Selección de poemas
27/10/2016
Penetran la ciudad
Penetran la ciudad, extiéndense, habitan luego
las más estrechas calles, las distantes
casas de los extremos, la viuda los esconde
o entre velos y frascos la vieja solterona: Eduviges
Almánzaga remueve la cascarilla y el agua de Florida
y de vez en cuando, púdicamente,
hace a sus dedos resbalar por los lugares prohibidos.
Inundados rincones, los recuerdos tropiezan el hastío;
que es solamente el hastío quien preside: sus fantasmas
o espectros
penetran la ciudad, extiéndense, la habitan luego,
y como los viejos tranvías desaparecen
y dejan nada más sus raíles o sus sombras,
marcan los silencios, la infancia común y los primeros
indicios de otros tiempos cuando se insinúan;
marcan también los bordes del mercado, el mercado
es el lugar y concurrencia donde la ciudad se despereza.
La ruda y la hierbabuena cerca de las palomas y los granos
del más dorado maíz, el jaboncillo o el desparramado
cundeamor;
el hombre que camina naturalmente agobiado, lleva
su canasta, la mujer de enfrente armada
con las más esparcidas tetas municipales, una calabaza
para uso concorde a sus ideas personales, la cómica
y gorda o esplendorosa pimienta y la tímida nuez moscada
para saborear sumergida en lo dulce de las calurosas tardes;
el pasado persiste, su peso todavía de pasado al presente,
su molestia que se pavonea inevitable
entre los vericuetos húmedos del mercado, de la ciudad entera;
mientras el dependiente cantonés escama los pescados más
frescos,
la plaza del mercado desde su alto escalón vigila, determina
una parte del ritmo de la ciudad plena, hinchada de tantas cosas innombrables, innombrada ella misma, ciudad
de algas, y de aguas malas y de parejas vigilada también;
los amantes transcurren cuando la fría e irónica neblina
acuña la noche que se escapa. Putas y maricones cortan
cintas y papeles viejos, y desdentados conciertan sus esperanzas matutinas.
¡Oh noche y la ciudad! ¿Quién eres, qué dueño tienes que te
obliga,
te atolondra y oculta tu futuro? Entrégale la llave, préstale
acaso el pregón o el muro antiguo
de la catedral mancillada. Pero no dejes
que aquella niña de retorcido pelo sea violada en la presencia
del universo tuyo; álzate. Estas son las palomas y no existen
maravillosas águilas, fabulosos acantos, sierpes,
tigres sonoros de elegancia agresiva y sigilosa, tienes
ese olor ácido y doméstico de las cebollas y el sudor
de las negrísimas axilas o el vinagre listo para las herejías.
La guerra es del hastío. Como los fantasmas
de tus carnavales arruinados o los legendarios tamarindos
de tus hirsutos patios. Ciudad, enseñoreada
vas por el amo y sus sicarios. Llegan por mar, las naves
oscurísimas derraman sus aceites, atracan, desembarcan,
penetran la ciudad, habitan luego todo sitio o vacío disponible.
César López: «Penetran la ciudad», en Primer libro de la ciudad.
Ediciones Unión, La Habana, 1967, p. 13.
La lluvia limpia la ciudad
La lluvia limpia la ciudad, por Rey Pelayo
corre, ruge, resiste al tiempo (el agua) y también forma
un fango resbaladizo que pone en peligro
las narices, las piernas y otras partes delicadas de los muchachos;
los muchachos brincan, corren, saltan como si fueran chivos.
El agua límpida que se entrega y crea
ríos fabulosos donde habitan
peces legendarios (inexistentes pero legendarios), cáscaras,
hojas policromadas, misteriosos papeles, gatos muertos
y algún que otro descubrimiento inconfesable.
Los niños son los niños, lo sabemos, y la ciudad aguarda.
Aguarda por ellos mientras los arrulla y marca. «Ya
vienen las brujas, por el arenal; le quitan al niño
su gran torre real» y quién conoce o define la esbeltez de una
torre,
que, ilusionada, bellamente entre trazos reta al cielo.
Cuando llueve aparecen muchachos, no es que sin la lluvia
no existan los muchachos, sino que cuando llueven aparecen
(hay una diferencia nada sutil entre un niño y un muchacho,
al menos
así decía la abuela y mataperros, puñeteros y etcétera…),
cunden sus gritos por las calles de tierra, por los extremos
proclamados de la ciudad, salen a sus orillas. Y qué hacer
con la lluvia
sino botes de sueños, balsas
pecaminosas o catarros para marcharse rápido al país de lo
posible.
¡En ese tiempo se imaginan cosas! En ese tiempo
adornado por Tarzán y por Roldán conquista el universo:
porque las tardes del Rialto eran inasequibles para los
muchachos.
Los niños, ya se sabe, podían hacer las más sonadas atrocidades
en los cines hasta que luego, por referencias y desplantes,
los muchachos eran enterados y no les quedaba más remedio
que partirse los brazos en los árboles o esperar a la lluvia.
¡Niño,
no juegues con negro!
