Ciertamente este año César Portillo de la Luz estaría cumpliendo sus primeros 100 años; los mismos años que cumplió Frank Emilio, el Niño Rivera y Ñico Rojas (y se podría decir que José Antonio Méndez también se acerca a la centena). Ellos, al igual que Rosendo Ruiz (hijo), Ángel Díaz, Luis Yáñez y el mulato Miguel de Gonzalo, cumplirían esa cifra en años cercanos. Mencionarlos, lo mismo que a Elena Burke y Omara Portuondo, es acercarse a un momento fascinante de la historia de la música cubana, y en particular, a uno de los acontecimientos más trascendentes de nuestra vida cultural: el surgimiento, difusión y auge del filin.
“El jazz y el filin son parte de nuestro universo musical, de la estética cultural que nos define”.
¿Qué es el filin?, podrían preguntarse quienes se inicien en las interioridades y lides de la música cubana. Es hijo de la trova tradicional; es un movimiento de ruptura estilística y estética con formas de hacer la canción —en especial el bolero— desde lo formal y lo literario. Es hijo y fruto de la naciente transculturación, o simplemente un modismo propio de la época en que el jazz generó una de sus formas más dinámicas de expresarse conocida como bebop. Para ser más osados, es la expresión cubana que resume movimientos musicales como el expresionismo o el dodecafonismo. Me atrevería a afirmar que es todo eso y mucho más.
Comencemos por decir que el filin, como movimiento musical, está marcado por cuestiones sociales al ser el género musical cubano que surge en el período de posguerra. Es una expresión social caracterizada por la euforia y la depresión cultural y social que deja la Segunda Guerra Mundial. Aunque Cuba no estuvo involucrada directamente en tal deflagración, sí vivió a su modo las causas y las consecuencias de este importante y definitivo acontecimiento. Es tiempo de búsquedas, desafíos y riesgos en lo formal y en lo cultural.
“El filin, como movimiento musical, está marcado por cuestiones sociales al ser el género musical cubano que surge en el período de posguerra”.
Musicalmente, el filin es “el hijo rebelde” de la trova tradicional, y en su formación tiene la impronta de la ruptura cultural y musical que experimentó el jazz en ese entonces, cuando se acercó a formas más íntimas en el campo de la improvisación y comenzó su viaje de regreso a las raíces africanas la tarde en que Mario Bauzá le recomendó a su “compadre” Dizzie Gillespie a un negro tamborero recién llegado de La Habana. Gillespie, que recién había abandonado la banda de Chic Weber, se enfrascaba en romper los moldes tonales que predominaron en la era del swing.
En cuanto a lo literario, el filin tiene mucho de esa naciente poesía coloquial que comenzaba a experimentarse y a extenderse por toda América Latina, y en la que el tropos estaba signado por un aire intimista que no era de lamentaciones, abandonos y desamores, sino de esperanzas, reconquista romántica y mucho peso en las imágenes que entendían al sujeto/objeto del amor como algo activo. Era la pugna entre Pedro Mata y Pablo Neruda, entre Nicolás Guillén y Gustavo Sánchez Galarraga, por solo citar dos formas de entender la poesía de esos tiempos y del futuro.
El filin también entendió de forma empírica —sin el bagaje teórico que después le acompañó, impulsado principalmente por las inquietudes culturales de César Portillo de la Luz— la libertad conceptual que daba a la música un movimiento como el expresionismo y el dodecafonismo. Estos eran movimientos musicales en los que se corría riesgos y se dinamitaba formas y fórmulas creativas consideradas cánones inamovibles. Este hecho —dinamitar estructuras, mover cimientos de catedrales musicales— es tal vez el mayor logro del filin en su primera etapa. Una libertad que estaba presente en el jazz.
Igualmente, el filin fue cosa de negros y mulatos. No se me malinterprete. Algo similar estaba ocurriendo con el jazz en esos años 40, con gente desclasada según los conceptos culturales de aquella época; gente que necesitaba exponer sus sueños y ansias, desgarrar su alma, exorcizar esos fantasmas sonoros que se habían acumulado por varias generaciones. Es por ello que aquellas cantantes negras norteamericanas maullaban sus sentimientos, mientras las cubanas se aventuraban a hacer lo mismo, solo que arropadas muchas veces por el bolero y la canción trovadoresca.
El filin fue ruptura y continuidad. Continuidad, por ser hijo de la trova. Ruptura, porque no se avergonzó de tomar la mano de su primo el jazz y entrar, con fuerza inusitada, en el torrente de la música cubana de los años posteriores. Tanto es así, que sin filin no se podía entender el bolero. Además, constituye una actitud ante la vida, la música y la canción. Todo fue distinto desde entonces.
“El filin fue ruptura y continuidad”.
De ello siempre estuvo consciente César Portillo de la Luz. Esa misma visión tuvo el Niño Rivera, que lo extendió a las jazz bands cubanas y a los conjuntos y confió en la voz de Miguel de Gonzalo —un mulato— para convertirlo en un fenómeno de masas; un movimiento tan indetenible que hoy no podemos vivir sin él.
Por estas razones, contadas al vuelo, se podrá entender por qué razón no se puede hablar de jazz en Cuba sin mencionar el filin. Sí, también en el jazz afrocubano hay filin, al igual que en nuestra versión del mismo, llamada descarga; esa que impulsaron Frank Emilio, Cachao y otros tantos. En sus instrumentos estaba esa ruptura de formas y contenidos; esa voluntad de saltar siempre al futuro desde el fondo de sus sentimientos. El jazz y el filin son parte de nuestro universo musical, de la estética cultural que nos define.
Cien años después de haber nacido, César Portillo de la Luz nos mira sonriente, al igual que Frank Sinatra —a quien César admiraba—, que nunca estuvo en el Callejón de Hamel ni se hizo acompañar por Loquibambia, pero que quizás alguna vez cantó una canción del filin, como sí se atrevió a hacer Nat King Cole, para nuestra alegría y memoria.
El filin tiene bandera.