El pitching sobre un libro de pelota
“El tipo puede hacer cualquier cosa para ser distinto, pero hay algo que no puede cambiar. (…) El tipo puede cambiar de todo, de cara, de casa, de familia, de novia, de religión, de Dios, pero hay una cosa que no puede cambiar, no puede cambiar de pasión”. El parlamento que acabo de leer pertenece a la película argentina El secreto de sus ojos, de Juan José Campanella, con guion del propio Campanella y Eduardo Sacheri, y es pronunciado por el personaje que interpreta Guillermo Francella, en el momento que describe y sintetiza la naturaleza del hombre que lleva años buscando para conducirlo ante los tribunales. El parlamento de Francella acudió a mi memoria en más de una ocasión mientras leía el volumen de sagaz y atractivo título: Cuando el béisbol se parece al cine.
Confieso que no pensaba en ese parlamento de la película argentina porque el nombre del libro que hoy presentamos hiciera referencia al cine, más bien por una curiosa analogía. Estoy convencido de que el autor de esta obra puede mañana abandonar su labor de más de treinta años y hacer entrega de la dirección de La gaceta de Cuba a otro colega de similar talante; puede cambiar el rumbo de sus caminatas matutinas y no hacer la escala programada en alguna oficina de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac); puede incluso, en el peor de los casos, renunciar a su vocación literaria y no escribir un poema más por el resto de su vida. Sin embargo, hay algo que nunca podrá cambiar: su pasión por la pelota, hablar de béisbol como un ejercicio metódico y cotidiano que confirma el axioma de que “no hay nadie más conversador que un viejo fanático del béisbol”. Este añejo aficionado que nos regala tan enjundiosa obra tiene además una serie de singulares sellos distintivos, apenas citaré los más notorios: nació en Caracas, pero su estirpe es manzanillera; realizó sus primeras labores como profesional de la literatura en los predios de la llamada Habana Campo, aunque sus estudios y la mayor parte de su existencia transcurrieron en “el poético caserío de El Vedado”; si se afina el oído desde el balcón de su casa se pueden escuchar los vítores del estadio Latinoamericano, pero su corazón lleva años anclado a los triunfos y desventuras del equipo de Santiago de Cuba. Con semejante pedigrí no podría dedicarse a la política, porque estaría siempre bajo sospecha, quizás al espionaje. Si tuviera que resumirlo en una línea de texto cinematográfico diría: “Nobody is perfect”. Si debiera traducirlo al castellano, me valdría de su propia definición cuando recuerda la forma en que lo presentaba nuestro querido Rufo Caballero: “Norberto Codina, un revistero nato (…) con el único defecto de no ser industrialista”.
Una vez presentado el autor, pasemos a la obra.
El libro propone un acucioso recorrido por los nexos que establece el béisbol con aquellas cosas que le son afines, comenzando por el cine y derivando en otras expresiones del arte, la literatura, la cultura toda, de Cuba y el mundo. Un paseo tan acariciado por el autor, que solo las normativas editoriales de la imprenta nacional podían detener. Norberto inicia su enjundiosa investigación haciendo un ejercicio de síntesis para determinar, entre esas afinidades, tres vasos comunicantes que resultan invariables y suelen cumplirse como las leyes fundamentales de un tratado filosófico. La primera de ellas es la ley de las probabilidades, para refrendarlo afirma: “No por gusto es el deporte de las estadísticas. (…) En cada lance puede pasar cualquier cosa. Es un enigma”. En eso lleva razón, si lo comparamos con el cine podríamos aseverar que la séptima de las artes contiene infinitas probabilidades discursivas, tanto en su estructura de guion como en el lenguaje técnico, al punto de que numerosas películas han sido narradas desde el final de la trama hacia el inicio, sin que por ello disminuyan las expectativas y la obra deje de ser eso: un enigma. “Dos. El juego puede ser lo más divertido o lo más aburrido del mundo”. Nunca mejor dicho. Incluso lo que en el béisbol se considera un juego perfecto —cero hits, cero carreras— , en el cine sería una película muy aburrida, no ocurre nada hasta la séptima entrada; a partir de ese inning comenzamos a sentir la ansiedad del protagonista, el pitcher, por conseguir el mayor mérito que le está reservado en su vida como atleta. “Tres. La pelota, como un buen cuento (…) es tal vez el único deporte donde Cronos no cuenta”. En eso también lleva razón, aunque las demandas del mercado televisivo han tratado de acorralarlo, el béisbol ha librado batallas por defender su esencia, sin