La miseria escondida de ese cuerpo siniestro,
hasta ayer recorrido por el rumor de la gloria.
José Lezama Lima (Enemigo Rumor)
El arte de la performance se inscribe en los experimentos de la vanguardia del siglo XX. Hay, en las piezas, un aliento que tiende a cuestionar los órdenes establecidos, a poner en tensión las emociones y la racionalidad. Desde el dadaísmo hasta el teatro de la crueldad, el impacto de la propuesta irreverente se imbricó con una nueva visión de la plástica como instrumento perecedero, transitorio y crítico. Nacida a inicios de la década del cuarenta en Serbia, Marina Abramovic ha sido por décadas una voz potente, avasalladora en su discurso, increíblemente lúcida. Las performances toman una hondura psicodélica, posmoderna, fragmentaria, de exploración introspectiva y búsqueda de un ser interno que se enfrenta a las convenciones, estereotipos y formalidades.
Lo que comenzó como un arte diferente devino escuela, a partir del trabajo con su pareja, el fotógrafo alemán Ulay. Ambas voces se recuerdan por puestas en escena impactantes, en las cuales el dolor, la tensión y la transgresión llegan a herir, a hincar de rodillas a un público que es llevado al límite. Quizás la pieza que más se recuerde sea Ritmo 0, en la cual la artista estuvo seis horas expuesta a que el público le hiciera daño a partir del uso de 72 objetos puestos sobre una mesa cercana. El experimento terminó con sangre, alguien incluso tomó un revólver y quiso dispararle. Finalmente se evidenció la verdadera naturaleza violenta del ser humano, marcada por una irracionalidad oculta. Las teorías de Sigmund Freud sobre el inconsciente humano, reprimido en el sujeto como esa parte animal, posesiva, carnívora y grotesca, salían a la luz. Marina Abramovic es, de hecho y desde entonces, considerada una filósofa de la acción, un elemento performático capaz de construir realidades ontológicas a partir de las obras plásticas.
Digno es mencionar que la artista ha estado en Cuba. Muchos la recordarán de cuando, en 2012, participó en la Bienal de La Habana y recibió el Título de Doctora Honoris Causa de la Universidad de las Artes (ISA). En aquel entonces, Abramovic quedó impresionada por la diversidad de discursos en los eventos expositivos. La magna cita de la capital de Cuba acogió varias de las piezas más atrevidas de la artista, como parte de un corpus crítico que la homenajeaba y a la vez la integraba dentro del estamento cultural. No hubo en aquellos instantes una discrepancia abierta, más allá del natural proceder de Abramovic, siempre irreverente en lo performático.
Marina forma parte del circuito del arte, ya está legitimada por la crítica y las grandes galerías. Su imagen, antes desafiante y joven, ha pasado al botox y a las operaciones faciales. Más allá de un aporte real y sustantivo a la historia de la creación, hoy se puede decir que ha sido asumida, sustanciada por el mercado. El nombre de esta mujer se mezcla en las revistas con otros de la farándula, y lo que antes fue un ejercicio irreverente queda banalizado cuando aparece junto a un delicioso plato de pastas italianas expuesto a todo color y la publicidad. En la prensa rosa, pueden leerse chismes sobre Mark Anthony, Lady Gaga y los reguetoneros junto a columnas y reseñas especializadas en sus piezas performáticas. Lo que era un dolor real, que hablaba de cuánto hay que cambiar en este mundo, ahora está subsumido en un marasmo de anuncios comerciales, hermosos cuerpos de modelos, recomendaciones de dietas, autos del año que pasan raudos con rebajas de precios. ¿Acaso hablamos de un caso evidente de lo que Hanna Arendt llamó “la banalidad del mal”, o sea, un estadio en el cual determinadas ideas —lejos de ser críticas—, se entroncan y normalizan, siendo funcionales dentro de determinado sistema?
En 1997 Abramovic hizo una performance donde aparece junto a huesos sanguinolentos de diferentes animales e intenta lavarlos. La metáfora aludía a la guerra de Yugoslavia llevada adelante en esos años por la OTAN, en la cual murieron miles de serbios bajo el bombardeo con uranio empobrecido de los aviones de la alianza atlántica y los Estados Unidos. La potencia de la denuncia le dio la vuelta al globo, nadie podría negar que en tal momento hubo un entendimiento racional desde la irracionalidad, una propuesta modernista y reivindicadora desde la más posmoderna impostura. Esta cuestión orgánica y crítica de Abramovic la definió aún más como una voz con la cual hay que contar. Sin embargo, a partir de su incorporación al mainstream, la artista ha aminorado la carga personal de sus actuaciones, dejando espacio a fotografías de piezas del pasado o contrataciones como la que le hizo el MOMA en 2010, en la cual posó como una pieza museable más durante todo el horario laboral de varios días, sentada en una silla, sin moverse, para que el público interactuara, la mirase y la cuestionase. Esta objetualización de Marina ha limitado, de alguna manera, la rebeldía de sus propuestas, relegándola al plano de la mercadotecnia pura y dura. Ahí reside la banalidad del mal, según la cual las ideas que antes dolían y movieron a cuestionamientos, hoy son funcionales, se minimizan, se silencian y se absorben.
