Roberto Espina, un teatro incompleto para completar
28/11/2017
Ediciones Alarcos, de la Casa Editorial Tablas-Alarcos, del Consejo Nacional de las Artes Escénicas, pone constantemente en crisis el criterio de algunos de nuestros teatristas, acerca de que no se publican textos para teatro de títeres en Cuba. Desde su creación, el equipo que allí labora ha insistido en dejar en blanco y negro tanto la obra de dramaturgos imprescindibles del retablo nacional (Abelardo Estorino, Pepe Carril, René Fernández, Freddy Artiles…), así como piezas de varios autores dedicados a escribir para niños y figuras en la Isla (Norge Espinosa, Juan Acosta, Maikel Chávez, Esther Suárez Durán, Blanca Felipe, Christian Medina…), admitiendo también las creaciones de artistas foráneos (Manuel Morán, de Puerto Rico), y sin dejar de atender trabajos de selección en antologías (Maravillas del retablo, de Armando Morales; Dramaturgia cubana para niños, 30 obras en 70 años, de Yudd Favier y Dianelis Diéguez), ensayos teóricos de autores de aquí y de allá (Carmen Sotolongo y Paolo Beneventi, de Italia) y prácticos (El juego de Yaqui, de Yaqui Saíz) de un arte con añeja raíz.
La más reciente presentación tiene características de lujo, es el Teatro Incompleto (que se completa al ser representado), del dramaturgo argentino Roberto Espina, recientemente fallecido. La antología contiene 20 piezas escénicas y pertenece a la Biblioteca de Clásicos, de Ediciones Alarcos. Está editado cuidadosamente por Adys González de la Rosa, junto al equipo que comanda Omar Valiño, un hombre que disfruta la publicación de libros con fruición. Extrañé un prólogo esclarecedor de la vida y obra de este bonaerense del mundo.
El hombre, el tiempo, la vida, el humor, el futuro… son los temas presentes en la antología, mediante una dramaturgia libre y cambiante: lo mismo sigue la estructura aristotélica de los textos tradicionales, que mezcla poemas con canciones teatrales y juegos dramáticos, casi siempre con el ser humano como protagonista, desde un lenguaje tan personal como elegante, popular e irónico. Utiliza personajes zoomorfos para decir verdades, como en las fábulas, y también antropomorfos, satirizando sus actitudes con ingenio y picardía, como el propio autor lo hacía en vida, entre amigos y admiradores.
Roberto Espina nació en Buenos Aires, en 1926. En 1956, con 30 años, creó el grupo de teatro Los comediantes de la ruta. Perteneció en los años 60 al Centro de Estudios de Arte Dramático Fray Mocho. De 1959 a 1995 acumuló más de 50 años de una escritura singular, con un sello personalísimo, que los titiriteros de habla hispana reconocen y gustan de llevar a escena o al retablo.
Entre las 20 piezas de Teatro Incompleto, aparecen “Alocada avaricia”, de 1959, clásica historia corta de retablo, con Diablo e influencias villafañescas, y “Las zorrerías”, del mismo año, una fábula de animales en seis jornadas. Destaca “Osobuco soberbio a la parrilla”, otro texto de 1959. Historia de amor y muerte, farsa violenta para fantoches la nombra su autor, fue estrenada en Cuba a finales de los años 90 por el maestro Armando Morales y su discípulo Sahimell Cordero.
“El payaso y el pan”, de 1961, es una historia a medio camino entre la narración oral y el teatro de títeres. “¡El té se enfría!”, de 1968, donde el autor pide a los lectores o artistas decididos a representarla, que no sean ortodoxos, ni demasiado reumáticos, es una fina comedia para actores, sobre tabúes y ardores limitados junto a un poco de fantasía absurda.
Me alegro que no se quedara fuera la deliciosa pieza “La carpa de Trufaldino”, de 1968, un todo en uno que contiene las piezas para títeres “Pepe el marinero” y “El gato y los ratones”, estrenadas en Cuba por el Guiñol de Guantánamo y Teatro Tentempié, de Matanzas. Las canciones “Las mariposas”, “El globo” y “Los paraguas”, el cuento mimado “El sacamuelas Don Oso” y el juego mimado “La cuchara loca” completan la fiesta de palabras. “La carpa…”, dedicada a su amigo El barba, desaparecido en tiempos de la dictadura, posee el encanto del titiriterismo latinoamericano, henchido de amores, piratas, lecciones contra los vicios y a favor de la amistad, además de exhibir en sus propuestas adelantos de un teatro objetual.
