A mis clases con la doctora
Quiero aclarar que, aunque ella parecía haber sido maestra de casi todo el mundo, no fue mi profesora. Ya me gustaría poder añadirla a la lista de mis tutores formales, como hacen con orgullo muchos de los escritores, autoras, ensayistas, críticos de arte y voces autorizadas en dicha materia que pasaron por las aulas de la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana y la recuerdan con orgullo, y con no poco aire de sobrevivientes. Porque La Doctora, como le decía en broma y en serio, era de armas tomar. Tenía una bien ganada fama de rigurosa, que los años no hicieron palidecer ni mucho menos. No pocos vieron esfumarse sus esperanzas de salir de una defensa de tesis con la máxima nota cuando ella les hacía la pregunta inesperada, o localizaba un punto débil en algún párrafo de la investigación. Eso forma parte del respeto con el que hoy se le recuerda. Y hasta esos exalumnos, a los que reclamaba menos comodidad en sus búsquedas, la mencionan con la rara mezcla de reverencia y estremecimiento que solo se ganan los maestros de verdad.
Ella fue parte de una generación a la que mucho le debe la Universidad de La Habana. Dejó una estela que sus discípulos más diestros prolongan hasta hoy. Era de las que imponía autoridad con solo ser mencionada. Todavía ocurre así, cuando saltan a la memoria algunas de las anécdotas que protagonizó con su humor rápido y cortante, y la manera tan sobria y contundente de poner en su sitio a quien quisiera hacerse pasar por gracioso. La Novoa, Beatriz Maggie, Adelaida de Juan, eran esfinges por derecho propio. Y las aulas, el territorio donde sus reglas quedaban en claro. Un alumno con talento sería retado y estimulado. Y quien no lo fuera, la tendría difícil. Insisto, no fui uno de ellos. Pero me tocaron en suerte otros que, como ellas, no se andaban por las ramas cuando se trataba de inculcar respeto hacia el saber.
Las clases que recibí de La Doctora eran, en verdad, diálogos rápidos cuando visitaba su casa. Hablaba con ella menos que con su hija, mi muy querida Laidi Fernández de Juan, o con su esposo, Roberto Fernández Retamar, al que agradezco también varias lecciones de diplomacia. Ella sabía cómo escurrirse cuando yo trataba de provocarla, y en un par de ocasiones me negó con una amabilidad que no admitía réplica la posibilidad de entrevistarla. Finalmente logré que participara en una encuesta que organizamos para un número de la revista Extramuros, y eso consta en la lista de mis pequeños triunfos. Adelaida no era amiga de las luces del escenario —aunque bailó de niña a las órdenes de Alberto Alonso—, de las loas innecesarias, de las tentaciones de la vitrina. Tras el muro de respeto que imponía, había una mujer que sabía reír, que tenía ese sentido del humor inteligente y veloz que tanto me gusta, y que a veces, con solo alzar una ceja, se evitaba una opinión acerca de algún acontecimiento de nuestro campo (a ratos campamento) cultural.
“Adelaida no era amiga de las luces del escenario —aunque bailó de niña a las órdenes de Alberto Alonso—, de las loas innecesarias, de las tentaciones de la vitrina”.
Alguna vez me contó acerca de su encuentro con el Teatro Central de Muñecos de Moscú, bajo la guía de su fundador, el gran Serguei Obraztsov. Creo recordar que durante un viaje a la Unión Soviética, debido a un imprevisto, ella y Roberto terminaron en el lunetario de la famosa sala, disfrutando una representación de Concierto extraordinario, el espectáculo para adultos que la compañía mantenía entre los éxitos permanentes de sus temporadas. Adelaida me contó lo mucho que le había impresionado el virtuosismo de la animación de aquellas figuras, en particular la de un muñeco que representaba al Maestro de Ceremonias, el cual, tras anunciar pomposamente a una prima donna, expresaba la impaciencia ante la demora de la diva haciendo tamborilear sus dedos de títere sobre el piano junto al cual ella entonaría su aria. Cada vez que vuelvo a ver el Concierto…, afortunadamente localizable entre los tesoros de YouTube, me acuerdo de Adelaida, quien además descubrió en New York, durante una función a la cual la llevó su madre, a Marlon Brando en su encarnación de Stanley Kowalski, en la célebre puesta en escena de Elia Kazan de Un tranvía llamado deseo.
