Acaba de morir Pancho García, me dicen, y se me agolpan los recuerdos y los sentimientos. Descubierto por Yonny Amán, aquel joven cienfueguero se integró a Teatro Estudio y de ahí vienen anécdotas que nos contaba para, muy a su manera, subrayar la importancia de esa agrupación y al mismo tiempo desmitificarla, como el conjunto de seres humanos tremendos, talentosos y falibles que fue esa agrupación. Ahí trabajó con Berta, Estorino, Vicente, Raquel, Suárez del Villar… Fue parte de una generación que sobrevivió a casi todo y logró contarlo con lucidez. Pancho era uno de esos seres tremendos, ni loco ni santo, atrapado en el delirio del teatro. Cuando vino el acabose y la desbandada de los años 90, se dijo: “Este es mi momento”. Y mientras otros abandonaban las tablas, se iban a la televisión, salían de Cuba o desaparecían, él se reinventó como actor y director.
Un golpe de buena fortuna fue su entrada a Argos Teatro, con Vida y muerte, de Pier Paolo Pasolini, dirigida por Carlos Celdrán. Llegó con su bagaje de actor fogueado, con sus recursos maduros, con sus manierismos y sus arranques, y puso todo ello en función de una puesta brillante. Luego vendrían Chamaco, Fango, Final de partida, Aire frío, y también películas y apariciones en televisión. La pérdida de la vista no lo detuvo, y recibió el Premio Nacional de Teatro entre aplausos y cariño. Trabajó en Cuba y fuera de ella, se empecinaba en echar adelante proyectos como En el túnel un pájaro o La muerte de un viajante, que quería protagonizar alguna vez; y en regresar una y otra vez a La Legionaria, ese unipersonal que hizo tan suyo. Se convirtió en un actor de referencia. Lo fue hasta hoy, cuando llega esta dura noticia.
A Pancho, que no sabía siempre mantener la flema de un inglés, que sonaba escándalos míticos, que era generoso y disciplinado, que no cabía en esas anécdotas que nos revelaba, lo voy a extrañar como a otros colegas suyos que ya no están. El teatro que pienso está llenándose de esos fantasmas: la risa de Adria Santana; la voz socarrona y dramática de Omar Valdés; el paso firme de Hilda Oates, que entraba a escena como quien lleva un cuchillo entre los dientes; Broselianda impredecible, como un buen poema. Por no hablar de los directores que los forjaron y que he mencionado más arriba. A falta de una mejor despedida, dejo aquí la entrevista que le hice en el ya lejano 2006. Es una suerte comprobar que muchos de sus anhelos se cumplieron, que el Pancho que siguió con nosotros hasta este día, siguió trabajando, sacudiéndonos y alegrándonos hasta el momento final. “Un panchazo”, me dijo una vez Adria, cuando llegué al restaurante del hotel en que nos hospedábamos durante el evento 80 Estorinos, y Alberto Sarraín había montado Morir del cuento con muchos de esos amigos del gran dramaturgo; para explicarme el ojo tapado con vendas de una de las meseras, a quien Pancho, con uno de sus gestos hiperteatrales, le proporcionó sin querer un golpe en el rostro mientras hacía uno de sus cuentos. Tu muerte es sin duda el más temible de los “panchazos”, querido amigo. Ojalá que recordarte a través de tus palabras nos alivie el dolor y la memoria.
Gracias a Pepe Murrieta, por la foto.
“Fue parte de una generación que sobrevivió a casi todo y logró contarlo con lucidez”
Pancho García: seguir tocando nuevas puertas
Norge Espinosa Mendoza
Cada noche, de viernes a sábado, Pancho García hace que suban los aplausos que merece en cada función de Chamaco, el nuevo estreno de Argos Teatro, montaje en el que vuelve a ganar los elogios más encendidos. Interpretando a un tío siniestro y conmovedor, este cienfueguero demuestra una vez más de cuántos recursos es ya dueño, y cuán sabiamente sabe dosificarlos para seducir al público. Pero eso no le basta, y no descansa. Es por ello que, para conseguir esta entrevista, he debido visitarlo en pleno ensayo de Los ojos de la noche, obra de la española Paloma Pedrero, cuyo estreno mundial nos anuncia para agosto, esta vez como director. Son 45 años de vida artística los suyos, pero sus ganas inacabables de trabajar lo desmienten, lo rejuvenecen con cada representación.
