Buenos días a todos y a todas. Agradezco esta invitación de Casa de las Américas, a su presidente, el escritor Abel Prieto; al ministro de Cultura, Alpidio Alonso; a Jorge Fornet, director del Centro de Investigaciones Literarias, a todas las personas que trabajan en esta querida institución y a las que hoy nos acompañan.

Es un gran gusto y un honor dar unas palabras inaugurales al premio de este año, de 2022, que adquiere un matiz especial porque tiene la impronta de lo que se reanuda aun en las condiciones adversas de una pandemia, que provocó su suspensión el pasado año. La consigna de “el premio debe seguir”, continúa una dinámica de impulsos renovadores plasmados en diferentes momentos, como la apertura a nuevos géneros, a otras áreas lingüísticas y el ensanche constante de una franja de galardones especiales y honoríficos. De modo que, el premio se inscribe en el ánimo de esa persistencia que lo caracteriza, y en la que fulgura, en sus sesenta años de vida, una estela de obras.

“Los engranajes del premio pusieron a funcionar un universo de proyectos creativos, propuestas estéticas, aperturas formales y temáticas, búsquedas expresivas diversas por los caminos de la reflexión y la intuición”.

Resulta imposible referirse al premio sin hablar de esta Casa nacida con la Revolución cubana, espacio que empezó de la mano de Haydée Santamaría, una mujer lúcida, de firmes convicciones, que destacó en luchas que fueron determinantes para el triunfo de 1959. La sucederían dos intelectuales de fuste: el pintor Mariano Rodríguez y el poeta Roberto Fernández Retamar. Precisamente, este último recordó al Che Guevara en la conferencia de Punta del Este, Uruguay, de 1961, hablando del proyecto de esta “Casa” como de una propuesta necesaria para poner de relieve, dijo: “el patrimonio cultural de toda Nuestra América”. No es forzado inferir que en la mente del Che y en otras, que empezaban a transitar el conjunto de transformaciones de una revolución, se imponía la idea de una usina de la cultura, el pensamiento y la inventiva de América Latina y el Caribe.

Y entre las múltiples actividades de esta Casa, este premio continental que supone desde ya un reconocimiento, un incentivo, pero que va más allá. Es el pivote de un entramado cultural de estilos diferentes; un diálogo múltiple que sondea la realidad sin renunciar a esa “claridad misteriosa” que José Lezama Lima le adjudicaba a la poesía. De este modo, los engranajes del premio pusieron a funcionar un universo de proyectos creativos, propuestas estéticas, aperturas formales y temáticas, búsquedas expresivas diversas por los caminos de la reflexión y la intuición. Y siempre ese impulso de indagar que llevó a decir a Simón Rodríguez, el maestro de Simón Bolívar: “la curiosidad es el motor del saber, y cada conocimiento un móvil para llegar a otro conocimiento”.

“El premio se inscribe en el ánimo de esa persistencia que lo caracteriza, y en la que fulgura,
en sus sesenta años de vida, una estela de obras”.

En mi caso, esta vocación de explorar se remonta a una infancia y a un puerto; el de Ingeniero White en Bahía Blanca, junto al Atlántico, cuyas aguas seguramente tenían la música de las preguntas y las puertas giratorias de su oleaje llevaban y acercaban un mundo para mí desconocido, poblado de personas en la escandalera de un entrevero de idiomas y los barcos de banderas distintas. Ese puente de agua que trasladaba experiencias, destinos y aventuras, espoleaba mi curiosidad. Crecí así sobre un hormiguero de interrogantes imantado por el ir y venir de forasteros, peones de estiba, músicos ambulantes, artistas de algún circo pobre, camioneros y emigrantes que habían llegado con sus ideas socialistas y anarquistas. Y antes de leer libros de escuela, ya intentaba descifrar historias en los rostros curtidos de los pescadores a la vez que fisgoneaba a los marineros arracimados en la mesa de un bar y en sus trifulcas por las calles polvorientas. Cada noche quedaba flotando sobre la almohada una estela de interrogantes: ¿de dónde venían?, ¿habían elegido navegar?, ¿fue por necesidad o fue algo impuesto?, ¿a dónde iban?, ¿alguien los esperaba en algún sitio?, ¿qué historias arrastraban?, ¿preferían la vorágine de lo desconocido a la estabilidad de tierra firme?, ¿qué rostros llenaban los vasos de su nostalgia?, ¿sobrevivieron siquiera a un naufragio?

