Profiláctica o terapéutica
3/2/2017
Para C. Espinosa y P. Vargas, por la constancia.
Contaba con tres, cuatro amigos de probada generosidad que, cada día, colocaban en su buzón de correo electrónico noticias encontradas en Internet. No es que Humberto les solicitara tal o cual pesquisa: ellos, espontáneamente, habían decidido hacer ese pequeño, cotidiano obsequio al amigo de toda la vida con chismes, datos, análisis que suponían de su interés. Aunque no existía un acuerdo previo, sus personalidades, sus intereses respectivos y, a no dudarlo, la mano del azar, habían hecho que las informaciones enviadas por unos y otros resultaran complementarias. Así, las especialidades de Pablo eran el cine y las recetas de cocina (recetas que Humberto almacenaba con la esperanza de algún día contar con los ingredientes imprescindibles para poder realizar alguna); las de Carlos, literatura y política; Eduardo se ocupaba de la farándula, y Rigoberto, el más inconstante, lo tenía al tanto de algunos resultados del béisbol de las Grandes Ligas, sobre todo cuando se acercaba el final de la temporada, a fines de septiembre.
Una mañana, entre declaraciones de Meryl Strepp al agradecer un premio honorífico en el Festival de Cine de Berlín, y recetas de cocadas, bizcochos de manzana y panecitos de canela, Pablo colocó una página en que se avisaba sobre ciertas investigaciones en torno al cáncer. Un instituto británico de investigaciones médicas (de Birmingham, cree recordar Humberto), luego de diecisiete años de encuestas realizadas a la población masculina de Inglaterra, había establecido que los hombres que lograban, al menos, tres eyaculaciones a la semana tenían mucho menos riesgos de padecer tumoraciones en la próstata. La noticia era explícita: no se requería penetración alguna. Bastaba con el estímulo, la generación del semen y su ya inevitable expulsión.
Humberto se aplicó con los cálculos, rápidos, a ojo de buen cubero. Y tres eyaculaciones a la semana le parecieron una ridiculez. ¿Cómo era posible archivar un promedio inferior? Cosas de ingleses, pensó, efectos del clima, y se dedicó a recordar: ciertamente, su primer encuentro con una mujer fue algo tardío, atendiendo a lo que podía considerarse el promedio de sus compañeros de generación, pero entre los catorce y los dieciocho años calmó sistemáticamente su ansiedad por mano propia. Sí, la cantidad estaba fuera de toda duda. Humberto sabe que la memoria es traicionera, y que la suya no es de las mejores, pero hay episodios, rutinas de su vida pasada que no pondría jamás en duda. Durante los tres años en que vivió en un internado, de los catorce a los diecisiete, llegó a satisfacerse hasta dos veces al día, sobre todo en los meses del verano, cuando el calor le servía de pretexto para tomar una ducha al amanecer y otra antes de acostarse. La primera lo hacía dormitar durante los primeros turnos de clases; la segunda le permitía dormir a pierna suelta, aunque sus compañeros de cuarto conversaran, cantaran, olvidaran apagar la luz.
Leyendo la página web enviada por su amigo Pablo, Humberto sonrió. Su recuerdo de aquellas pajas es preciso justamente porque los avances de la ciencia hacen que hoy parezca benéfico lo que ayer se consideraba dañino. Por aquellos años en que vivió su adolescencia y su primera juventud, la paja tenía lo que hoy llamaríamos “mala prensa”. En verdad, ya no condenas morales. Pero corrían rumores que inquietaban al adolescente que fue, a veces lo aterrorizaban. La paja provoca impotencia, eyaculación precoz, infertilidad y, por supuesto, es la causa principal del acné juvenil, decían sus compañeros de internado, los padres de sus compañeros, los profesores, los primos, los hermanos mayores. Cada vez que aquel adolescente ensalivaba su mano (como era derecho, la izquierda primero, según un ritual muy bien establecido) se decía a sí mismo que no hay futuro que valga si el presente es mal vivido. La convicción duraba poco: acaso un minuto, minuto y medio. Con el cuerpo en un temblor, las manos embarradas de esa sustancia turbia, viscosa, el arrepentimiento lo ganaba. Nunca más, se prometía con una convicción que duraba hasta que, al día siguiente, pasaba el pestillo a la puerta del baño, y se miraba la pinga exigente, crecida ya, que clamaba por el auxilio de su mano. Su incontinencia de entonces, se dijo frente al envío de Pablo, el rostro iluminado por la pantalla de la computadora, puede estar ahora prolongándole la vida.
