La implosión martiana (II)
I
La historia es el hombre y su contexto. Por eso se razona y se corazona. Se razona el contexto, buscando bajo la trama de hechos la ley que los dicta; se corazona el hombre, hallando bajo la urdimbre de sus palabras los secretos que lo animan. Quien ama la historia razona contextos y corazona hombres. Por eso ha de andar a medio camino entre el historiador, que entra en las cosas con perseverancia y rigor, y el novelista, que penetra en las personalidades con agudeza e imaginación. El peso del qué ha de ser aliviado por la levedad del cómo. Herodoto es tan útil como Stefan Zweig.
Es comprensible que la gente prefiera la historia hecha novela a la historia hecha tratado, porque, sin abusar del enfoque objetivo, mantiene viva la emoción y la subjetividad. El señor Presidente, de Asturias; El recurso del método,de Carpentier; La muerte de Artemio Cruz, de Fuentes; Yo el supremo, de Roa Bastos; El otoño del patriarca, de García Márquez, o La fiesta del chivo, de Vargas Llosa, revelan mejor la naturaleza del tirano que un texto académico sobre la personalidad autoritaria. Y es que mientras el historiador se concentra en abordar los contextos y sus leyes, el novelista indaga en el alma humana y sus contradicciones. La razón se conquista pero el corazón nos conquista.
II
Mas ¿cómo se corazona un personaje histórico? ¿Cómo se honra al humano extraordinario sin divinizarlo? ¿Cómo se humaniza sin vulgarizarlo? ¿Cómo se evita que la memoria de un pueblo se convierta en un Viejo Testamento, y que la biografía de su héroe mayor devenga un Evangelio? ¿Cómo se mantiene el equilibrio entre lo humano y lo sagrado de modo que uno no devore al otro? ¿Cómo se evita que todo lo sólido se desvanezca en el aire, por obra y gracia del capital, que a todo le pone precio?
Si razonar a Martí es estudiar los contextos que condicionaron su existencia, corazonarlo es penetrar su espíritu, insuflarle el hálito vital, ponerle un reloj a latir en el pecho y hacer que camine entre nosotros. Es preferible un enigma que nos acompaña a una imagen que se nos escapa porque, si entender a Martí en su época es bueno, revivirlo, aquí y ahora, es mejor.
Hay muchos modos de corazonar a Martí. Uno de ellos es acercarnos a la intimidad de su pensamiento, visible en sus Cuadernos de apuntes (tomo 21 de sus Obras Completas de 1975), particularmente a sus anotaciones sobre el amor de pareja.
En el Cuaderno #3 (sin fecha, pero se sabe que el #4 es de 1878-1880), Martí define el amor en estos términos: “El amor es la adhesión ardorosa e incondicional que un individuo de un sexo siente respecto a un individuo del otro. -La diferencia de sexos es no sólo su cualidad, sino su esencia característica…”. (p. 114). Naturalmente estamos ante un criterio que aún hoy la humanidad batalla por superar: reducir el amor a su componente heterosexual. Pero amar es más que sexo: amar es sentirse mitad. Es adivinar que todo, excepto el todo, es mera parte. ¿No decía el joven Martí que “cada ser en mitad viene a la tierra” y que toda la vida del humano consiste en “buscar, siempre buscar su ser hermano”? Sin embargo, a pesar de su limitación, hay algo en esta definición martiana que merece realce: la semejanza superficial nos acerca pero solo la complementariedad profunda nos ensambla. Dos personas se atraen, si comparten valores y gustos semejantes; pero generalmente son capaces de mantener una relación, si son tan diferentes que se complementan. Complementariedad que puede estar dada por la diferencia sexual, cierto, pero que no se reduce a ella. El amor —que sintetiza contrarios, abraza imposibles y disuelve polos— es más hijo de la empatía que de la simpatía.
Más adelante, en el mismo cuaderno, páginas 129-130, insiste en que el amor es el “único apetito que no se sacia nunca”, que es “una fiera, que necesita cada día alimento nuevo”. Por eso la táctica amorosa ha de ser el “rocío-goteo”, “que haya siempre una perla en la hoja verde”. Aquí no aborda su naturaleza cualitativa sino el hechizo de su cantidad. Y añade como un bumerán: “dando ventura, fabricamos la nuestra”, es decir, acariciando somos acariciados: metamorfosis instantánea del gerundio en participio, de la voz activa en pasiva. Lo que equivale a afirmar que hacer el amor es mucho más que tener sexo: es un juego aparente que se resuelve en esencias sutiles, es vaciar el cuerpo para llenar el alma, es un dar que es recibir.