Lo cierto es que siempre tuve la impresión de que La Doctora nunca dejaba de dar clase. Estar ante ella implicaba mantenerse en estado de alerta, de alguna manera a prueba permanente. No quiero que se entienda esto como una especie de ahogo, sino todo lo contrario. Ella, como algunos de los nombres que ya he mencionado aquí, era implacable ante una frase vana, o un disparate que denotara cierta falta de sensibilidad o cultura, y desde ahí, como el buen coreógrafo ante sus bailarines, lograba sacar lo mejor de cada quien —vaya usted a saber si eso no le venía de sus clases en los tabloncillos de Pro Arte Musical—. En un tiempo donde va ganando terreno la frivolidad más desembozada, donde la información no siempre confirmada sustituye el rol de la cultura, donde el pensamiento crítico se ve como acto no siempre bien recibido, ella encarnaba los valores más rigurosos de todo eso. Y lo expresó, por suerte, en todos sus libros, entre los cuales destaco las páginas dedicadas a la caricatura, al afiche cubano, a las mujeres pintoras: sus batallas más personales, que no pocos entendieron como delirios de una mujer de la que las mentes estrechas esperaban apuestas menos arriesgadas. Cuando se reabrió el Museo Nacional de Bellas Artes y en su colección cubana se expusieron varios ejemplos de nuestros mejores caricaturistas, me alegré por el museo, y por la victoria que en cierto modo eso representaba a favor de lo que nos había legado Adelaida de Juan, sin lugar a dudas la mejor crítica de artes visuales que tuvimos.
Ahora ya no está. Murió en la noche previa a uno de mis viajes, y a punto de irme al aeropuerto recibí la llamada desconsolada de su hija, con la noticia en el temblor de su voz. La llamé desde La Rochelle, unos días más tarde, para acompañar a Laidi de algún modo. Hoy vuelvo a la casa y no está Roberto tampoco. Sus libros se han ido al fondo que, bajo su nombre, resguarda la Casa de las Américas. Los originales en las paredes de varios pintores famosos me hacen recordar a Adelaida de Juan. Y ella misma se aparece de vez en vez cuando, hablando con Laidi, nos preguntamos ante algún desaguisado, casi al unísono: ¿qué diría de esto La Doctora?
“Tras el muro de respeto que imponía, había una mujer que sabía reír, que tenía ese sentido del humor inteligente y veloz que tanto me gusta”.
Pero la mejor manera de reencontrarla es a través de sus escritos. Está por aparecer el último que preparó y que dejó organizado minuciosamente, como era su costumbre de investigadora disciplinada. Y aún más, en Soy de aquí, sus memorias publicadas por el Centro Pablo, en el 2016, redactadas en ese estilo rápido y conciso que alguna vez Retamar definió como “Wester Union”. La brevedad, en este caso, hace más vívidas algunas anécdotas ahí salvadas, como la de una discusión acalorada entre Edith García Buchaca y Marta Arjona, que se negaba a descolgar unos cuadros de Servando Cabrera Moreno, en una época donde ya hacían lo suyo los errores y contradicciones del quinquenio gris. Quien quiera conocer mejor a esa señora tan reservada que fue Adelaida de Juan, puede buscarla en ese libro. O en el perfil y los ojos de Laidi, que cada día se le parece más.
Lo demás son las fotos, las palabras con las que evocamos a quienes nos hicieron sus alumnos más allá de las aulas. Por eso la recuerdo como un alumno no oficial, inclinándome ante una señora que no dejaba pasar una, como se dice en cubano. Y para rematar la idea, y dejar al lector de esta evocación de una mujer tremenda con una de esas anécdotas que la retrata de cuerpo entero, aquí cuento esta. Ya me iba, tras visitar a Laidi una noche, cuando al pasar cerca de La Doctora la veo ante el televisor, en cuya pantalla aparecía el comentador de un espacio cinematográfico, pero sin que saliera sonido alguno del aparato. “¿Necesita ayuda con el televisor, Doctora?”, le pregunté, pensando en algún desperfecto técnico. “No, querido”, me dijo ella, “lo que pasa es que cuando veo este programa le quito el audio, porque a ese presentador no lo soporto”.
Y los dos nos despedimos entre risas.