Desde que los hermanos Guilló en 1864 importaron implementos adquiridos durante su estancia en una ciudad del estado de Alabama, en los Estados Unidos, el beisbol comenzó a penetrar el tejido de la sociedad cubana hasta convertirse en una pasión nacional.
En Cuba, aun cuando se mantenga el nombre castellanizado en lengua inglesa, beisbol por baseball, a ese deporte le llaman pelota. Se juega a la pelota, se discute de pelota, se sufre y se goza la pelota. Si el ser cubano no se explica sin bandera y escudo, resistencia y mestizaje, tampoco estaría completo sin la pelota. Como la rumba, el punto guajiro y el son, la pelota es alma y raíz de la identidad.
De las élites cultivadas que iniciaron su práctica muy pronto el juego se expandió a las capas humildes de la sociedad. El historiador Félix Julio Alfonso recuerda cómo “los pioneros del béisbol cubano eran todos jugadores aficionados, hijos en su mayoría de familias acomodadas o de clase media, y no pocos lucharían con las armas en la mano contra el colonialismo español: Emilio Sabourín, Carlos Maciá, Alfredo Arango, Ricardo Cabaleiro, los hermanos José Dolores y Manuel Amieva, Juan Manuel Pastoriza, son algunos de aquellos nombres épicos”.
“(…) la pelota es alma y raíz de la identidad”.
A lo largo del siglo XX, más allá de las estructuras competitivas organizadas en varios niveles y regiones y de la irrupción del profesionalismo, la pelota se convirtió en una expresión de masas, tanto por la cantidad de sus practicantes como por la creciente y sostenida participación de los espectadores.
Ya fuese en los estadios donde se dirimían los duelos entre los equipos más famosos —toda una leyenda animó por años la rivalidad entre los clubes Habana y Almendares en la Liga Profesional— o en los modestos terrenos improvisados en bateyes azucareros y comunidades rurales, nunca faltó público. Menos aún, luego de que en enero de 1962, a tono con las transformaciones revolucionarias que tenían lugar en el país, comenzaron las Series Nacionales de Beisbol, las cuales alcanzarían una hasta entonces inédita dimensión participativa, inclusiva e integradora.
Pero desde mucho antes, la pelota fue convirtiéndose en mucho más que un deporte. Acierta el escritor Norberto Codina al afirmar que “ha sido siempre patrimonio y memoria, metáfora de nuestra historia y nuestra cultura”.
“La pelota está en el habla popular, en muchos giros lingüísticos cotidianos (…).”
La pelota está en el habla popular, en muchos giros lingüísticos cotidianos. “En tres y dos” no solo es una situación límite para el bateador, sino disyuntiva ante cualquier asunto de la vida. “Partir el bate” pasó de ser el quiebre del madero al golpear la pelota a significar el hallazgo de una solución para un problema difícil. Los jugadores “esconden la bola” para engatusar al rival, una persona lo hace para desorientar u ocultar algo a sus semejantes. El “cuarto bate” es el impulsador por excelencia en la alineación de nueve jugadores, pero también el individuo más capacitado o sobresaliente de un colectivo. Ejemplos como estos abundan ad infinitum.
También se halla en la cultura del vestir —camisetas, gorras— y la visualidad —marcas, logotipos, carteles, vallas—, el humor gráfico y, como veremos más adelante, en la fotografía.
Nicolás Guillén, el poeta mayor cubano, escribió una emotiva oda a Martín Dihigo, para algunos el más completo de los peloteros cubanos de todos los tiempos. A mediados del siglo pasado, en pleno auge del cha cha chá, Enrique Jorrín puso a bailar a muchos con una pieza dedicada a los jonrones de Orestes Miñoso, como también en tiempos recientes lo hicieron Los Van Van de Juan Formell con El bate de aluminio, de Pupy Pedroso. Hasta el hermético poeta José Lezama Lima se dejó seducir por la pelota en una crónica futurista que se puede leer en su libro Tratados de La Habana.
Definitivamente, sobran los argumentos para afirmar que la pelota forma parte indisoluble del imaginario popular cubano. En gran medida ello ha sido reflejado por la crónica deportiva, en la que la fotografía desempeña un papel de primerísimo orden. Una imagen convence y conmueve muchas veces más que párrafos enteros.
Esto lo supo Ricardo López Hevia antes de que tuviera la primera cámara en sus manos, por ósmosis familiar. Respiró fotografía y beisbol desde la niñez, cuando acompañó a su padre y a un tío suyo a los eventos deportivos y aprendió los secretos del cuarto oscuro. Cada instantánea suya impacta en la diana. Lo prueban los numerosos premios nacionales e internacionales conquistados, entre ellos en Sport Media Pearl en 2015.
Pero al iniciarse en la profesión entendió muy pronto que el fotoperiodismo debía y podía trascender las fronteras de la inmediatez informativa para instalarse en los predios del más legítimo discurso artístico.
“La fotografía es una herramienta para tratar con cosas que todos conocen pero que nadie presta atención”, dijo el célebre fotógrafo norteamericano Emmet Gowin. Al sumergirse en el ámbito de la pelota, López Hevia ha cumplido, desde una perspectiva original, con ese principio.
De ahí que al abordar la pelota lo haya hecho con ingenio y pasión, imaginación y sensibilidad, para transmitir y evocar acciones, gestos, emociones, conflictos, ambientes y protagonistas. Vale su decisión, entonces, de reunir 120 imágenes captadas por él bajo el título Más que un juego, en un libro que recorre, desde la atmósfera hasta el subsuelo, la intensidad de la relación fecunda entre la pelota y el modo de ser de los cubanos.