Después de cumplidos los dieciocho años, el cálculo resultaba más simple. Con novia desde entonces y casado, felizmente, con Silvia a los veintidós, su vida sexual había sido más que satisfactoria. Estaba seguro de que, en la plenitud de sus relaciones, tres era la cantidad mínima de eyaculaciones que se permitía en una sola jornada de amor. Y a la semana, solían ser tres, cuatro, las jornadas de amor. Para el promedio establecido por el instituto de Birmingham, cada una de esas semanas le aportaba el excedente de seis, doce eyaculaciones para cubrir algún que otro vacío (malestares de Silvia, gripes suyas, que padecía con alguna frecuencia, viajes de ella o de él, las respectivas cuarentenas a que lo obligaron los nacimientos de sus dos hijos). Volvió a sentir lástima por los ingleses. ¿Tres a la semana? ¿De qué manera?
Debía, además, considerar a su favor algunos otros eventos extraordinarios. No se consideraba un don Juan pero había sabido interpretar las circunstancias, los contextos, apreciar algunas tentaciones que le habían salido al paso y, como solía decir una amiga, entre col y col había puesto alguna lechuguita. (Él mismo había sido una frondosa hoja de lechuga en la vida de esa amiga.) Humberto se consideraba a sí mismo un hombre fiel: con sus amigos, con sus convicciones políticas, con su trabajo, con Silvia. Y se impuso, desde muy joven, la obligación de que aquellas aventuras de menor importancia jamás lo hicieran incumplir con sus deberes conyugales. A los efectos de los cálculos en que se empeñaba, cada mujer adicional en su vida representaba dos, tres eyaculaciones más a la semana, que se sumaban a las nueve, a las doce que cumplía sobre el lecho matrimonial.
Humberto era un hombre que sobrepasaba los cincuenta años. Estaba consciente de que tales cifras correspondían al pasado. ¿Qué tan lejano, qué tan inmediato era ese pasado? Apenas hasta ayer mismo… comenzó a decirse, pero estaba solo y podía ser sincero consigo mismo. Honestamente, no podría precisar cuándo pasaron, él y su querida Silvia, de tres a dos, de dos a una, y luego, cada vez más cansados, más calmados, se satisfacían con un abrazo, algunos besos, quedarse dormidos, buscar ese descanso que ahora anhelaban más que una caricia, que el calor o la humedad o la dureza del sexo del otro. Regresó a la aritmética. De lo que no cabía duda alguna era de que, aún considerando cifras muy conservadoras, al menos veinticinco años de su existencia habían sido intensamente aprovechados y, de acuerdo con la investigación de los científicos británicos, aquel cuarto de siglo le garantizaba el promedio para otras dos o tres décadas que podrían ser, ya, el resto de su vida.
Lo enviado por Pablo era una simple noticia y Humberto hubiera querido conocer algo más de esa investigación que en la página web sólo se presentaba en sus líneas más generales. ¿Qué sucedía en la próstata si, pasados los cincuenta, el promedio descendía, abruptamente, durante quince, veinte años? ¿Hasta qué punto aquel pasado del que ahora se sentía francamente orgulloso era una carta de garantía para el futuro que le esperaba? Una o dos pajas a la semana, se dijo Humberto, pondrían su glándula definitivamente a salvo de esas oscuras, arteras deformaciones celulares.
A pesar de aquellos minutos de preocupación frente a la pantalla de su computadora, Humberto nunca se decidió a poner manos a la obra. Tampoco tomaba, en las mañanas, el cuartico de aspirina que lo salvaría de accidentes cardiovasculares, ni la cucharada de miel que levantaría las defensas, y la bicicleta estática se oxidaba, olvidada en la terraza posterior de su casa.
La segunda información médica le llegó por la vía de Carlos, quien últimamente se preocupaba más por la salud de su amigo que por los debates políticos que, cíclicamente, animaban los principales foros del exilio. Ésta procedía de Austria: un grupo de investigadores de Salzburgo había llegado a la conclusión de que los hombres que, pasados los cincuenta años de vida, suelen masturbarse, reducen considerablemente el riesgo de ser afectados por el mal de Alzheimer. Los cojones y la cabeza están más conectados de lo que parece, se dijo Humberto, repitiendo una vieja frase de su padre. Leyó de nuevo, con esmerada concentración. Esta vez la precisión era absoluta: nada de eyaculaciones, ni espontáneas ni dentro de una vagina. Tampoco se hablaba de promedios. ¿Qué diferencia habría entre lo uno y lo otro? ¿Por qué la mano era más eficaz contra el deterioro del cerebro que esas mucosas delicadas, nacaradas, tibias, a las que la madre Natura había encomendado la tarea de provocar y exprimir el miembro masculino?, se preguntó. Bueno, se dijo, apesadumbrado, los científicos son los que saben. Pero los periodistas debían ser más generosos con la información. ¿Con cuántas veces a la semana, al mes, podría protegerse el cerebro?
