Playa en tiempo de COVID
La playa cubana es la mejor sanación para nosotros, isleños sin remedio. En estos larguísimos, angustiosos, insoportables meses de encierro, todos estaremos de acuerdo (difícil de creer, pero innegable) en que si nos dieran a escoger qué es aquello que más hemos añorado durante el rígido cautiverio, por votación unánime, la playa ocuparía el primer lugar en la lista de reclamos. Somos de naturaleza acuática, adoradores de Yemayá, a quienes no basta la contemplación de las aguas. Nuestros cuerpos exigen ser sumergidos, acariciados, vapuleados por olas. Y no solo nadar. En realidad, necesitamos que todos los sentidos se inunden de mar: oler, escuchar, llenarnos la boca de sal, palpar y mirar la infinitud del manto marino es un placer al cual no podemos renunciar. Hemos sido marcados con fuego oceánico, de modo que ir a la playa viene a ser un exorcismo, cuya magia nos embriaga desde que llegamos al mundo, y nuestra familia nos llevó a conocer el mar por primera vez.
Debido a esta suerte de aprendizaje sagrado e inviolable, nos resulta inconcebible resistir el verano sin al menos un par de chapuzones, sin limpiarnos en el mar, como quien se despoja de maleficios. Siempre hemos sabido que la playa es la gloria, es la vida, es resurrección; salimos rejuvenecidos de sus abrazos líquidos, terminamos energizados, y dispuestos a continuar batallando, sea cual sea la afrenta. “Los enfermos mejoran en la playa”, es sentencia lapidaria de toda la vida. Los asmáticos, los obesos, los hipertensos, los diabéticos, los artríticos, los ulcerosos, los neuróticos, los migrañosos, los deprimidos, los ansiosos, los insomnes, los anoréxicos, los bulímicos, quienes padecen mal de amores, o de psoriasis, o de melancolía involutiva, absolutamente todos sienten (sentimos, que tampoco hay que presumir de sanidad), increíble alivio luego de un día de playa.
“Nuestros cuerpos exigen ser sumergidos, acariciados, vapuleados por olas. Y no solo nadar. En realidad, necesitamos que todos los sentidos se inunden de mar”.
En este octubre del 2021, cuando al fin se nos permite sumergirnos en esas sábanas líquidas, azules y cálidas que tanto necesitamos, habría que añadir el bien que nos hace alejarnos del pavor citadino, de las noticias aterradoras, del constante estrés de llevar las cuentas de infectados por día, de la angustia de amigos que sufren la enfermedad o sus secuelas, de las cifras de muertes que nos hieren y obligan a proferir maldiciones. Es alucinante el cambio de nuestro ánimo al visitar la playa, en el año 2021. Parece que hemos llegado a otra dimensión, a un paraíso que creíamos olvidado, donde nadie frunce el ceño, ni se lamenta, ni es agresivo, ni muestra el espíritu a media asta, de tanta tristeza acumulada. Los odiosos y necesarios nasobucos quedan relegados en cuanto tocamos la orilla del mar. Nos arrebatamos la mordaza justo antes de abalanzarnos, mar adentro, liberados, eufóricos. Guardando cierta distancia (hábito asumido, inevitablemente), otros humanos playeros nos saludan con la cordialidad que nos caracteriza. Nadie conoce a nadie, pero compartir espacio acuático es identificarse como miembro de una misma cofradía, de manera que al agitar las manos y decirse buenos días se conjuran los males, todos. Y una inexplicable complicidad de isleños imbatibles nos hermana.
El misterioso mar nos recibe a todos, magnánimo, seguramente feliz de vernos otra vez, y parece que hasta sonríe al contemplarnos sin esclavinas, sin pánico, confiados en sus benéficos dones de curandero natural. Es ahí, dentro suyo, donde por un instante regresa a nosotros la alegría de vivir. Aunque solo sea por merecer la oportunidad de regresar, ir a la playa en medio de esta pandemia, más que un mero entretenimiento, es, qué duda cabe, el mejor remedio para conjurar la muerte.