Cuarenta y cinco años de trabajo son siempre una buena excusa para dialogar, pero prefiero tomar como pretexto otra celebración, para que el diálogo comience con tu presente, con lo que planeas hacer ahora mismo. Una década atrás, estrenabas tu versión de La Legionaria, que tanto éxito ha tenido. ¿Qué harás para celebrar su cumpleaños?
La Legionaria es un personaje al que quiero por muchas razones. Me ha conectado con el público y me ha llenado de satisfacciones, aquí, en España, y en Miami, cuando la llevé al Festival del Monólogo. Tengo miles de anécdotas que me han pasado con ella. Siempre traté de no llevarla por la caricatura, de alejarme de la cosa folclorista, de sacar esa parte femenina que todos tenemos, y al parecer resultó, porque siempre hay gente que le encuentra un parecido a un familiar, a alguien que conocen. A La Legionaria le debo que me envíen cartas, flores, que me den incluso dinero al acabar una función; y ella misma le ha escrito cartas a Susana Alonso, que me dirigió en este trabajo quejándose de mí, de cómo la trato y las cosas que le hago. Son casi 500 funciones, y no sé aún cómo las celebraré, quizás en el Museo Nacional de Bellas Artes, si no puede ser en la Hubert de Blanck, pero no voy a dejar pasar esta fecha.
Hablas de La Legionaria con pasión, que es una de tus características indudables. Supongo sea la misma pasión con la cual te adentraste muy joven en el mundo del teatro, y te vinculaste al Grupo Experimental de Aficionados de La Habana, que dirigía Juan Ramón Amán. ¿Cómo llegas ahí? ¿Cómo empieza todo para el actor que es hoy Pancho García?
En Cienfuegos ya había visto teatro vernáculo; no podía entrar porque era niño, pero como mi padrino trabajaba en el Terry, me colaba para ver la compañía de Arredondo y otras figuras de ese género. Y me subí por primera vez al escenario para bailar una rumba, porque una rumbera pidió a alguien del público que la acompañara y ahí salté. Yo trabajaba en el Hospital de Emergencias, aquí, en La Habana. Salió en el periódico la convocatoria para los grupos de aficionados. Esa fue una década de oro para ese movimiento: cada sindicato subvencionaba un grupo, le daba un local, y se hacían cosas maravillosas. Al meterme en esa historia, tuve la suerte de que fuera Amán quien me guiara. Tal vez la gente ahora no lo recuerde como se debe, pero en ese tiempo él fue un renovador, y su Edipo Rey, su Hamlet, fueron vistas por todo el mundo. En San Miguel y Galiano tuvimos un local, y ahí creamos una escuela. Él nos obligaba a estudiar, nos exigía ver ballet, pintura, ir a conciertos. Dábamos clases de actuación, expresión corporal… Yo aprendí de ese rigor. Además, la suerte de vivir en una Habana donde el teatro era fabuloso: podía ver a Raquel en Madre Coraje; a Berta Martínez en Contigo, pan y cebolla y luego en El perro del hortelano; admirar a Vicente, todo lo que era ya Teatro Estudio. Sabíamos a quiénes queríamos parecernos, y ese fue un momento muy feliz.
De ahí en adelante, tu camino queda decidido, y en 1969 ya te haces actor profesional.
