¿Acaso no es suficiente con decir no?
De niña me recuerdo intrépida, soñadora. El haber nacido en un campo me permitió vivir una serie de aventuras (a veces reales y otras, la gran mayoría, elaboradas por mi desbordante imaginación). Sentía que podía hacer cualquier cosa. Pero luego…
En mi experiencia, la vida de las niñas cambia radicalmente al menstruar. No importa la edad a la que esto ocurra. El discurso de peligro se intensifica. Es cierto que antes me decían “no te sientes así”, “cierra las piernas” o cualquier otra cosa similar que no lograba entender bien. Pero luego de la primera menstruación, para la que no estaba ni remotamente preparada, noté un cambio en el tono de mi madre cuando decía que “debía tener cuidado”. ¿Cuidado con qué?
Ser advertida de la posibilidad de sufrir una violación forma parte de nuestra iniciación al mundo de los géneros. Muchas veces se nos dice que tengamos cuidado antes de explicarnos nada sobre el sexo, y con frecuencia, sin más información de cómo hacerlo. Algunas indicaciones vagas que aluden a nuestra forma de vestir, desplazarnos e incluso mirar. También queda claro que no debemos andar solas de noche porque cosas malas pueden ocurrirnos con extraños. Yo podía intentar comprender eso, pero, ¿por qué debía cerrar bien las piernas en mi casa, frente a familiares o amigos? ¿Acaso con ellos tampoco estábamos seguras?
“Ser advertida de la posibilidad de sufrir una violación forma parte de nuestra iniciación al mundo de los géneros”.
Nadie me dijo nunca que existía la posibilidad de ser abusada sexualmente en casa: dejaron por sentado que las chicas debíamos “cuidar” nuestro comportamiento para no tentar a nadie. Solo por si acaso. Aprehendí a la edad de once años que ser violada es un riesgo inherente a las mujeres por el hecho inevitable de serlo.
Si miramos nuestra cultura, encontraremos miles de mensajes que indican que la sexualidad femenina es una zona amenazada que se ha de proteger y defender, en vez de explorar y disfrutar. Sin embargo, la historiadora Joanna Bourque define la violación de tal manera que nos obliga a ampliar el espectro: “La violación es una forma de representación social. Está extremadamente ritualizada; varía entre los países; cambia con el paso del tiempo. No hay nada eterno ni aleatorio en ella. (…) Por el contrario, la violación y la violencia sexual tienen sus raíces profundas en unos entornos políticos, económicos y culturales concretos”.[1]
“Aprehendí a la edad de once años que ser violada es un riesgo inherente a las mujeres por el hecho inevitable de serlo”.
Si asumimos como cierto el concepto anterior, si tantas variables influyen y no es únicamente la típica imagen del agresor y la víctima, de los hombres violentos y las mujeres asustadas, ¿cómo ese discurso ha terminado legitimándose hasta convertirse en nuestra narrativa?
Mirando lo que se entendía por una sexualidad normal en los siglos XVIII y XIX, hallaremos que el “no” de una mujer no significaba “no”, sino simplemente: “soy mujer”. Investigadores de la época planteaban como una “verdad” la fuerza masculina y la reticencia femenina. Ejemplo de ello fue el fundador de la ciencia sexual Richard von Krafft-Ebing, quien llegó a decir: “Si ella está bien desarrollada mentalmente, y bien educada, su deseo sexual es poco. Si no fuera así, el mundo entero se convertiría en un burdel y el matrimonio y la familia serían algo imposible. No cabe duda de que los hombres que evitan a las mujeres, y las mujeres que buscan a los hombres, son anormales”[2].