Hoy, a la distancia, rememorando aquellos enigmas filtrados por las tablas resecas del muelle, no cabe duda de que esas pesquisas infantiles me condujeron a la poesía y a una vocación de sondear que nunca me abandonó. En un texto reciente anoté: “Cavo un hoyo. Escribir es escuchar la tierra en continua mudanza… Lo mío es remover ese amasijo… Mi trabajo es cavar/ cada golpe en la tierra la interroga/ Con su torso desnudo la pregunta se inclina a preguntar”. Claro que en el polo opuesto en que reverberan las consultas que agitan las aguas del curioseo, se mueve la duda suspicaz como una planta marchita entre una hojarasca de subjetividades aleladas. Una: ¿la poesía de alejó de la gente?; otra: ¿para qué sirve la poesía? “A palabras necias, oídos sordos”. Desde ya. Pero me atrevería a responder, sobre la primera que quizá alguna gente se haya alejado de sí misma, de las cavilaciones de su ser interior, se haya mudado al corral de las obviedades fulgurantes y extraviado la música de la emoción. Porque la poesía, sigue ahí. La escritora polaca Olga Tokarczuc, al recibir el Premio Nobel de Literatura en 2018, advertía: “nuestra espiritualidad se está desvaneciendo… nos estamos convirtiendo en seguidores de fuerzas simples: físicas, sociales y económicas que nos mueven como si fuéramos zombis”.

“El poeta le arroja preguntas al misterio para recabar datos de sí mismo (…)”.

Respecto a la utilidad de la poesía, la pregunta es propia de un mundo que descalifica todo aquello que se aparta de la especulación financiera, la lógica de la ganancia rápida; el lucro, que es el alma del mercado. Remato este punto con una línea del poeta guatemalteco Luis Cardoza y Aragón: “la poesía no le hace los mandados a nadie”. Busca el sentido de la existencia. No es poco en tiempos de náufragos fabricados en serie, robinsones apáticos, indolentes, en una tierra devastada por la depredación del medioambiente y el “apagón de la sensibilidad”, como afirma el filósofo italiano Franco Berardi. El poeta le arroja preguntas al misterio para recabar datos de sí mismo en una auscultación de tela y entretela que va del esqueleto emocional a los músculos del inconsciente para dar con ese Uno (pienso en el tango de Enrique Santos Discépolo), que designa un “nosotros”, un “yo” con aspiraciones de “tú”; el mismo con el cual inviste Juan Gelman en su poema “Más preguntas” a Maiakovsky, Vallejo y Whitman; creadores, dice, que “hablaron en primera persona (pero que) tenían el yo lleno de gente”.

El bastidor de esta poesía, cruzado con hebras del presentimiento, el absurdo, la escena onírica, el plano metafísico, las ficciones documentales, las acrobacias lúdicas y las torsiones de lenguaje, tiene en América Latina y el Caribe una tradición portentosa con precursores de la talla de José Martí y Rubén Darío, y que ya a inicios del siglo pasado irá estableciendo sus propios niveles de búsqueda y ruptura, desmarcándose de los ismos estridentes, las modas y las escuelas de programas rígidos en pos de una identidad y un decir propio. Hay que señalar como dato primordial que en esa torrentera despunta desde hace varias décadas una producción caudalosa; la de las poetas mujeres que con gran fuerza creativa han derribado los muros del patriarcado que la confinaban al estereotipo de mujer casta y obediente limitada al ámbito doméstico.

El narrador y editor ecuatoriano Santiago Vizcaíno y la narradora cubana Dazra Novak, integrantes del jurado.

Extraña cosa la poesía y su olfato de flecha que, aun impulsada por la digresión, guiada por la ambigüedad y con un trayecto zigzagueante, logra hacer centro en sus asuntos. Extraña cosa la poesía que acarreando silencio realiza el reportaje más a fondo que pueda hacérsele a una realidad que es materialidad y espejismo. Por eso cuando digo poesía digo asociaciones raudas que son el resultado de una fermentación de vivencias que acciona la inventiva sin que quede por fuera la circunstancia que le toca atravesar al poeta como parte de una comunidad. Por sobre dicotomías estériles y planteos esquemáticos, señala el poeta chileno Humberto Díaz Casanueva que: “no se trata de una oposición entre el hombre interior y el hombre social, sino de una doble exigencia”. Imagino entonces esa exigencia impulsada por la conciencia de la imaginación y por la imaginación de la conciencia, como pistones de la combustión creativa.

