En los últimos tiempos de estrategia intervencionista de los Estados Unidos hacia Cuba, no ha habido el menor ápice de consideración humanitaria, algo que es parte del comportamiento de guerra convencional. Por el contrario, se han intensificado las medidas unilaterales, los actos de provocación abierta y destemplada en diversas ciudades del mundo, y además, las presiones sobre organizaciones, instituciones y personas, para que apoyen la estrategia de boicot y agresión que se fomenta. En ninguna de ellas, por cierto, se toma en cuenta el orden constitucional de la nación cubana. Al parecer, el carácter de cuarta generación que califica a esta guerra, que en verdad se extiende más allá de esa categoría, como lo demuestran las últimas acciones, se ha saltado todos los escrúpulos y, en su ansia por camuflar sus reiterados fracasos, arrecia su andanada.
El foco de esta serie de acciones continuadas se centra ahora mismo en la marcha convocada por la plataforma Archipiélago, cuyo discurso público carece de asideros políticos y cumple a cabalidad con la condición de pretexto para justificar injustificables sanciones unilaterales y acudir al llamado de una intervención directa. Esta se estuvo programando no hace tanto, a raíz de los disturbios de julio pasado, cuando movilizaron a varios contratados del sector artístico y deportivo para intentar legitimarla. Tal fue el rechazo de la ciudadanía a esta salida, que tal vez sus asesores entusiastas dieran como una posibilidad viable, que no tuvieron más opción que sacarla por la puerta trasera. Incluso una parte importante de aquellos que se desmarcan de la gestión gubernamental y el sistema político, lo hicieron saber con claridad: no es bienvenida ninguna intervención, por muy de humanitaria que se le maquille. A estas alturas de la confrontación, solo la comandita de extremistas habituales se atreve a mencionarlo, aunque sin demasiado énfasis. Sí han acentuado, en cambio, el espectro del anticomunismo, intentando calar en sectores de la sociedad civil interna. Y no me refiero a esa exigua minoría que la propaganda negra presenta como tal, sino a la verdadera y amplia sociedad civil de Cuba, con un superpoblado sector profesional, sobre todo en el ámbito de la cultura, que es hoy un objetivo de alto privilegio en la estrategia de agresión injerencista.
Hay un cambio repentino del tópico intervencionista y el elemento de posverdad de estos marchistas se centra en declararse no violentos, pacíficos, en tanto solo se muestran responsables de “pensar diferente”. Mirado en su superficie, como suele hacerse con la alta profusión de noticias que circulan a diario por el mundo, este discurso pudiera resultar análogo al de varios movimientos sociales de naciones latinoamericanas, por ejemplo. La propaganda externa que les brinda la ayuda que reclaman, en incondicional connivencia, marca su simbología, no obstante, en elementos de violencia, sobre todo los que llaman a agredir a agentes del orden y revolucionarios que defienden el respeto a la Constitución, recientemente refrendada por amplia mayoría. No es superfluo este detalle, pues el proceso constitucional se llevó a cabo bajo un bombardeo propagandístico que intentó arrastrar a sectores minoritarios que han sido o son víctima de prejuicios sociales y, para llevarlo a plan parejo, personas que piensan diferente —diferente de mí, recalco— respecto a las conductas morales que deben asumir los ciudadanos. Acudieron a todo para boicotearlo, y fracasaron. De ahí que pasen a la construcción interesada de las circunstancias.
“No pido extremos, sino objetividad, en el derecho libre de opinar”.
Quisiera detenerme en el punto que alude al pensamiento diferente como un llamado de lógica esencial y llamado al derecho ciudadano, que es también un modo aséptico de conformarse con la superficie. Algunos de mis colegas, haciendo uso legítimo de sus espacios en las redes, y de sus respectivas capacidades de opinión, han despojado de segundas intenciones y sospechas la conducta con que se anuncian los marchistas e intentan reducir la cuestión a un motivo de pensar diferente. Son colegas, aclaro, que ningún vínculo directo tienen con estas personas o sus preparadores externos, desde organizaciones de confrontación directa armada hasta burdas tapaderas académicas. No obstante, se expresan en redes validando la capa exterior de la plataforma injerencista en tanto dudan, o niegan, que las evidencias presentadas sean legítimas. Tanto es así, que dejan fuera del tintero estas acciones, incluidas las que infringen las leyes más elementales, como si nada de eso contara para argumentar la justa negativa que reciben.
