “palabras de clausura”. He lamentado muchas veces no haber conservado aquel texto luminoso, que nos enseñó también cómo enfrentar los dogmas paralizantes desde el reconocimiento de las complejidades que entraña cualquier obra literaria de valor. Recuerdo que Padura obró el milagro de que El Caimán Barbudo las publicara, y fui el encargado de pedir a Pocho aquellas hojitas manuscritas, arrancadas de una agenda, que comenzaban con una invocación a Aristóteles.
“Los fundamentos de su magisterio descansan sobre esa cosmovisión a la que ha sido consecuente a lo largo de su vida”.
De ese Encuentro salió la separata con fragmentos de novelas en proceso, que preparó Ambrosio para Revolución y Cultura bajo el título Pronóstico de los 80, donde aparece otra de sus facetas intelectuales: junto al rescate y la reactivación de la memoria histórica, convive la necesidad de aventurarse en el descubrimiento de aquello que está surgiendo ante nuestros ojos. Como parte de esa pulsión, y en complicidad con el equipo de La Gaceta de Cuba, preparó lo que él mismo ha llamado “los dosiers de La Gaceta…”, en los que dio a conocer un importante grupo de ensayistas, narradores y poetas que se formaron como escritores fuera de las fronteras cubanas.
Los fundamentos de su magisterio descansan sobre esa cosmovisión a la que ha sido consecuente a lo largo de su vida. Si una de sus obsesiones es la relación entre la cultura y el medio, ello ha implicado la atención constante a las circunstancias, la adecuación de su pensamiento a los nuevos desafíos a los que se enfrentan hoy la literatura, la identidad, la sociedad y la nación misma. No me parece para nada casual que, al menos en dos ocasiones, en Memorias insulares Pocho nos recuerde los títulos con que Carlos Loveira encabezó las dos partes de Generales y doctores: “En días de fe y heroísmo” y “En días de incertidumbre y desconcierto”.
Otras circunstancias, otras vueltas de la historia, nos han colocado de nuevo en días de incertidumbre y desconcierto, y para dar un poco de luz hacia lo porvenir, Pocho escribió tres textos agrupados, en esas Memorias…, bajo el rótulo “Desafíos”. En la Introducción a Narrar la nación, Ambrosio califica la suya como una “generación que antes de cumplir los treinta años tuvo que encarar la difícil tarea de aprender a sobrevivir mientras asumía los dramáticos riesgos de su apuesta al futuro”. El Fornet de 2018 hace tiempo que sabe sobrevivir, e identifica los riesgos que enfrenta, que enfrentamos: son esencialmente los mismos y están colocados en circunstancias más difíciles. Con las preguntas que dan fin a ese libro, con las dudas que hoy desvelan a Ambrosio Fornet, nos está llamando a “no quedarnos con los brazos cruzados”. Y esa es otra de las claves de su pensamiento: concebir que la labor intelectual es una forma de acción, y que sin ella será imposible sostener la soberanía nacional y alcanzar la emancipación de las personas.
Nota:
En enero de 2018, Ambrosio Fornet tuvo la generosidad de invitarme, junto a Norberto Codina, a presentar su libro Memorias insulares. Meses después, añadí algunos párrafos al texto que leí en aquella ocasión. Al darlo ahora a La Jiribilla, he preferido conservar el tiempo presente: así sigo pensando en el entrañable maestro y amigo.