Esta supuesta falta de deseo sexual de las mujeres dejaba a los hombres sin otra opción que violarlas. Correspondía al cortés varón dominarlas y forzarlas; y a la mujer, que no deseaba por voluntad propia, avivar el instinto sexual del hombre con su fingida resistencia. Ideas de este corte plagaban la cultura. Tal es el caso de Ars Amatoria de Ovidio, donde podemos observar este pasaje:
Aunque le des el nombre de violencia: a las mujeres les gusta esa clase de violencia; lo que les produce placer, desean darlo muchas veces obligadas por la fuerza. Todas se alegran de haber sido violadas en un arrebato imprevisto de pasión y consideran como un regalo esa desvergüenza. Por el contrario la que, pudiendo haber sido forzada, se retira intacta, aunque finja alegría en su rostro, estará triste[3].
A pesar de que resulta evidente que ideas como esta se remontaban, al menos, a la antigüedad clásica, no hubo un cambio favorable para las mujeres con el darwinista siglo XIX. El sexólogo Havelock Ellis[4] consideraba que la resistencia física de las mujeres a los asaltos de los hombres favorecía la selección natural, al poner a prueba lo que él definía como la cualidad masculina más importante, la fuerza. Dicho autor llegó a plantear que la mujer asignaba valor a la violencia al elegir, entre rivales, a quién entregaba sus favores.
Aparentemente, para Ellis todo estaba más que dicho. Y también lo estaba para Darwin[5], quien expuso, dentro de sus investigaciones, que las féminas pretenden escapar cuando lo que realmente hacen es estimular la cacería del macho. Salta a la vista que lo que para el hombre era la supervivencia del más fuerte, para las mujeres parecía ser la supervivencia de las más débiles y pasivas.
El siglo XX arribó con la convicción de que las mujeres éramos frígidas, mientras que el fuego fálico era el motor impulsor de los hombres. Todo estaba permeado por este imaginario: los roles sociales, las normas de género, la comunicación, la sexualidad vivida y evocada.
En un caso de violación, la mujer no solo tenía que probar que se había resistido físicamente a su agresor, sino que había mantenido esa resistencia de manera constante. La escritora e investigadora Mithu M. Sanyal[6] refiere que podía llegarse a afirmar que la mujer habría podido excitarse (de un modo inexplicable y misterioso después de superar su “recato natural”) y entonces ya sería imposible considerarla una violación.
Para comprender la naturaleza de ideas tan ridículas, hay que analizar un concepto que está estrechamente vinculado a las agresiones sexuales: el honor. Mientras el honor de un hombre se ha negociado siempre en la esfera pública, en el campo de batalla o en el trabajo, el honor de las mujeres se ha depositado, en su totalidad, en el cuerpo. Para ser más precisa: en su cuerpo.
Esta forma de medir el honor de una mujer, mediante su virginidad o su estado como esposa o viuda decente, la colocó en una posición vulnerable, pues poseía algo que podía robarse o destruirse con la violación. Debido a que su lugar en la sociedad venía determinado por su honor, si perdía uno, perdía el otro. Su cuerpo no le pertenecía: era un bien público.
“Para ser escuchada por la justicia en el momento de la violación, la mujer debía ser preferiblemente virgen”.
Analizando etimológicamente la palabra inglesa rape, vemos que esta procede del inglés antiguo rapen, rappen – raptar, forzar, arrebatar, secuestrar –, que a su vez procede de la raíz latina rapere, que significa robar. Lo que era considerado como problema central de la violación era el robo del honor de una mujer. Esto obligaba a la víctima a demostrar que, en primer lugar, ella “poseía” una honra y que esta le había sido arrebatada.
Para ser escuchada por la justicia en el momento de la violación, la mujer debía ser preferiblemente virgen. En el caso de las casadas y las viudas, se examinaba su reputación. Está de más añadir que las mujeres negras, colonizadas, prostitutas y/o pobres, no tenían honra alguna en primer lugar, así que era imposible que fueran violadas.
Si el agresor degradaba a la mujer, la sociedad lo hacía aún más. En los siglos XVIII y XIX, en la mayoría de los países europeos, una mujer soltera que denunciase una violación había de someterse a la denominada “prueba del dedo” (o de los dos dedos) para averiguar si podía “aguantar” las relaciones sexuales. En nuestros días, la idea de que el desgarro forzoso del himen es lo que hace “realmente” intolerable una violación, es una versión actualizada de la creencia de que el verdadero aspecto perjudicial era la pérdida del honor, es decir, la virginidad[7].