Pensar diferente a muchos de sus congéneres, sobre todo si son representantes de gestiones de tipo gubernamental, no es solo un derecho ciudadano, sino una necesidad que se produce por pura inteligencia humana. No creo que piense igual que mis propios colegas de trabajo, con los cuales mantengo perfectas relaciones y más de una diferencia respecto a juicios relacionados con el gusto, o los preceptos estéticos, para suscribirme a la esencia de nuestra labor. Sin embargo, lo que he advertido en la conducta de algunos colegas cuyas publicaciones acuden a mi vista, en mi muro de Facebook, o de Twitter, es que en su presunción de inocencia, si se me permite extrapolar el término jurídico al ámbito de la sicología social, hay descargo de culpas para quienes pensamos, ciertamente, diferente. ¿Qué justicia podría devenir de esa actitud? ¿Justifica la inconformidad con la conducta burocrática el salto al vacío de dar un punto de apoyo a los injerencistas?
Se puede pensar que la solución del problema cubano estaría en una especie de neoanexionismo, de ensayar con una República de partidos políticos que sea económicamente dependiente de las Estados Unidos e intente imitar, con culpa de inferioridad, su sistema político. Creo que hoy día los hay que así lo piensan, sobre todo entre quienes andan ya fuera de la Isla, con nacionalidades adquiridas. Es un pensamiento diferente y, al mismo tiempo, un timo que se ha ido insuflando a través de nuestros celulares, acodado a la más común y confusa de las causas: la carestía de productos y la especulación desaforada con los precios. Son dos males —esencialmente son males para el propio sistema socialista— que parecen capear por su respeto, sin perspectiva de un cierre de beneficio inmediato para la mayoría. Es un aspecto sensible que afecta a sectores garantes de la ideología socialista, como el de los profesionales, que son las víctimas inmediatas de la especulación.
Y así, usando de rebote fragmentos escogidos de esos paquetes de opinión espontánea, y pública, se llama a exacerbar aires de guerra, con sus Mambrús de graneo y ansias de protagonismo efímero. A toda costa buscan socavar las bases de una sociedad que puede mostrar tantos ejemplos de progreso y avance a lo largo de la historia, que a muchos les parece tenerlos por derecho natural. Escasas son, sin embargo, las salvedades al respecto, como si también la coca cola del olvido hubiera ido llegando a nuestras mesas, solo en ocasiones sobradas y abundantes, y el simple y justo hecho de reconocer lo alcanzado por la Revolución cubana se hubiera convertido en prejuicio de pecado mortal. Si de justicia y equilibrio me hablas, podría esperar justicia y equilibrio.
No poco hay diferente en mi pensamiento del de la burocracia sedentaria que deja piedras tras buenas intenciones, pero hay más, muchas más, innegociables y esenciales, con aquellos que ven en la norma de consumo la esencia cultural, sin que importe demasiado que nos convirtamos en un apéndice de la seudocultura que se usa hoy, también, para la propaganda negra, injerencista. Tal vez les esté pareciendo un daño colateral e inevitable del mundo en que vivimos, o viviremos, si el proclamado cambio se produce. Es su opinión, diferente en esencia de la que sostengo.
Decía mi abuelo que con los bueyes que tenía, debía arar su tierra, y entonces, y a pesar del estado de esos bueyes, de sí mismo dependían la cosecha y el bien comer de la familia. Y en esas actitudes que algunos colegas han mostrado, aprecio más descargo de reclamos y quejas que resultados plausibles de participación. No pido extremos, sino objetividad, en el derecho libre de opinar. En mi opinión personal, no vale todo, y nada tengo que hacer con el injerencismo ni, mucho menos, con los que canalizan su ego a través de negocios de plattismo light. Ni el tantico del Che Guevara, ni la porción de decoro de José Martí. No tienen nada en mi agenda esos agentes de cambio que tan mal se camuflan, y es mi manera de verlo, y pensarlo, de modo diferente.