La primera obra que hice como profesional fue La alondra, de Anohuil, con Mirtha Ibarra haciendo el protagónico, y Miriam Lezcano como directora; en el Joven Teatro. En ese período participé también en un espectáculo que me marcó: Los juegos santos, de Pepe Santos. Esa puesta marcó un hito, marcó tanto que marcó el final del grupo por sus atrevimientos, por lo transgresor que resultaba. Fue mi encuentro con la técnica grotowskiana, que luego seguí desarrollando con Vicente. Yo iba absorbiéndolo todo, porque uno va guardando lo que aprende, todas las técnicas, para luego poderlas utilizar en nuevos espectáculos.
Mencionas a Vicente Revuelta y eso introduce de lleno a Teatro Estudio en la conversación. Entras a ese grupo madre en 1970, en los umbrales del quinquenio gris, pero aún en ese instante la compañía era una intensa célula de laboratorio. ¿Qué recuerdas, como estado de ánimo, de ese Teatro Estudio? ¿Qué hallaste allí?
Mi entrada a Teatro Estudio fue con El caballero de Olmedo, una puesta que yo había visto, y confieso que me temblaron las piernas cuando supe que me escogían para el protagónico. Ahí tuve mi encuentro definitivo con Berta, con su grandeza como actriz y directora. Y trabajé con Vicente, que me envolvió en La conquista de América, un proyecto que vio muy poca gente y no se llegó a estrenar, pero que era fantástico, y me hizo conocer a Martí profundamente, revisar toda la historia del continente, leer cosas como Visión de los vencidos, algo francamente irrepetible. Me tocó vivir también la parametración, que fue tan terrible, y perdimos todo ese proceso. Teatro Estudio pasó a la época de los recitales de poemas, y en 1974 fue que pude hacer Madre Coraje y Galileo, y escribí la versión de Las impuras que me pidió Armando Suárez del Villar. O sea, que a pesar de todo, fue una década con algunos buenos momentos. Yo he podido recuperarme y seguir trabajando, pero ha habido quienes quedaron lastrados, y es una pena.
El teatro, dígase lo que se diga, son las personas que hacen el teatro. ¿Qué aprendiste específicamente de Berta, de Vicente, de Raquel?
Berta me enseñó muchísimo. Es una de las grandes actrices de Cuba, y una de las cosas imperdonables que le reprocho es que, como Raquel, no hubiera seguido actuando. Raquel tenía esa personalidad, era una actriz que le decía al personaje: “Ven”. Berta no. Berta era distinta, ella se arrastraba hacia el personaje, le decía: “Voy”. Y se perdía en él. Ella tenía mucha paciencia conmigo; en momentos en que era un actor que no tenía aún una serie de armas, se arriesgó al darme personajes de peso. Vicente te provocaba mucho a estudiar, a escudriñar, a buscar nuevos autores. No va por las formas, va más al concepto; tienes que leer, investigar, cuando trabajas con alguien como él. Raquel no era una gran directora, pero sí sabía qué hacer, era muy lógica y muy pragmática. Si Vicente se dejaba llevar por ensueños y utopías, Raquel era muy concreta. Te obligaba a ser fuerte; o te ibas o te quedabas y peleabas con ella. Le agradezco que me haya provocado tanto.
Un momento de lujo en tu trayectoria es la participación en Bodas de sangre, un espectáculo que representó a Cuba en varios países siempre con éxito. ¿Qué perdura en tu memoria de aquel trabajo de Berta Martínez sobre el mundo de Lorca?
Berta logró en Bodas de sangre el pináculo de su trabajo con Lorca. Ya había hecho La casa de Bernarda Alba, pero aquí logró algo superior, una puesta antológica. El proceso de ensayos de esa obra fue inolvidable. Nosotros le proponíamos cosas a Berta, las trabajábamos, y así fueron saliendo esas imágenes hermosísimas. Tuvo un elenco tremendo: Isabel Moreno, Adria Santana, Llauradó, Eduardo Vergara, Miriam Learra, Florencio Escudero, e Hilda Oates haciendo esa Madre. En Portugal recuerdo que nos inundaron de claveles rojos el escenario. En España nos aplaudieron por 15 minutos seguidos, en Sitges; y en Madrid nos gritaban “¡Viva Cuba! ¡Viva Lorca! ¡Abajo la muerte!”. Fue una obra muy importante que cerró un ciclo en Berta, y también en mí, en el que ya sabía que cosas podía hacer con todo lo aprendido.