La próstata, en verdad, nunca había estado entre las partes de su cuerpo que más lo inquietaban. Hasta donde había podido conocer, ningún hombre de su familia había sido atacado por aquella zona tan vulnerable, y su chorro de orine todavía levantaba espumas en el agua del inodoro. La memoria, en cambio, sí era un mal que heredaba por parte de padre. A Humberto le sobraba cultura médica como para saber que la mala memoria y el Alzheimer no tienen, necesariamente, que estar relacionados, pero esos vacíos en que a veces se quedaba su mente, esas palabras que no encontraba en el instante en que le eran necesarias, los nombres propios que solía extraviar por horas, por días, y lo angustiaban, ¿no serían campanadas de advertencia?
La solución propuesta por los investigadores de Salzburgo era sencilla y se ofrecía como eficaz. ¿Por qué no acudir de nuevo a ese modo de placer que había abandonado hacía tantísimos años? ¿Se lo confesaría a su esposa? Podría, incluso, pedirle ayuda. Que la misma Silvia se la hiciera, al menos una vez a la semana. Tendría que guardar este artículo y dárselo a leer (el enviado por Pablo tuvo la imprevisión de borrarlo de la Bandeja de entrada de su correo). Sería como tomarse una medicina. Una paja profiláctica. ¿Profiláctica o terapéutica?, dudó, tentado de precisar los términos con la ayuda del diccionario. Profiláctica si aún estoy sano. Terapéutica si ya comencé a joderme. Silvia solía burlarse de sus aprehensiones cuando cualquier pequeño malestar le invadía el cuerpo, de su afán por las comidas sanas (nada de grasas animales, de harinas reelaboradas, de refrescos gaseados), de las ocho horas de sueño que siempre creía imprescindibles para conservar una juventud cada vez más relativa, más, digamos, emocional. Mejor a solas, se dijo. No hay que andar mezclando la medicina con el placer.
Miró el reloj que parpadeaba en la esquina inferior de la pantalla. Las 5 y 45. Le quedaban a lo sumo quince minutos de soledad y decidió aprovecharlos. El día era caluroso, el sol todavía entraba con fuerza por las ventanas, pero el mejor pretexto era tomar un baño, aunque, si el agua alcanzaba, tuviera que volver e echarse agua sobre el cuerpo que volvería a estar sudado, grasiento, en cuanto pasaran los efectos de la digestión.
Salió a la calle, miró en ambas direcciones. Ni su esposa ni sus hijos se veían venir. Buscó, apresurado, ropa limpia. Entró al baño y pasó el pestillo. Miró alrededor. ¿Sentado en la taza del inodoro? ¿De pie, en la poceta del baño? Le tuvo miedo a un calambre, a una contracción muscular. Se desnudó. El espejo del baño, pequeño y alto, no le permitía verse de cuerpo entero. En el baño de aquel internado donde vivió por tres años, un espejo vertical ocupaba toda la cara interior de la puerta. Le hubiera gustado volver a la vieja costumbre de contemplarse la pinga, verla crecer poco a poco, ganar en altura, en brillantez. Se sentó, abrió las piernas, derramó saliva sobre su mano derecha (en el codo izquierdo, desde que intentó cargar solo un saco de cemento gris, padecía dolores que su vecina fisiatra atribuía a un mal conocido como Síndrome del tenista; él, que jamás había golpeado una raqueta contra una pelota de tenis). La mano ensalivada buscó en la entrepierna. Flácido, minúsculo, el pellejito dormía. Comenzó a tocarse con movimientos regulares, mecánicos. Cerró los ojos, procurando concentración, visiones. En una computadora de su oficina, alguien había guardados unos videos que ahora le vendrían de lo mejor. ¿A quién invocar? Pasó revista a sus antiguas amantes. Podrían haber sido más, pero su mala memoria las redujo ahora a tres o cuatro. ¿Qué había sentido con ellas? Aquella secretaria con quien trabajó por poco tiempo, ¿qué palabras decía, qué gritaba en el instante supremo? La piel blanquísima, de delicados tonos rosáceos, se le desvanecía, carente de olores, de sabores, de texturas. Con ella todo había sido fugaz, precipitado, inconsistente.
La ingeniera civil que conoció durante una visita de trabajo a Pinar del Río, y que luego se aficionó a visitarlo en La Habana hasta volverse exigente, incómoda, había sido, en sus inicios, una amante generosa. Se divertía con ella, de eso estaba seguro. Recordaba las risas de ambos en el feo cuarto de una casa de visitas, el ron que bebían juntos (como La Sedienta la bautizó él cuando descubrió que para entrar en la cama necesitaba haber bebido algún licor), la mirada enloquecida, estrábica, con que ella alcanzaba el orgasmo. El espejo de la cómoda duplicaba la cama sobre la que yacían, y les gustaba mirarse, sudados, acoplados. La mano derecha, constante, comenzó a percibir ciertos pequeños latidos en la entrepierna. Humberto abrió los ojos, se miró. Algo es algo, y dejó caer un poco más de saliva sobre el bálano. ¿Era en Pinar del Río o en Ciego de Ávila?, trató de precisar. Aquella mujer, ¿Lucinda?, había cometido la imprudencia, o la traición, de llamarlo algunas veces a su casa. Declaraba estar enamorada. Era soltera. Su esposa, a veces, le recuerda las sospechas despertadas por aquella voz grave, deliberadamente seductora.