Mira que después, el futuro, en la universidad, por las calles,
o luego, no sabrás cómo quitártelos de encima si por casualidad,
siendo doctor, te topas a uno de ellos!:
los muchachos alegres apedrean los tejados, arrancan los
jazmines
y han puesto una sonora lata en el rabo de un perro
en el momento en que los del Colegio de Dolores
coronaban al Rey de los Inocentes. Entre dorados, cirios,
un falso papa gordito y rubio, caballeritos de pomposas
órdenes,
terciopelos y plumas: aparecía al rey de los inocentes, rosadito, mariconcito él y tembloroso, que hubiera querido (ese es
un dato imaginario)
salir corriendo y divertirse un poco… Los jesuitas
forman y deforman pero también informan el estado del tiempo,
y en la ciudad está lloviendo a gritos. Esa
es la oportunidad para que los muchachos se bañen
o para que en los barrios viejos se inunden muchas casas,
griten las viejas y vayan los bomberos. Quién no sabe
que en San Pedrito no había paraguas, capas y generalmente
faltaba el techo o en su defecto el piso.
Los niños ignoran y protestan de una relación entre el agua
y el fuego
que vaya más allá de apagar este último; y no aceptan
que los carros de bomberos puedan servir para algo en las
inundaciones,
cuando lo emocionante es un incendio en la ferretería
o en el teatro Oriente.
Las madres de los niños, las señoras, tejen, conversan,
y hasta las hay que rezan o preparan
una tómbola para los damnificados. Juegan canasta, lloran
extrañas lágrimas y toman un Tom Collins o dos, pues hay que
serenarse.
Es la ciudad que está lloviendo y las ventanas
y las gotas de las goteras suenan;
El niño sueña a ser muchacho, el muchacho
no sueña porque en la ciudad, por esa época,
estaba estrictamente prohibido.
César López: «La lluvia limpia la ciudad», en Primer libro de la ciudad.
Ediciones Unión, La Habana, 1967, p. 29.
Estrépitos inundan la ciudad
"No me avergüenzo de mi gran fracaso."
Emilio Ballagas
Estrépitos inundan la ciudad, cacharros viejos,
maquillaje altamente interesado y el agua que recorre el
espacio,
la suciedad e impera
como un extraño, impuesto, deslucido atributo.
Ya nadie reconoce el ámbito, su origen
quedó mezclado en tardes añoradas, recuerdos,
chismes, crónicas que unos pocos van hojeando,
tal vez recuentos de acontecimientos
imaginarios, imaginados, imaginativos.
Cabeza de ratón o cola de león.
Cabeza de león o cola de ratón.
Alborotos vacíos de sentido, sólo el grito
o chirrido de otras épocas, y la soberbia
de la repetición, la mueca dolorosa
que perpetúa la máscara y desgarra
mujeres, hombres, niños y sillerías.
Como una vieja parecida a un viejo.
Iguala a todos en inercia apagada y quejumbrosa.
Vengo cortando rabo y oreja.
Vengo cortando rabo y oreja.
De tanto anhelo se quedó en el aire
El globo aquel, con sus colores vivos,
Patria —dos patrias— y la nocturna, clara
visión se ha ido enturbiando, ya sin clavel
desconcertando a todos.
La amada en el amado transformada.
Así, sin ser notada o quizás al contrario,
llegó al punto crucial del desconocimiento;
y quien se quedó aislado
a dónde entonces se dirige,
cual ánima sola, en pena,
recordando aquello que no fue, lo que no pudo
ser, y se soñaba; entregadas las rosas
hubo transformación de tulipanes.
—Dame tu cuerpo, intensamente,
para no darte el alma entre las olas;
y ridículas brisas de palmeras, el palmiche
alimenta a los cerdos mucho mejor
que perlas, ya sean puras,
falsas o cultivadas. ¡Qué diferencia
entre estos alimentos, el almendro,
el almendrón y el Almendares! Aunque
afirmes enfático o sencillo
Pero es mi río, mi país, mi sangre.
Extraño el lecho que quedó vacío,
la arena de la playa, el rayo
de la guerra, las movilizaciones incesantes
y la carencia nupcial de lo extranjero.
Amo, amor, los amantes
desconocen no sólo su destino,
sino también se embrollan recordando el pasado.
Nada hay ahora que hacer, como no sea
rumiar, escribir un bolero sin cantarlo,
observar el desastre.
El fracaso distinto a la derrota.
Aquél se inventa, se organiza o se desorganiza
en el quehacer constante de las décadas.
La derrota viene de afuera, pero también de adentro.
Tiemblan las páginas de los calendarios,
los dibujitos de los almanaques. Las campanas
sonando no corresponden a la cópula loca
de esperanza y esfuerzo en que nos anudamos
y nos desesperamos
huecos, volcados o revueltos…
Es imposible imaginar siquiera cómo pudo ocurrir…
Cabeza de ratón o cola de león.
Cabeza de león o cola de ratón.
Únicamente que ocurrió y que aún sigue ocurriendo
como un rostro marcado, divina mujer,
la obsesión se convierte casi en bolero,
que no se canta, que se desentona,
murmullo de murmurios repetidos
me traen a la mente recuerdos de ayer.
Ciudad, no te equivoques nuevamente.
De qué ayer se trata. Qué lejanía
convocas en el tiempo si el crimen te sostiene.
No vuelvas a dormirte. Los pajaritos cantan.
Las aves se levantan. Pero ya
debías saber la diferencia entre un pajarito
y un ave. La modista y la costurera.
El vestido y el túnico de Virgilio.
Que llueva, que llueva. Que caiga un chaparrón.
Estrépitos inundan la ciudad, cacharros viejos…
César López: «Estrépitos inundan la ciudad», en Tercer libro de la ciudad.
Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1998, p. 72.
Tomado de Cubaliteraria