Nótese la similitud de los procesos actuales con varios de los elementos anteriormente expuestos. Cuando una mujer denuncia pasa a ser analizada moralmente, incluso antes que el acusado. Se vuelve relevante para el caso su vida sexual previa, sus costumbres, forma de vestir… Ante factores considerados poco femeninos como la asistencia a fiestas nocturnas o la ingestión de alcohol, aparece la duda, el cuestionamiento. Se relativiza la violación ante el hecho de que ella no tenga una vida “honrosa”. En los casos más extremos se llega a insinuar (o afirmar) que la víctima se lo buscó debido a su comportamiento.
Cuando el honor era “arrebatado”, la víctima caía “en desgracia”, a lo que tenía que reaccionar con “vergüenza”. Este último término nos resulta muy común. A las féminas se nos enseña a avergonzarnos por casi todo desde que tenemos uso de razón. ¿Será quizás porque cualquier pequeño detalle puede acabar dañando nuestra imagen?
Tras una agresión sexual, las víctimas, en su mayoría, terminan usando la palabra “avergonzada” para describir cómo se sienten. Pareciera que sentir vergüenza fuera una especie de reflejo corporal y no una emoción muy compleja que lejos de producirse de forma automática hay que aprenderla culturalmente. Pero la vergüenza tiene más que ver con cómo te ven otras personas que con cómo eres por dentro. O lo que es lo mismo, la vergüenza no está en la conciencia, sino que es inducida desde fuera si uno no se ajusta a las normas y expectativas sociales.
Esta “sensación de vergüenza” no acompaña a las víctimas de ninguna otra manifestación de violencia. ¿Acaso no es la violencia sexual similar a otras formas de violencia? Al tomar distancia del fenómeno, y de lo que alrededor de él se ha construido, notamos que las violaciones no tienen lugar en el vacío sino que pueden verse apoyadas/impulsadas o reducidas/disminuidas mediante los mensajes y las normas culturales. Casi podemos confirmar que, más que un acto individual, son rituales donde se articulan las demandas que las sociedades hacen a cada género.
La investigadora Rita Laura Segato[8], ha identificado, en sus intercambios con reclusos que han sido encarcelados por este delito, tres móviles comunes:
1. La violación puede llegar a ocurrir como un acto de castigo o venganza contra una mujer que, posiblemente, adopta un comportamiento que su atacante interpreta como de no-subordinación.
Segato reconoce que el poder no existe sin la subordinación, por tal razón, la violación puede llegar a percibirse como un acto moralizador. En palabras de la autora: “Pesa sobre la mujer una sospecha que el violador no logra soportar, pues se vuelve contra él, contra su incapacidad de poseer el derecho viril y la capacidad de ejercer control sobre ella. Con la modernidad y la consiguiente exacerbación de la autonomía de las mujeres, esa tensión, naturalmente, se agudiza”.[9]
2. Al igual que en las sociedades premodernas, estos ataques de carácter sexual pueden ser una forma de agresión o afrenta contra otro hombre, cuyo poder es desafiado y su patrimonio usurpado mediante la apropiación de un cuerpo femenino.
Esta noción de fémina/propiedad atraviesa las relaciones incestuosas y los malos tratos al interior de las relaciones de pareja. Resulta extremadamente difícil que una mujer sea tomada en serio por la ley al denunciar a su esposo por abuso sexual. Recordemos que aún cuesta que se nos tome en serio cuando denunciamos a extraños; no debería tomarnos por sorpresa que muchos en el ámbito legal (y fuera de este) consideren que es imposible que un marido abuse de su esposa, precisamente porque, al casarse, ella comienza a pertenecerle.
3. Como una demostración de fuerza y virilidad ante una comunidad de pares, con el objetivo de garantizar o preservar un lugar entre ellos probándoles que uno tiene competencia sexual y fuerza física.