Tuvo que cambiar de posición. El borde de la taza del inodoro comenzaba a dibujar un arco rojizo en el nacimiento de sus muslos. El recuerdo final de Lucinda era amargo. Juró y perjuró que no podía vivir sin él, amenazó con aparecerse en su casa, exigió el cumplimiento de compromisos en los que él siquiera había pensado. Amenazas falsas, vanas, que lo mantuvieron asustado, en vilo, durante meses. Sus ojos se detuvieron en la llave del lavamanos. La gota que había comenzado a caer días atrás estaba a punto de ser un chorrito. Si no cambiaba de inmediato la zapatilla, el agua se acabaría antes de lo previsto.
Acudió a la amiga de las coles y las lechugas. Con ella la aventura fue un poco más prolongada y libre. Habían comenzado a desearse y decidieron tomar el toro por los cuernos. En lugar de miraditas, de pequeños roces casi inconscientes, de constantes llamadas telefónicas para conversar sobre nada, optaron por acostarse. Sabían que no era un asunto de amor, sino de cuerpos. Ella era desgarbada, alta, de piernas preciosas, y en la cama demostró ternura, sabiduría. Humberto descubrió que desnuda y excitada alcanzaba una belleza que era difícil de prever cuando se le veía vestida, con espejuelos, el pelo siempre recogido sobre la nuca. El sexo la embellecía, y Humberto se lo confesó. Ella temió que él estuviera comenzando a enamorarse. Poco después detuvo las relaciones con un argumento para el que Humberto no tuvo respuesta. Ella quería, necesitaba, tener un hijo y el esposo estaba de acuerdo. Él recuerda esa última conversación, de noche, en el banco de una céntrica avenida. Al terminar, quiso darle un beso, acompañarla hasta las inmediaciones de su casa. Ella no lo permitió. A Humberto le gustaba bromear cuando, meses después, la encontraba con la niña en brazos: Mi casi hija, decía, y ella aceptaba la provocación. Pero nunca más volvieron a una cama. Ni a besarse en los labios siquiera. Luego de muchos años sin verse, habían coincidido en un mercado. Después de los abrazos, de los besos, de las preguntas por las familias respectivas, a Humberto le fue inevitable mirar las piernas de su amiga. Estaban hinchadas, azulosas, por las várices.
La mano derecha, en tanto, continuaba incansable, aplicada. La pinga no llegaba a estar dura, pero ya llenaba el hueco de la mano. Y hubo un primer cosquilleo. La constancia de su mano parecía más útil que esos jirones de recuerdos. Necesitaba una voz en sus oídos, unas palabras más o menos procaces, demandantes. La mano, casi por cuenta propia, había ido acelerándose, apretando con mayor fuerza aquella masa que ya podía considerarse consistente. Vamos, vamos, se dijo a sí mismo. Su torso estaba empapado de sudor, las nalgas resbalaban sobre la porcelana del inodoro. Vamos, vamos, se repitió, entusiasmado.
No escuchó el accionar de la cerradura pero sí el golpe con que se cerró la puerta de la calle. “Humberto, Humberto”, gritó Silvia. A él le dio por quitarle el pestillo a la puerta. La pinga se escondió por sí misma. “¿A ti qué te pasa?”, preguntó ella, mirándole el sudor, la desnudez. “Estoy estreñido”, contestó él. Silvia se acercó, le besó la frente. “Pobrecito. Compré mangos, te van a venir de lo mejor. ¿Los pongo en el frío?”. Humberto se puso de pie, lentamente. Las piernas se le habían acalambrado y las nalgas le ardían. ¿Me dará el dolor, la punzada en los cojones? Recuperó los calzoncillos. “Pues mira, que ahora andan diciendo que la naranja y el mango son malos para el colón descendente. Te ponen al día, pero te acaban con no sé qué enzima”, dijo Silvia desde la cocina. El olor de las frutas amarillas, jugosas, comenzaba a hacerle la boca agua.
Especial para La Jiribilla
Muy bueno, y bien llevado este cuento o narración, yo he hecho tambien algún intento en la misma línea, pero de momento solo escribo y borro. Te felicito y me animo a leer mas cosas tuyas.