mayores concesiones, y conservar así su libertad de forma y espíritu; cosa esta más difícil en el cine, a menos que el pitcher sea una celebridad (entiéndase por ello un director de renombre al que se le permite rodar una película de tres horas o más de duración). Aunque a decir verdad, hay ocasiones en que Cronos se hace presente en la figura del árbitro principal, como en aquel juego que me tocó filmar para el documental Breton es un bebé, en la temporada de 2007-2008, donde Santiago le ganaba a Industriales 8 carreras por 0, con Norge Luis Vera en el montículo. A la altura de la sexta entrada la coloración del juego comenzó a cambiar: Industriales empató y el árbitro ordenó el cese de las acciones a la una de la madrugada, con la promesa de que serían reanudadas a la mañana siguiente. El partido terminó con victoria para Industriales. Si el hecho fuese contado como una película de ficción diríamos que detrás de ese resultado está la mano del guionista. Críticos y espectadores atacarían la película bajo el argumento de que una remontada como esa sería impredecible e improbable. Pero para ser justos y no alterar la paz del homenajeado, tampoco se trata de convertir la presentación del libro en una esquina caliente, debo reconocer que esa serie nacional —si mal no recuerdo era la numero 47—, la ganó Santiago.
“El libro adquiere así un carácter enciclopédico”.
El texto de Norberto se esmera en relacionar dichos llamados vasos comunicantes que rebasan el universo cinematográfico, para abordar el béisbol como un estamento de la cultura y la historia de nuestro país y celebrar su condición de patrimonio cultural de la nación; asunto este que podemos añadir a la extensa lista de retardos y postergaciones que tanto padecemos, más graves en lo económico, pero no menos lamentables en los terrenos de la cultura. El libro adquiere así un carácter enciclopédico. Ardua ha sido la labor de recopilar anécdotas, referencias y alusiones, tanto artísticas como historiográficas; recuerdos memorables, sentencias de envidiable sabiduría conceptual, fragmentos de entrevistas y estudios sociológicos. En fin, todo suceso o enunciado que tribute a establecer conexiones, más o menos tangibles, que reconozcan y legitimen el valor patrimonial de un deporte que es parte indisoluble de la identidad nacional. Pensar en el retardo, la burocracia de los trámites y el cúmulo de evidencias labradas en más de siglo y medio de existencia, me remite nuevamente al cine. Otorgarle al béisbol la condición de patrimonio cultural de la nación debió haber sido un proceso tan expedito como la manera en que Fidel le obsequió el carné del Partido a Cayita Araujo (véase el documental Cayita, de Luis Felipe Bernaza). Una de las tantas certezas que podrían incorporarse al expediente de validación patrimonial, la encontramos en las palabras de ese grande de la historiografía beisbolera, Ismael Sené. En un correo electrónico que enviara Sené al autor de este libro, este expresa: “Creo que hay muy pocos intelectuales norteamericanos que no hayan hablado del béisbol, y para nosotros es tan nuestro como para ellos, pues si ellos lo crearon nosotros lo expandimos”. Me atrevería a aseverar, parafraseando una sentencia similar relacionada con el fútbol, que ellos lo crearon y nosotros lo convertimos en arte.
Tengo la impresión de haber leído muchas veces el libro que presentamos hoy, como un texto oral, en las disímiles conversaciones que he sostenido con Norberto a propósito del tema que nos ocupa. Lo más complejo, a mi entender, en la conformación de este volumen, es la manera en que Norberto ha conseguido estructurar toda la información recopilada. Lo percibo como un laborioso artesano chino —lo de chino lo sugiero como rasgo de minuciosidad, atento a cualquier nueva manifestación de la cultura que apunte hacia ese objetivo aglutinador. Lo imagino hilando el armado de un gigantesco rompecabezas donde las piezas deben adquirir un carácter concomitante hasta llegar a convertirse en un enriquecedor ensayo sobre nuestro deporte nacional. No obstante, si mi labor como lector debe ser validar alianzas, debo confesar que algunas de ellas pueden resultar discutibles. Si como afirma Eladio Secades, “en el béisbol nacional no hay diletantes, sino críticos. No hay aficionados inocentes y fáciles de complacer, sino expertos armados de cultura y exigencia”, podríamos considerar que en el mundo del cine sí hay cuantiosos diletantes, también críticos, algunos buenos, pero abunda también mucho crítico diletante refugiado tras la muralla escurridiza de las redes sociales, más cargadas de exigencias que de cultura.