“Sentía la necesidad de estar en contacto con muchas maneras de hacer”
En 1992 se escinde el núcleo de Teatro Estudio y tú permaneces en la Compañía Hubert de Blanck. Es entonces que comienzas a hacer más insistentes tus labores como director y asumes distintos unipersonales. ¿Cómo se desarrolla esta nueva etapa? ¿Por qué decides arriesgarte a dirigir, al tiempo que renuevas tu carrera como actor?
En los años 80 había muchos caminos en Teatro Estudio, era algo menos concentrado que en los 60, más ecléctico, y luego, con la separación, se perdió algo importante. Creo que Teatro Estudio iba a fundar una Escuela Cubana de Actuación y asumir todas esas técnicas, pero no se logró. Yo había dirigido antes, en los 60 había hecho El burgués gentilhombre, en el Teatro Mella, y también una farsa anónima francesa. Pero al dividirse el grupo quedan muy pocos directores. Con tal de no pararme, comienzo a dirigir, y sigo escribiendo. Trabajé con Carlos Díaz, que es un experimentador, y con Carlos Celdrán, que es un hombre muy comprometido y con una gran inteligencia, he hecho ya tres obras. A veces Raquel miraba la cartelera y me decía: “¡Pero estás en tres espectáculos!”. Le respondía que sí, que sentía la necesidad de estar en contacto con muchas maneras de hacer. No soy de los actores que dicen “ya soy una figura, a mí tienen que llamarme”. No, yo voy y toco a la puerta del director, y le digo que quiero trabajar con él. Ya estoy en el momento en que puedo dar, no tengo que demostrarle a nadie cosas que antes me costaba mucho que vieran. Y quiero compartir eso. Siempre creo que soy más actor que director: el actor está en mí por encima de todo. Pero me gusta darle al actor lo que los directores no siempre nos dan; cuidarlo, ya que somos instrumentos muy delicados y a veces nos tratan mal.
Estás anunciando el estreno de una nueva obra española, firmada por Paloma Pedrero, de quien ya dirigiste En el túnel un pájaro. ¿Qué puedes recomendarle al espectador sobre esta obra para que se anime a subir hasta el Noveno Piso y desafiar el calor de agosto?
Paloma me conoce en España, cuando me contrataron para hacer Potestad, el monólogo de Pavlovsky. Ella me ve y me ofrece hacer un personaje muy distinto, y eso me llamó la atención, porque descubrí que no se había quedado solo en esa imagen, sino que vio al actor que yo era, con mis posibilidades. Tuvimos éxito y ella me dio En el túnel…, y la pude hacer. Ella hace un teatro que te provoca, que tiene muchas lecturas. En Los ojos de la noche hay un buen texto, y una primera actriz, Mónica Guffanti, que trabaja con un joven actor, Pepe Ronda, y aportan algo nuevo: ver cómo él se relaciona con esta mujer que lleva tanto tiempo sobre los escenarios. La obra merece verse por la relación que hay entre estos dos seres, cómo se provocan, se hieren, precisamente para salir del dolor. Vienen con diferentes intereses a esta habitación y pasa algo tan fuerte entre ellos que, o se matan, o se sanan. Pero eso lo dejo en suspenso, para que el público lo sepa cuando nos vea en agosto.
Como cumples 45 años de vida artística, te regalo el derecho a expresar un anhelo incumplido, y te garantizo que pondré mi mejor fe en lograr que tal deseo se te conceda.
Quiero hacer La muerte de un viajante. Creo que estoy en un momento en que puedo hacerlo, y no quiero esperar. Si nadie la dirige, la voy a dirigir yo. Para arriesgarme. Otra vez. Para arriesgarme.
Tomado del perfil de Facebook del autor