De tal forma, se puede decir que ha habido un tránsito del dolor real, el de las famosas piezas tituladas Ritmos, a la insensibilidad del mercado. Y no se trata de una pérdida de hondura en las propuestas, ni siquiera de un proceso consciente, sino de un proceder que se ha visto en el caso de otros creadores, igual de performáticos, como Salvador Dalí. Desde el punto de vista conceptual puro, Marina sigue siendo brillante. La visualidad de las piezas es continua y referencial en torno a los temas filosóficos que exploran los límites. Es el contexto lo que la hunde, lo que la acalla, lo que la disminuye. No existe aquí una postura irónica en torno al mercado como en el caso de Warhol, sino que la potencia queda vilipendiada por la parodia de las bisuterías y la farándula, del comercio y la espectacularización de la obra. Dicho de otra manera: ya no se va a ver a Marina para sentirla, sino para humillarla como una parte normalizada del sistema, para asumirla como un elemento acrítico y funcional, como un simple show.
Se puede pensar, por tanto, que esa Marina, que recientemente se sumara al boicot contra la Bienal de La Habana, dista de la que se despidiera de su esposo en la Muralla China, para estar largos años separados en un ejercicio performático que pone a prueba el amor como sentido de la vida. La profundidad de la artista no encuadra bien con posturas que para nada están hechas según las complejidades de antaño y sí a partir de elementos del mercado con un cariz político inmediato. A Abramovic no le hace falta ese dinero, pero no se trata de eso, sino de seguir las lógicas del dinero como corrientes de pensamiento conservador, paralizante, regresivo. No hay, en este asunto, una asunción evidente de un partidismo, sino un efecto inevitable de la marea que se la lleva como porción integrante del mercado. Si se tuviera que realizar gráficamente una representación, habría que tomar el concepto de absorción y llevarlo al caso específico de la creadora.
La banalidad del mal no solo se refiere, como acotó Hanna Arendt, al caso de aquellos oficiales alemanes del III Reich que decían cumplir órdenes como una disculpa de sus crímenes. Se habla así de una normalización del dolor que no estaba en la centralidad del discurso de Marina Abramovic quien, al contrario, buscaba chocar con los convencionalismos para que surgiese una nueva conciencia. Muchos recordarán la performance que hizo junto a su esposo, en la cual ambos, casi desnudos, obligaban al público a rozar sus cuerpos. Un ejercicio como ese, a la luz de hoy, no se estrella contra nada, sino que pasa como un acto pornográfico más, entre tantas versiones que expone y vende el sistema en torno al eros. En el contexto del mercado, la pasión se extingue, los amantes se cosifican y muere el encanto de transgredir. Estaríamos pues ante una pieza que espectaculariza el cuerpo, pero no el continente ni la esencia de lo que significa.
“Se puede pensar, por tanto, que esa Marina, que recientemente se sumara al boicot contra la Bienal de La Habana, dista de la que se despidiera de su esposo en la Muralla China, para estar largos años separados, en un ejercicio performático que pone a prueba el amor como sentido de la vida”.
Claro está, lo que sucede no solo es culpa de la artista que lo consiente, sino parte de un proceso de erosión del arte que lo vacía de contenidos hirientes y lo repleta de esa banalidad del mal que hemos descrito. La complacencia surge ahí donde antes hubo un grito y —como tantas veces pasa en la historia del arte—, el creador se petrifica y se torna un siervo. En los últimos años de vida, Salvador Dalí era un noble caballero español que solía aparecer en actos ponderando el linaje de la aristocracia. Tras grandes experimentos, el artista elogiaba las vidrieras de las tiendas neoyorquinas, para las cuales trabajó. Una frase de ese entonces se transformó en leyenda y se le atribuye: “Soy un traidor endémico”. ¿Estará pasando algo parecido con Abramovic? La mujer antes bella, natural, centro de atención, se niega a la ancianidad y cubre su rostro con cirugías plásticas y maquillaje. La falsedad del mercado la opaca y la torna irreal. Los reflejos irreverentes del cuerpo pierden potencia y quedan ajados en las revistas de modas.
Para una figura cuya centralidad es el cuerpo con sus límites, perder estas esencias resulta contraproducente; máxime cuando todo esto no acontece como parte de un meditado proyecto estético, sino dentro del terrible accidente de la historicidad capitalista imperante. Marina Abramovic desdibuja un horizonte en el cual existe un desencuentro con su propia esencia. ¿Cómo se podrá compaginar la banalidad del mal con el arte? Subsumida está la otrora rebelde en un entorno hostil hacia las ideas. El vacío inevitable y el desgaste pondrán a prueba a la artista, que tiene el reto de salirse del confort y reinventarse. Más allá de los límites del dolor, Marina ha encontrado la insensibilidad de un anestesiado mundo de plástico y botox sobre el cual, al parecer, no hay mucho que decir.
Excelente análisis de la obra, pero sobre todo, de la postura asumida por una artista que hoy marca pautas por sus piezas y performances, atrevidos, transgresor es; pero que ha derivado en una actitud de acomodamiento y “juego” con el mercado.