El libro de Codina está plagado de hallazgos históricos y literarios que estimulan el interés por la lectura, tanto para entendidos como para neófitos, y en su gran mayoría los encontrará el lector revestidos con la gracia que es consustancial al autor del volumen. Tratándose del lugar donde nos encontramos (los jardines de la Uneac), me complacería compartir uno de estos citados hallazgos, que ruego sea interpretado con el humor que caracteriza al gremio. Me refiero a la “novena literaria” que conformaran, siendo estudiantes universitarios, Pío E. Serrano, Wichi Nogueras, Jesús Díaz, Guillermo Rodríguez Rivera y otros cómplices de irreverentes humoradas, propias de la juventud —como los famosos epitafios—, que acompañan la memoria de esa generación de la literatura cubana. Dice Pío E. Serrano: “Por entonces estábamos en la Universidad, en la Escuela de Letras, nos entreteníamos imaginando un equipo de pelota formado por los escritores cubanos vivos que más admirábamos. Discutíamos sobre quién sería el cuarto bate y jugador de la primera base, si el ministerio ético y el ministerio poético de Lezama o la suntuosa y profunda capacidad comunicativa de Baquero; de acuerdo con las preferencias del día otorgábamos a uno o a otro, en contrapartida, la posición de lanzador y (…) segundo bate. El resto del equipo lo teníamos, más o menos, perfilado: Eliseo Diego, segunda base y tercer bate (el vate al bate, decía Wichi, y se reía); Carpentier, center field y primer bate; Heberto Padilla, short stop y quinto bate; César López, tercera base y séptimo bate; Antón Arrufat, el campo derecho y octavo bate. Para la posición de catcher y noveno bate (…), Lisandro Otero. Si tuviéramos que incorporar a Norberto Codina en tan selecta nómina, le daríamos la responsabilidad que él mismo se adjudicara en la primera crónica que publicó sobre béisbol: “manager de gradería”.
“El libro de Codina está plagado de hallazgos históricos y literarios que estimulan el interés por la lectura”.
De estas revelaciones hilarantes pasamos a entramados más reflexivos, citemos, por ejemplo, los párrafos que recogen las proezas de Orestes Minnie Miñoso o Martín Dihigo, el Maestro, el Inmortal; la participación de nuestros atletas en el béisbol de la gran carpa, las ligas negras y los campeonatos latinoamericanos; algunos pasajes de la historia del béisbol venezolano (deuda del autor con la tierra que lo vio nacer); la intervención de peloteros mambises en las contiendas independentistas; la crónica de Casal sobre el primer libro dedicado al béisbol en Cuba; los equipos femeninos; el himno de Gibara; la caracterización de la República que hiciera Cintio Vitier relacionada con la práctica deportiva, o los versos de Fina García Marruz que describen aquellos años: “Hablo de un tiempo en que lo único serio fue el deporte…/ Solo era libre el pelotazo de Luque”.
Mención especial haría al emotivo capítulo que describe los pormenores de las manifestaciones de racismo en el béisbol profesional y amateur. La forma en que se acuñó el término cubans para escapar de las reglas excluyentes del béisbol norteamericano, de manera que los jugadores “morenos o mulatos” se hacían pasar por cubanos para jugar en torneos donde participaban jugadores blancos. “No es hasta después del triunfo de la Revolución, en el año 1960 —apunta el contertulio Dr. Félix Julio Alfonso, refiriéndose al béisbol nacional— que la Liga Amateur permite que tres peloteros negros participen en uno de sus equipos, en este caso el Club Teléfono, donde jugaron Ricardo Lazo, Alfredo Street y Cachirulo Díaz.