“La República del Caballo Muerto”, escrita entre 1968 y 1990, es la joya de la antología, una historia netamente política y filosófica, con aires aventureros internacionales. En su introducción habla del aquí y ahora desde una ironía contundente (“El propietario”, “Los buenos modales”, “Ser o no ser”, “El Tiranicida”). Un texto estrenado en nuestro país por el maestro Armando Morales, y luego por el bisoño titiritero Luis Enrique Chacón, en dos versiones espectaculares y deliciosas. Morales aún hoy la representa como un homenaje amistoso a quien fuera su colega y cómplice de lances titiriteros.
Cambian los aires escriturales hacia los años 70, en medio de un clima tenso en la Argentina, como lo demuestran la comedia rara y subyugante “Infra Versus Supra”, de 1973; “Las andanzas de Metecarpio y Cardumen”, imaginada para actores; “La vaca blanca”, también de 1973, entre otros títulos que sugieren juegos de palabras, el rescate del personaje del payaso, nunca exento en Espina de agudezas y sugerencias ideológicas.
“El sueño del juicio”, 1983, texto inspirado en el legendario cuento “Caperucita y el Lobo Feroz”, de los Hermanos Grimm, es una versión insospechada e insólita. Acto único sin la abuela, comedia para actores a la que sigue “JuandeMaríade”, escrita en 1984. “El ensayo”, de 1987, pieza dramática para actores en un solo acto; un tour de fource para tres intérpretes que asumirán diversos personajes, y un hermoso homenaje al teatro que tanto amó.
Hasta los años 90 llegan las historias del viejo de la montaña, como el propio Espina se hacía llamar. “La edad dorada”, de 1991, un unipersonal sobre el Quijote y su inseparable Sancho; “Guanahani Samana”, de 1995. Visiones de reyes y tiempos coloniales, demasiados parecidos a los de ahora mismo. La mixtura de actores y títeres continúa en sus propuestas dramatúrgicas y en las obras con muñecos pensadas para adultos. Todo se amalgama y se complica, haciendo inclasificable su literatura dramática, como sucede en los textos “Historia del Reino del Rey que rema”, “Diálogo de alguien que se busca”, “El poeta y la gallina o El marido apaleado”, “Rigurosa demostración con y por diminutas hormigas”, “Pequeña farsa del Monigote”. Todas piezas experimentales con cierta nostalgia de tiempos idos.
Tuve el privilegio de conocer al mítico Roberto Espina en 1994, en Zaragoza, España. El diseñador escénico Zenén Calero y yo visitábamos la casa del titiritero Iñaqui Juárez; estaba al lado de Esteban Villarrocha, otro amigo añejo del Espina. En aquel encuentro participaba también el querido Héctor Di Mauro, hermano gemelo de Eduardo, director del Teatro Tempo, de Venezuela. Imagino que estos tres, reunidos con Javier Villafañe, volverán el cielo una verbena con tantos muñecos, vinos y poesía en el aire, o en el limbo, para decirlo mejor.
Vino al Taller Internacional de Títeres de Matanzas en dos ocasiones, en el año 2000 y por última vez en 2012; en ambos momentos derrochó carisma, inteligencia y naturalidad. Sus compinches cubanos Armando Morales y Xiomara Palacio lo llevaban siempre en andas, entre bromas, platillos suculentos y cafés cubanísimos, enamorando con su pillería, sazonada por el tiempo, lo mismo a muchachas jóvenes que no tan jóvenes.
Se fue Espina y ya no lo tendremos más en otro de nuestros eventos matanceros, ni desandando La Habana en almendrones. Amaba a Cuba y a los cubanos. Esta publicación de su Teatro Incompleto, para completar al ser representado, como él mismo pide, marca un tiempo de cambio en las artes del títere latinoamericano. Su desaparición física lo deja en claro. Hombres y mujeres como él, de recia envergadura ética y artística, seres románticos nacidos en el siglo pasado, marcan la diferencia y dejan inmensos retos para los que vendrán.