José Lezama Lima ganó notoriedad por su deslumbrante hermetismo poético. Más citado que leído en su producción lírica, debido a las intrincadas metáforas difíciles de descifrar, logró que su novela Paradiso escalara a la jerarquía de las obras fundamentales de la literatura hispanoamericana del siglo XX. En los círculos intelectuales, la portentosa narración, publicada por primera vez en 1966 en la capital cubana, se multiplicó con una fuerza arrolladora. Sucesivas ediciones en México, Buenos Aires y Madrid, estudios académicos y elogios de la crítica arroparon tempranamente a Paradiso. También la aureola de haber sido objeto de censura por un capítulo de sexo desbocado, que cuando se lee resulta para muchos inaccesible por su lenguaje. Paradiso acuñó la consagración de Lezama, con la venia de los autores más notables del boom.
La leyenda Lezama no solo transita por la literatura, sino además por su persona. Sobrado de kilogramos en el cuerpo, de andar parsimonioso y grave, el asma que en definitiva derrotó su corazón le imponía al habla una entonación sinuosa. Fumaba cigarros de capas bien escogidas en Vueltabajo. Habitaba una antigua casa en la calle Trocadero, a unos 200 metros del Prado habanero, y se jactaba de que el viaje por esa vía era para él una peripecia inagotable.
“Paradiso acuñó la consagración de Lezama, con la venia de los autores más notables del boom”.
Hacia mediados de los años 60 espació sus salidas a otros lugares de la ciudad, como la sede de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, de la que fue uno de los vicepresidentes fundadores, o el Instituto de Literatura y Lingüística, donde ocupó el puesto de investigador. Mucho antes había dejado la abogacía. De sus días en el Instituto, un colega recuerda una anécdota que revela el talante del poeta. Este aguardaba por el auto que lo llevaría al hogar de Trocadero y notó la impaciencia del primero en la parada de buses frente al local. Lezama inquirió por el ánimo de su interlocutor: “Es que estoy esperando que pase la ruta 27 y demora”. Lezama arqueó las cejas y espetó: “Joven, así que es usted de los que se atreve a desafiar el destino a bordo de un coche luciferino”. Los buses de la ruta 27 eran viejos y desvencijados ejemplares de la General Motors sin reemplazo debido al bloqueo de Estados Unidos contra Cuba.
Quien lo haya leído y visto actuar, se formaría una imagen del escritor como una criatura enclaustrada en ciertos cotos preferidos: la cultura grecolatina, la confuciana, los enigmas del Medioevo, la poesía mística española, las sagas caballerescas, los ritos precolombinos y el pensamiento de la tradición idealista clásica alemana. De Cuba, Martí, a quien calificó como “el misterio que nos acompaña”; el Ángel de la Jiribilla y los poetas que fraguaron el sentido de una inapresable pero real identidad.
Se sabe que escuchaba música en un tocadiscos Motorola de alta fidelidad adquirido en 1956, donde volvía una y otra vez sobre Pergolesi, Vivaldi, Mozart y Wagner. Disfrutaba a las orquestas danzoneras y las retretas de bandas de música que recreaban oberturas operáticas en los parques habaneros. En el grupo de artistas e intelectuales que nucleó desde los años 40 en torno a la revista Orígenes, alentó la presencia del único músico, el español naturalizado cubano Julián Orbón. En una ocasión, al escuchar ambos una ejecución de la versión orquestal de Cuadros de una exposición, le dijo a Orbón: “Qué cantidad de música Ravel le regaló a Mussorgski”.
La publicación de sus Diarios, rescatados y compilados por el periodista e investigador Ciro Bianchi Ros, sacó a relucir cómo Lezama, contra toda suposición, procuraba estar al día en cuanto a la respiración de la música en su ciudad. Ante la interpretación en el concierto de la Filarmónica de La Habana de la Sinfonía no. 5, del mexicano Carlos Chávez, anotó: “Se observa como en la arquitectura mexicana moderna lo piramidal, el fondo de su raza. Asimilar la riqueza stravinskiana y seguir siendo ancestral es su mejor signo”.
El hallazgo más sorprendente tiene que ver con la música popular estadounidense. El 28 de marzo de 1957 refleja en su bitácora: “Oyendo música norteamericana sacada de los negros del Sur, de spirituals, de canciones de Trinidad o de la isla de Santo Tomás tiene uno la sensación de fijar a ese pueblo, de intuir las reservas de su poderío”.
Y se pregunta: “¿Acaso el mundo que se avecina tendrá algo de un pielrroja recorriendo las ruinas atenienses? ¿Las ruinas del mundo antiguo podrán ser salvadas por un pielrroja? Cuidado, se esboza una sabiduría, un sentido, una canción; vamos a ver si no se convierte en peligro, en veneno”.
¿Premonición lezamiana?