Aunque esto es característico de las violaciones que ocurren en pandillas, la autora refiere que en delitos cometidos en solitario, persiste la intención de hacerlo con, para o ante una comunidad de interlocutores masculinos capaces de otorgar un estatus igual al perpetrador.
Por todo lo anteriormente descrito, puede decirse que la mayoría de los casos de violación tratan más de la exhibición de la sexualidad como capacidad viril y violenta, de la obtención y/o mantención del poder, que de la búsqueda de placer sexual. Existe una masculinidad “fragilizada” que intenta demostrar a los otros que cumple con las exigencias sociales de su género. La legitimización de la masculinidad, es representada en un acto en el que el hombre somete al cuerpo femenino/feminizado, para así, librarse él de cualquier sospecha de femineidad.
La sexualidad, tal y como está construida al interior de las sociedades sexistas y patriarcales, no es más liberadora para el hombre que para la mujer. Sólo podemos hablar de libertad sexual cuando los individuos ya no son oprimidos por una sexualidad construida socialmente, basada en definiciones de sexualidad biológicamente determinadas.
Entonces, liberar a los hombres de las ataduras de género también es beneficioso para las ataduras de todos los géneros. Es común hacer creer a los niños que cualquier tipo de atención y calor físico está reservado a figuras femeninas, mientras que los cuerpos de los hombres son peligrosos. Incluso los padres terminan mostrando menos afecto físico a sus hijos que a sus hijas, lo que trae consigo que al llegar a la adolescencia muchos chicos hayan aprendido a tocar solo de forma agresiva, mediante juegos bruscos o deportes de equipo.
Si se ha comprobado que las personas que se encuentran en contacto con sus sentimientos están en mejores condiciones de notar los de otras personas y, en consecuencia, de respetar sus límites, entonces es innegable la trascendencia de que los hombres sean desposeídos de sus emociones y sentimientos en sus prácticas violentas. La falta de empatía, es un hecho, facilita que una persona desprecie los límites sexuales, y de cualquier otro tipo, de otra persona.
“Es nuestra sociedad la que articula a la mujer como objeto de violencia y al hombre como sujeto de la misma”.
Suele repetirse hasta el cansancio que es la sexualidad en sí misma lo que es perjudicial para las mujeres. El mensaje oculto es que el sexo beneficia a los hombres y daña a las mujeres, que los hombres están a salvo y las mujeres no, que el peligro tiene género. Es nuestra sociedad la que articula a la mujer como objeto de violencia y al hombre como sujeto de la misma.
Para Laura Kipnis “el género es un sistema: la agresividad masculina y la pasividad femenina son ambas patologías sociales normalizadas en mayor o menor medida. Introducir cambios en cualquier elemento (incluida la reducción de la pasividad femenina) va a alterar la dinámica del sistema” [10]. Es necesario desmontar nuestra cultura de violación, esa que se sostiene con mitos como el de “amor romántico” o que un hombre y una mujer no pueden ser “realmente” amigos. Asumir que la sexualidad puede destruir cualquier posibilidad de amistad, es colocar en un territorio fundamentalmente hostil a las personas por las que experimentamos atracción.
En la misma medida que es necesario visualizar la violación como el resultado de un espacio social y no de los individuos, también debemos aceptar que esta es un crimen y no una identidad. El método de “avergonzar” a los violadores obstaculiza el cambio, porque a aquellos seres humanos a los que se les niega su humanidad, se les niega también la cualidad que les permitiría analizar sus acciones y reconocer que han dañado a otra persona.
Atribuir el papel de eterna víctima a quienes han sufrido una violación, tampoco ayuda. Incluso, puede resultar lo opuesto. Si alguien es asaltado o ha sufrido maltrato físico en algún momento, no carga con esa “etiqueta” para la eternidad. Se presupone, en la mayoría de los casos, que podrá rehacer su vida. ¿Qué tal si le damos la oportunidad a las víctimas de violencia sexual de hacer lo mismo? ¿Qué tal si permitimos que sean ellas las que nombren sus emociones antes de asumir que después de esto no podrán reponerse?