Estirando la cuerda un poco más podríamos ver a la poesía incluso como la contraparte del discurso hegemónico actual que naturaliza un lenguaje globalizado entre el tecnicismo bélico, el folleto de publicidad y la vacuidad de la industria del entretenimiento; una nomenclatura que ensancha la lengua del embustero con la posverdad y las fake news; más la jerigonza falaz del eufemismo que camufla, falsea, elude, encubre y distorsiona. Se me ocurre que, mientras el eufemismo enmascara, la poesía amplifica y disemina el sentido de sus obsesiones con un efecto irradiador que se redobla en su propuesta de lecturas múltiples. La escritora Cristina Siscar señala que, al contrario de la posverdad, “la literatura, como el arte en general, ilumina con alguna verdad la realidad subjetiva o material, la existencia individual o colectiva”.

El historiador cubano Yoel Cordoví y el ensayista argentino Mario Santucho valorarán las obras en el género de ensayo
de tema histórico-social, junto al historiador y ensayista peruano Carlos Aguirre.

La poesía es entonces también como un discurso, otro, en su transitar los reversos y en su particular manera de ver. ¿De escudriñar? Justamente. El poeta cubano Eliseo Diego tocó el tema de la contemplación en 1958 al prologar su libro Por los extraños pueblos, señalando que la poesía es “el acto de atender en toda su pureza” y que al poeta lo distingue una calidad de observación, esa pausa que algunos especialistas llaman intensidad del instante que nos permite incorporar la experiencia. Cuando Diego nos adelanta en un temprano balance de su vida: “he atendido tan intensamente como pude” nos está legando una enseñanza, dice: “una invitación a estarse atentos”. Resalta así un modo de ver y escuchar que denomina comprehender (con h entre las dos primeras e), vale decir de entender y habitar el momento. Un comprehender como expresión grávida de acciones como inferir, atisbar y otras instancias enlazadas a un nunca proceder que nunca deja por fuera la empatía.

Pero esa propuesta de Diego respecto a un modo de centrar la atención colisiona con una aceleración continua del mundo hiperconectado, mecanizado y fragmentado en el que sobrevivimos hoy; incompatible con el diálogo fraterno y la mirada reparadora.

Y la poesía de nuevo como joya de imágenes engarzadas, maridaje de la percepción real y el augurio que se sitúa entre el vislumbre y el ojo crítico frente a una subjetividad enajenada saturada de indiferencia, voracidad consumista y un individualismo enfrascado en la competencia feroz que percibe al otro como enemigo. En el reverso de esos muros escribió César Vallejo casi un siglo atrás en su crónica “La vida como match”: “Quién vuela más lejos. Quién da mejores puñetazos… Quién hace más dinero… La vida como match es una desvitalización de la vida. Yo vivo solidarizándome… Yo busco en mí el triunfo libre y universal de la vida”. Y rubrica con una línea de sus Poemas humanos: “se debe todo a todos”.

De izquierda a derecha, Jorge Fornet, director del Centro de Investigaciones Literarias de Casa de las Américas;
el poeta argentino Jorge Boccanera; Abel Prieto, presidente de la Casa de las Américas y Alpidio Alonso, ministro de Cultura.

Justamente de solidaridad, Cuba, aun sufriendo las consecuencias de un bloqueo obsceno, brutal y creciente, ha dado copiosas muestras al mundo como la brigada internacional Henry Reeve de médicos. Y uno de los rostros de Cuba es esta Casa de las Américas que viene desarrollando una inmensa labor por el arte y los saberes humanísticos de nuestra cultura, a manera de un laboratorio de “cuestiones”. Por su modo de interpelar a la realidad y a sus territorios insondables, de analizar sus aristas, cuestionando, debatiendo, y por el despliegue de interrogantes a modo de cuestionario. En este sentido esta Casa es también una “morada”, término que se desgaja en derivaciones del latín morari —hacer una pausa, detenerse, pararse en un lugar, poner atención, decía Eliseo Diego— y allí mismo surge la palabra “mirador”, que designa tanto al que está viendo como al lugar desde donde se mira. Por años, desde muy joven he acudido a este mirador que me acercó materiales y herramientas para ayudarme a crear, reflexionar, debatir y discernir; de modo que ha sido para mí una escuela, especialmente en tiempos en que en Argentina y otros países de América Latina se asesinaba a miles de opositores y se quemaban toneladas de libros.

Aun así se persiste y se lucha contra la inequidad con las herramientas del deseo, la ética, la imaginación y la pasión con la convicción de que, como dijera el joven maestro de escuela Julio Florencio Cortázar a sus alumnos: “Con los horizontes hay que hacer algo más que mirarlos desde lejos; hay que caminar hacia ellos y conquistarlos”.

Hoy saludo a todos ustedes desde esta casa que recorre hace décadas nuestra América con su cargamento de horizontes.

Muchas gracias.

Tomado de La Ventana

1