Hasta los más deslenguados, los graciosos y los sabihondos del aula que entreveraban cualquier clase con chistes y preguntas se guardaban de abrir la boca durante las horas en que la profesora Adelaida dictaba conferencia. Primero, porque ni los egos más robustos osaban considerarse a la altura de su sapiencia; segundo, porque una réplica punzante de la De Juan te podía hacer quedar fácilmente ante todo el grupo como el idiota que probablemente eras. Su sarcasmo era, en el mundo de las armas, el equivalente a la navaja del malevo.
Había profesores excelentes, buenos, aceptables, y luego estaban aquellos con los que aprendías casi a su pesar. Aunque obviamente dentro del primer grupo, Adelaida de Juan pertenecía en rigor a un subconjunto exclusivo; a saber, el de las leyendas, los académicos a quienes era un privilegio escuchar y conocer, los que de cuando en cuando te hacían pensar: “Coño, esa persona allá adelante es, en carne y hueso, quien escribió aquel libro y además formó parte de ese proceso o evento tan famoso”. Hubo varios de estos mitos vivientes durante mis cinco años de estudiante de Historia del Arte, pero debo confesar que, además del saber que derramaron sobre mí y que casi en su totalidad se ha escurrido dejándome lastimosamente seco, la doctora Da Joao (como la llamábamos en broma mi amigo Felipe y yo) me aportó en particular ejemplos casi diarios de ese humor ácido y eficaz como un latigazo que dominaba como nadie, y cuyo torpe remedo me caracteriza en mis mejores momentos.
Al graduarme, comencé a trabajar como profesor en la misma Facultad de Artes y Letras, por lo que técnicamente era colega de la doctora De Juan. Por supuesto, yo que seguía —y sigo— considerándome una nulidad a su lado, conservaba aquel respetuoso temor ante su grandeza. En una ocasión, durante una reunión del Departamento, alguien tuvo que leer una semblanza biobibliográfica de Adelaida como preámbulo para algo relacionado con su grado científico. Mera formalidad, por supuesto. En cierto momento, esa persona leyó trabajosamente el título —en alemán— de un ensayo de la De Juan, Der stuhl im dschungel, de cuyo significado no tenía la más puta idea. Yo, que a la sazón estudiaba alemán en la Lincoln, traduje automáticamente: La silla en la jungla. Y la doctora me miró con algo parecido a la admiración o, por lo menos, a la complicidad. Como para olvidar ese momento…
“Luz para ti, Da Joao, ojalá hubiera muchos profesores como tú”.
Y ya que mencioné las navajas: en un texto (escrito por encargo de Alma Mater hace muchísimos años) en que evocaba mi época de universitario, definí con breves frases a varios de mis profesores más significativos de todas las categorías antedichas. A Adelaida, en particular, la consideré gélida y competente como acero toledano. Tiempo después, llamé a su casa para hablar con mi amiga Laidi, su hija, y cuando creí identificar la voz al otro extremo, le dije: “Hola, soy Eduardo del Llano. ¿Es Laidi?”. La respuesta fue inmediata y mortal: “No, Eduardo, soy el acero toledano”. A pesar de que llevaba algunos años de graduado, sentí que me flaqueaban las piernas como una década atrás, y empecé a balbucear: “Coño, profe, usted no creerá… Vaya, disculpe, eso fue…”.Hasta que la doctora terminó mi suplicio aseverando que no le había molestado mi malhadada definición, sino todo lo contrario.
Luz para ti, Da Joao, ojalá hubiera muchos profesores como tú. Y gracias por tu sabiduría y magisterio.