Si realmente queremos hacer algo, comencemos por diseñar una educación que estimule el autoconocimiento y el disfrute pleno. Aquellas personas que saben lo que quieren y necesitan, logran con mayor facilidad respetar las necesidades y los deseos ajenos. Se trata de saber cuáles son nuestros límites, confiar en ellos y expresarlos, con la certeza de que tenemos derecho a hacerlo.
Luchemos por políticas inclusivas y procesos democráticos. Escuchemos lo que los demás tienen que decir y, sobre todo, aprendamos a leer las señales de nuestro cuerpo. Trabajemos en pos de desterrar de la vida de las niñas cualquier atisbo de vergüenza y brindemos a nuestros niños todo el cariño que tengamos dentro. Quizás aun con todo esto, no logremos erradicar la violencia en su totalidad, pero la mayoría comprenderá que el “No” una vez, es suficiente.
Notas:
[1] Bourke, Joanna: A History from 1860 to the Present, Londres: Virago, 2007, p.6
[2] Krafft-Ebling, Richard von: Psychopathia Sexualis, Londres: Philadelphia, 1893, p.13
[3] Ovidio: Amores; El arte de amar; Sobre la cosmética del rostro femenino, Madrid, Gredos, 2001, pp.382-383
[4] Ellis, Havelock: Psychology of Sex, vol.3, Londres: Philadelphia, 1910, p.25
[5] Darwin, Charles: El origen del hombre y la selección en relación al sexo, Madrid: Edaf, 1982, p.229
[6] Sanyal, Mithu: Violación. Aspectos de un crimen, de Lucrecia al #Metoo, Madrid: Titivillus, 2019, pp. 120-187
[7] La virginidad y el himen (término griego para “membrana”) son dos conceptos que vienen de la mano. Lo curioso es que, hasta días de hoy, no se ha probado la existencia de dicha membrana. Según la Asociación Sueca para la Educación Sexual, lo que hay es un pliegue anular de la membrana mucosa, en una palabra: una “corona”.
Esta corona está situada entre uno y dos centímetros dentro de la vagina y no se sella de forma hermética, ya que de hacerlo causaría un problema médico, pues podría bloquear la salida de la sangre de la menstruación y otros fluidos vaginales.
Es importante resaltar que esta no se rompe ni mediante la introducción del pene o del dedo, ni se rasga haciendo deportes o alguna otra actividad física. Al contrario, el tejido mucoso es extraordinariamente elástico y no desaparece después de la “primera vez”. Ni siquiera se puede determinar si una persona ha mantenido relaciones sexuales genitales heterosexuales mediante el examen de su corona genital.
Así pues, podemos afirmar que las infames pruebas de virginidad actuales no son más que pretenciosas versiones de las del dedo. Respecto a la sangre en las sábanas, esta no es prueba de virginidad, sino de lo que acostumbra a significar la sangre (a excepción de la menstrual): que ha habido una lesión.
Por lo cual, defiendo la idea de no pocas feministas e investigadoras que sostienen que la virginidad no es más que un mito. Una construcción cultural histórica contra las mujeres que ha sido alimentada por narrativas religiosas, asentada a la idea de que la calidad moral de una mujer depende directamente de su comportamiento sexual.
[8] Segato, Rita: Las estructuras elementales de la violencia. Ensayos sobre género entre la antropología, el psicoanálisis y los derechos humanos, Buenos Aires: Universidad Nacional de Quilmes, 2003, pp.31-36
[9] Segato, Rita: Las estructuras elementales de la violencia. Ensayos sobre género entre la antropología, el psicoanálisis y los derechos humanos, Buenos Aires: Universidad Nacional de Quilmes, 2003, pp.31-32
[10] Kipnis, Laura: Unwanted advances. Sexual Paranoia come to Campus, New York: Harper Collins, 2017, p.203