Una de las problemáticas fundamentales a las que se enfrentaron el proceso independentista decimonónico cubano y la Revolución triunfante de enero de 1959 fue la unidad de las fuerzas revolucionarias. La unidad, o la falta de ella, fue factor clave en el éxito o fracaso de los sucesivos procesos que en cada época histórica expresaron los anhelos más profundos del pueblo cubano.
La Guerra de los Diez Años, la heroica gesta de la nación cubana, tuvo en los caudillismos, regionalismos y sectarismos una de las causas fundamentales de su frustración. Sin importar cuánto valor individual derrocharan los patriotas, la derrota del poderío militar español y del modelo colonial en América debía ser hija de un esfuerzo colectivo coordinado entre todas las fuerzas rebeldes.
José Martí sacó de esta derrota —vivida en plena juventud y entremezclada en su propia experiencia vital con el destierro y el conocimiento íntimo de la emigración revolucionaria, de los numerosos sectores en que estaba dividida, del intercambio con los jefes revolucionarios en el exilio— un conjunto de lecciones esenciales para reorganizar la futura contienda. Entre ellas, la importancia vital de la unidad; sin esta todo esfuerzo venidero estaría irremediablemente perdido.
Su labor en la década de los 80 y principios de los 90 del siglo XIX va a estar encaminada a la creación de un frente común revolucionario. La creación del Partido Revolucionario Cubano, órgano político de esta unidad, y de Patria, su órgano ideológico, fueron dos pasos clave en este sentido. Pero Martí también debió hacer frente a una de las cuestiones centrales para el logro de la unidad: la construcción de un proyecto colectivo común para la patria futura. En la conformación de este proyecto importantes líderes revolucionarios debieron hacer dejación de sus proyectos individuales, entre ellos Gómez y Maceo. La ingente labor del Delegado congregó a viejos guerreros y jóvenes independentistas en torno a una comunidad que permitió retomar la lucha en 1895 en la denominada Guerra Necesaria.
La unidad también implicó, para muchos de los grupos y sectores participantes en el estallido revolucionario, la aceptación de liderazgos externos y, en última instancia, la aceptación general del liderazgo simbólico y práctico de José Martí, a pesar de su relativa juventud y su falta de experiencia militar.
Los avatares de la guerra acabaron determinando que no era posible sostener la unidad del inicio durante todo el proceso iniciado en 1895. La intervención militar norteamericana en la guerra y su posterior ocupación de la Isla potenciaron los elementos de desunión y dieron como resultado la disolución práctica del movimiento revolucionario sin que se hubieran cumplido sus objetivos fundamentales: el nacimiento de una República soberana de justicia social.
“El Martí subversivo sobrevivió en una generación heredera del mejor espíritu del 95”.
Aunque frustrado, este ideal sobrevivió a las circunstancias de los primeros años de una República mediatizada, que nació enferma con el apéndice de la Enmienda Platt y mutilada en su integridad territorial. Una neocolonia azucarera donde gobiernos de cartón pretendieron sustituir al Martí vivo y vigoroso de la manigua irredenta por un Martí de cartón, vacío de su esencia libertaria. Pero el Martí subversivo sobrevivió en una generación heredera del mejor espíritu del 95, que protagonizó la Revolución del 30, la cual se desmembró al lograr su objetivo más inmediato (la derrota del dictador Machado) precisamente por la falta de unidad, de programa y de liderazgo. Sobrevivió en los maestros de las escuelas públicas, que resistieron la precariedad constante de la educación y el abandono, y formaron varias generaciones de patriotas que admiraban la obra del Maestro y sufrían el destino de la patria. Sobrevivió en el pensamiento de numerosos intelectuales revolucionarios como Mella, Villena, Marinello y Pablo de la Torriente, y pasó a la denominada Generación del Centenario como un deber, como una necesidad, como una misión.
La historia de la lucha en la Sierra Maestra en contra de la dictadura de Batista es, también, la historia de la lucha —antes, durante y después— por construir la unidad de todas las fuerzas. Muchos de los altibajos en el proceso se explican por esta búsqueda, que es una de las luchas fundamentales.
Fidel, como líder indiscutido del proceso, fue capaz de lograr y sostener la unidad no solo durante la lucha, sino también en el complejo proceso posterior de construcción del socialismo, al mismo tiempo que se rompía con las viejas cadenas de la dominación neocolonial.
El campo revolucionario ha precisado en todas las épocas de una extrema flexibilidad, de forma que contenga dentro de sí toda la diversidad posible y solo queden fuera aquellos que, citando al propio Fidel, sean irreconciliablemente contrarrevolucionarios. Igualmente esta flexibilidad debe tener límites claros, para saber cuándo se está comprometiendo lo esencial. El propio Fidel da también la pauta cuando en sus emblemáticas “Palabras a los intelectuales” de 1961 deja claro que lo único que no está en disputa es la Revolución misma. Esta, como hecho colectivo que expresa los anhelos de la nación, es lo único que no está en disputa.
Construir y mantener la unidad para el presente implica, siempre, extraer las lecciones correctas del pasado. Además de los elementos señalados, la construcción de la unidad también supone hoy comprender que ninguno de los sectores que compone lo que pudiéramos denominar el “frente revolucionario” tiene la hegemonía de qué es y qué implica ser revolucionario en un momento histórico concreto. Pretender lo contrario es caer en el sectarismo más chato, lo cual es profundamente peligroso.
Desterrar el sectarismo debe venir de la mano del destierro de la sospecha y el rumor. Debe primar la ética en todas las acciones que se emprendan y no ir sembrando la duda en torno a compañeras y compañeros. La medida de un revolucionario debe ser, en todo momento, sus actos, y solo por estos se le debe juzgar. No apelar a malas interpretaciones o tergiversaciones de lo que dijo o quiso decir en un momento concreto es clave para construir un ambiente de confianza y respeto, donde se dé el sano intercambio de ideas y posiciones, como corresponde a una Revolución dialéctica en un proceso de permanente desarrollo.
“La Revolución misma, como hecho cultural emancipador, puso la enseñanza y el aprendizaje en el centro de todos sus procesos vitales”.
Por último, se debe hacer referencia a la importancia de la superación para todos los revolucionarios. La Revolución misma, como hecho cultural emancipador, puso la enseñanza y el aprendizaje en el centro de todos sus procesos vitales. No se puede ser revolucionario porque sí, sino que se deben aprehender con aplicación las herramientas teóricas que ha producido lo mejor del pensamiento libertario y emancipador de todas las épocas.
Una comprensión más compleja de los procesos es clave para asumirlos y construir desde una perspectiva más integral y transformadora. La unidad del campo revolucionario debe venir de la mano del desarrollo intelectual y espiritual de quienes lo componemos. Los militantes debemos ser la vanguardia, pero una vanguardia coherente, organizada y con capacidad y articulación real para incidir sobre la realidad.
“La unidad del campo revolucionario debe venir de la mano del desarrollo intelectual y espiritual de quienes lo componemos”.
Los retos son inmensos y los factores de desunión, múltiples, pero somos hijos de un pueblo y una tradición abonados con la lucidez suficiente para poner, por encima de todas las causas, la de una Cuba soberana y de justicia social. Ante la patria y su futuro todos los deberes y egoísmos cesan, y no queda otro deber que el deber mayor de defenderla y construirla permanentemente.