“Es preferible un enigma que nos acompaña a una imagen que se nos escapa porque, si entender a Martí en su época es bueno, revivirlo, aquí y ahora, es mejor”.
Las otras anotaciones notables aparecen en el Cuaderno #8, correspondiente a los años 1880-1882. Están hechas por un hombre que ha vivido más, que ha sufrido más. Efectivamente, en 1877 Martí se casó; en 1878 regresó a Cuba con su esposa y tuvo un hijo con ella; en 1879, tras ver frustrada la posibilidad de ejercer en la Isla como abogado y maestro e involucrarse en conspiraciones, fue deportado a España por segunda vez, de donde escapó a Estados Unidos, vía Francia; en 1880 se reunió con su esposa e hijo en Nueva York y luego ambos lo abandonaron. Duro contexto, hombre endurecido. Quizás por eso en ese cuaderno, el octavo, ya se advierte un tono más grave alrededor del tema amoroso. Allí, en la página 233, Martí distingue el gusto del amor. Cuenta que en Veracruz, antes de contraer matrimonio, los aborígenes se ponen a prueba en la convivencia diaria, comparten las tareas, por rudas que sean, y si la rutina y el esfuerzo no vencen la atracción mutua, se casan. El sacrificio decanta, filtra, purifica la relación. O la destruye. ¿Estará hablando oblicuamente de su vivencia con Carmen?
En el Cuaderno #13 (sin fecha), páginas 333-334, toca un asunto que es la negación del amor dentro de la pareja: el adulterio. Narra Martí que cuando Berlioz se enteró de que su mujer lo engañaba fue a matarla. El cubano tiene en baja estima este gesto del francés: “…Se ama el perfume, no el ánfora: se ama por el alma y por el cuerpo, mas no por el cuerpo, si no está como velado, aromado, embellecido, entibiado por el alma…”. El ser adúltero se desvaloriza; no merece cólera sino lástima.
Para rematar estas notas sobre las zonas oscuras del amor, Martí advierte que, trenzadas con el placer, vienen las penas: “El amor es una rosa al revés, porque tiene las espinas dentro”, dice en el Cuaderno #18, que es de 1894, en la página 407. ¿Quién que ha sufrido una decepción amorosa no ha rumiado esta sentencia, una y otra vez? Por tener las espinas dentro, la herida de amor es también interior, no se ve, se sufre en silencio.
Pero hay una última anotación, en ese mismo cuaderno, que parece un retorno al inicio aunque en un escalón superior de madurez: “Por el amor se ve. El amor es quien ve. Espíritu sin amor, no puede ver…” (Cuaderno #18, p. 419). Martí es un fénix: el dolor no ha matado en él la fe en el amor. Su alma no se ha vuelto una pasa arrugada, sigue siendo jugosa uva. El sentimiento en contracción es el odio y en expansión es el amor. “Dios es amor”, reza la Biblia; el amor es un dios, nos enseña Martí.
III
La historia, sin duda, es un retrovisor. Pero esta definición implica un conflicto entre la esencia y la existencia. Cuando miramos atrás, tendemos a creer que la historia es una cadena de causalidades, que todos los hechos están cosidos por la implacable necesidad; en cambio, cuando miramos hacia delante, cuando nos enfrentamos al presente, la historia parece un abanico de posibilidades entre las cuales, de manera más o menos libre, hemos de escoger. Venimos de la ley, vamos hacia el azar. Es como si en cada uno de nosotros pugnasen Hegel y Kierkegaard, la esencia y la existencia.
Esta doble condición de la historia subraya la importancia de razonarla y de corazonarla, de pensarla con claridad y de sentirla con apego. Cuando se piensa, la historia es una idea, más o menos exacta, sobre el pasado pero solo eso, una idea; en cambio, cuando se piensa y se siente, la historia se convierte en un valor, en un hilo que nos mueve y orienta en la vida presente y futura.
Por eso un Martí de mirada imantada es tan vital como uno que camine entre nosotros, en toda su complejidad humana, vivo y actual. Sin embargo, nuestra enseñanza y nuestro discurso siguen enfocándose más en lo primero que en lo segundo. A menudo olvidamos o subvaloramos el hecho de que el propio Martí razonó pero también corazonó nuestra historia. Él entendió como nadie el contexto histórico cubano y unió a sus compatriotas en la batalla por la independencia, superando diferencias de generación, de raza, de clase, de sexo, de región, de lugar de residencia o de origen nacional. Él comprendió, en su heroica naturaleza, a Céspedes y a Agramonte, a Gómez y a Maceo. Él corazonó a Cuba porque la amó. Por eso Cuba, que lo ama, le devuelve el gesto agradecida.