Reitero la virtud enciclopédica, ensayística, amena y reveladora de este volumen para coincidir con la observación que hace Orlando Hernández, crítico de arte, no el pitcher del mismo nombre, cuando escribe: “Sin duda alguna, el béisbol resulta ser un gran generador de sentidos, de significados, y puede (y debe) utilizarse como una gran metáfora para expresar o entender no solo el arte, sino la realidad en que vivimos”. Entendamos que si el gran propósito de este libro es celebrar el béisbol como una forma cultural ineludible de esta Isla, y a sabiendas de que la cultura es el alma y escudo de la nación, nos corresponde entonces cuidar con delicadeza suma las entrañas del alma y fortalecer el escudo.
“El gran propósito de este libro es celebrar el béisbol como una forma cultural ineludible de esta Isla”.
Decía Bertolt Brecht que artista no es solo aquel que se inspira y crea, sino también el que con su trabajo consigue que otros se inspiren y creen. Ese es otro atributo que me gustaría destacar de este libro, su capacidad inspiradora, ya sea para abrir nuevos escenarios de investigación y análisis en el orden histórico y deportivo, como para aquellos que se presten a descubrir motivos narrativos que ameriten futuras películas. Pensar en cine es vicio que nada aplaca, de modo que mientras leía visualizaba la escena de un docudrama donde Raúl Roa saca unos guantes y una pelota, y arma un “cuatro esquinas” en la mismísima Plaza Roja, no la de la Víbora, sino la de Moscú, a un costado del Kremlin. ¿Por qué no abaratar costos y cambiar la mirada de todos esos guiones que andan engavetados por ahí, esperando la apuesta lucrativa de un gran estudio o compañía que se decida a contar la historia de la mafia en La Habana? Quizás sería más atractivo olvidarnos del criminal refinamiento de Meyer Lansky y convertir en protagonista de la trama a un pelotero negro, Clemente Carreras González, Sungo, quien fuera tercera base del club Habana, coach del Almendares y chofer de Lucky Luciano; el hombre que sirvió de guía a Marlon Brando por los cabarés y tugurios de la playa de Marianao. Es muy posible que la vida de Sungo no tenga el glamur al que nos tiene acostumbrados ese subgénero del cine norteamericano, pero estoy seguro de que sería más emotiva y no menos truculenta. ¿Por qué no hacer justicia poética con Basilio Cueria, el big boy? En palabras de Guillén: “Aquel gigantesco mulato que jugaba como catcher del Marianao. Ha cambiado el diamante por la trinchera, (…) vive la gloria altísima de combatir el fascismo en España”. El big boy fue de los primeros voluntarios internacionales en formar parte de la Brigada Lincoln, comenzó de soldado y llegó a ser capitán de ametralladoras en la Brigada del Campesino.
Si se trata de apegarnos al clasicismo melodramático del biopic (película biográfica), podría fabular con la historia de un niño cuya vocación primigenia era convertirse en player de béisbol, al punto de prestar menuda importancia a lo que el futuro le tenía reservado, y abrazar el juego de las bolas y los strikes como un destino manifiesto. Con el arribo a la adolescencia se muda a los Estados Unidos (si aspira a convertirse en jugador profesional debe ingresar en un colegio de altos estudios). Se decide por Columbia y se inscribe en el club de novatos de la universidad. Sin dinero para sufragar sus estudios, comienza a escribir artículos para revistas y periódicos que reciben el rechazo por respuesta. Vende su ropa y con mucho esfuerzo consigue firmar un contrato con un club profesional, pero un accidente, un mal gesto, una contracción de vertebras en un lance a segunda base, le provocan una lesión en la espalda que troncha su carrera beisbolera y convierte el dolor en una dolencia crónica que lo afectará por el resto de sus días. La película termina con esos socorridos carteles que los espectadores agradecen, con lágrimas en los ojos, ávidos por conocer lo que deparó la vida para el niño prodigio. Fondo negro y letras blancas, reza el cartel: Algunos años después, José Raúl Capablanca se convirtió en campeón mundial de ajedrez.
Así es el béisbol de pasional. Al decir de Walt Whitman, es “un juego maldito en el que todos los que están en el terreno tienen que luchar contra los fantasmas que les han precedido.” ¿No es eso también el cine?